A dos años de la Masacre de San Miguel del Monte: los recuerdos y los deseos de la única sobreviviente y de la mamá de una de las víctimas

La madrugada del 20 de mayo de 2019 cuatro policías persiguieron y dispararon contra un auto en el que viajaban cinco jóvenes. El raid terminó en un choque fatal: cuatro murieron, Rocío Quagliarello sobrevivió. Ella y la mamá de uno de los fallecidos cuentan lo que pasó esa noche y lo que quieren que pase en el juicio

Era una hora cualquiera de una noche cualquiera en San Miguel del Monte. Hacía frío de campera en el mayo de un otoño amable de 2019. Rocío estaba con Camila en la plaza de siempre en la misma de siempre. Habían ido solo un rato para agarrar wifi porque Camila se había quedado sin crédito en su celular. Era domingo. Al otro día había que ir a la escuela. Pero es cierto, asisten al turno tarde. Se quedaron un poco más, colgadas de una charla incierta. “Estábamos sentadas en un banco ahí en la esquina enfrente de la Municipalidad. Y frenaron ellos en el auto”. Ellos: Gonzalo y Danilo, sus compañeros de segundo año de la Escuela de Educación Media N°1. El auto frenó frente a ellas por pedido de los chicos o por un desperfecto mecánico. Nadie lo sabrá jamás. “Nos invitaron a ir a dar una vuelta. Con Cami no queríamos pero nos convencieron”.

Aníbal, amigo de los chicos, manejaba. Ellas no lo conocían. Por eso al principio rechazaron la propuesta. Subirse al auto de un desconocido no las seducía. Pero sus amigos les juraron que era alguien de confianza, insistieron, tal vez porque alguna de las chicas les gustaba: se subieron todos al Fiat 147 Spazio de color blanco. Aníbal al volante, Danilo adelante, los otros tres atrás. No había plan, no había ruta: tan solo la idea de divertirse recorriendo los confines de un pueblo abrazado por la noche. “Nos íbamos cagando de risa, haciendo boludeces. Sé que íbamos re contentos”. Se filmaban, reían, bromeaban. Compartieron un video por WhatsApp. Eran adolescentes haciendo cosas de adolescentes.

San Miguel del Monte está montado en torno a su laguna. La Ruta Nacional número 3, la que une Buenos Aires con Tierra del Fuego, penetra y bordea la ciudad de catorce mil habitantes. La travesía de los chicos no tenía restricciones. No había destino, no había lugar al que ir. Se aventuraron a deambular por los perímetros del pueblo, a circular por las áreas satelitales. Lo que pasaba afuera mucho no importaba. Ellos la estaban pasando bien adentro. “Por qué lado íbamos no me acuerdo. Pero me acuerdo que íbamos dando vueltas, del video que habíamos subido a WhatsApp”.

El tiempo corría. Sus papás los estaban esperando. Atravesaron la frontera del domingo. En un lugar cualquiera de una madrugada cualquiera en San Miguel del Monte vieron un patrullero y a cuatro oficiales de la Policía Bonaerense. Nadie sabrá jamás si los chicos los vieron. Los que interpretaron que fueron vistos por personas en un auto particular manipulando celulares fueron los policías. Comenzó una persecución de tres kilómetros. No fueron más kilómetros porque había un camión con acoplado estacionado en la colectora de la ruta, a la altura de la calle Nolasco López. El estruendo ocurrió a las 0:50 del lunes 20.

El 20 de mayo de 2019 cinco jóvenes a bordo de un Fiat 147 fueron perseguidos a los tiros por un patrullero, lo que provocó la pérdida de control del auto y el posterior impacto con el acoplado de un camión: cuatro de ellos murieron y Rocío resultó gravemente herida

Es una tarde de mayo de 2021 en otro otoño amable. También hay un camión con acoplado estacionado en el lugar donde la persecución terminó. La pared de una vivienda de la esquina ya es un mural. Una leyenda dice “vuelen alto mis guerreros”. Hay cinco caras debajo de tres palabras que en el imaginario argentino ya parecen una: memoria, verdad y justicia. Un bandoneón, una patineta, un equipo de música, una cámara de fotos y un set de maquillaje sirven de representación. Pintado en blanco y repintado en negro dice: “Hoy desde el cielo me guían tus ojos a donde voy”. “El Estado es responsable”, anuncia otra frase.

El Estado también se pronuncia al respecto. Enfrente, en el terraplén que divide la ruta de la colectora, un cartel firmado por el gobierno nacional y provincial tiene las fotos de Danilo Sansone (13 años), Gonzalo Domínguez (14), Camila López (13) y Aníbal Suárez (22). Un breve texto explica por qué ahí y por qué: “En este lugar de la Ruta 3, la madrugada del 20 de mayo de 2019, agentes de la policía bonaerense persiguieron y balearon sin motivo el auto en el que circulaba el grupo de adolescentes. La única sobreviviente fue Rocío Quagliarello, quien fue herida de gravedad”.

Rocío tiene ahora 15 años y cuatro tatuajes. El primero que se hizo está cerca de su corazón. Dice “Camila”. En una muñeca tiene el dibujo de una rosa, en una mano la frase “sé valiente” en inglés, que comparte con su hermana Sofía, y en la mitad del cuello la leyenda “me quise comer tu dolor” que copió de La Joaqui, su rapera favorita. Tiene, también, una voz carraspeada, la cara enmarcada por el flequillo de su pelo rubio, ojos verdes opacos y profundos, un maquillaje sencillo, un piercing en la ceja izquierda y otro en el orificio derecho de la nariz. “Vos la ves así, entera, normal, pero no sabés lo que era antes”, dice Loana Sanguinetti, su mamá.

Su ropa -un jean roto y gastado, un buzo negro corto y con capucha, más zapatillas del mismo color- solo permite adivinar la magnitud de la cicatriz del tobillo derecho. La huella de la intervención asoma por encima de la media. La operaron del tobillo por el fémur, del brazo por el húmero, de la boca por el maxilar y del estómago por el hígado. Esa fue su primera cirugía, la más urgente. Después, cada dos días entraba a quirófano para su reconstrucción ósea. No sabe cuántas veces la operaron. No recuerda todo. No recuerda tanto.

Rocío fue la única sobreviviente: estuvo más de 25 días luchando por su vida en el Hospital de Alta Complejidad El Cruce, de Florencio Varela. Apenas ingresó al nosocomio tuvo que ser intervenida de urgencia por una herida en el hígado. Tuvo fractura de mandíbula, quebraduras en un brazo, una pierna y un tobillo

Tiene flashes del antes: “Me acuerdo de Gonzalo, del disparo, que él se agarraba acá en la rodilla, no me acuerdo si decía me duele o me dieron, no sé cómo lo había dicho. Y después me acuerdo que con Cami le decíamos a Aníbal que frene pero Aníbal no sabía qué hacer. Como que nos agachábamos, íbamos re asustados”.

Tiene bloqueado de la memoria la vez en que se despertó, quince días después de la masacre. “Cuando recién volví a abrir los ojos no me acuerdo. Lo primero que vi no me acuerdo. Me acuerdo unos días después cuando estuve con mi tía María Luz y mi hermana, que me habían ido a visitar y me habían traído unas remeras. De lo que había pasado no me hablaban pero estaban conmigo. Yo no podía hablar mucho. Como que no caía, no me había agarrado curiosidad. Nunca pregunté qué había pasado. Me lo contaron antes de venir para Monte porque lo tenían que hacer”.

Estaba en la camilla en una sala del Hospital El Cruce de Florencio Varela cuando su mamá y una psicóloga le contaron que habían muerto Camila, Danilo, Gonzalo y Aníbal, que unos policías los habían perseguido y disparado, que el auto en el que viajaban se partió en dos después de chocar contra el acoplado de un camión estacionado. Rocío recuerda no haber reaccionado. No habló, no lloró.

Le cuesta hablar en público. Las cámaras, los micrófonos, la atención y la exposición la incomodan. En la entrevista con Infobae se apenará por trabarse con las palabras. Mientras intenta desplegar su testimonio y ordenar el relato de sus vivencias, encoge sus hombros, conversa con timidez y enrolla los pliegos de su jean roto como si fuese un juguete de apego que la relaja. “Lo primero que se me viene a la cabeza es angustia, dolor, tristeza por haberlos perdido. Mucha angustia”, dice la única sobreviviente de la Masacre de San Miguel del Monte.

"Al pueblo de Monte le agradezco mucho por toda la compañía, los testigos. Me pone contenta", dice Rocío, que está esperando que la llamen para atestiguar en la causa

“Con Cami estábamos siempre juntas. Nos quedábamos unos días en su casa y después íbamos a la mía: vivíamos casi juntas. Íbamos a la laguna, tomábamos mate, también nos gustaba rapear y hacíamos la que rapeábamos juntas”. Tiraban versos en la intimidad, cuando nadie las escuchaba. “Y con los chicos íbamos juntos al colegio. No éramos mucho de juntarnos, pero por ahí íbamos a la plaza, había competencias de rap y estábamos ahí con ellos”. Gonzalo, como Danilo, sí se animaba a rapear en público.

“Si él se tardaba más de cinco minutos, yo iba a la plaza y me paraba delante de todos sus amigos para que me vieran. ‘Ahí llegó tu mamá’, decían. Él salía con la cabeza gacha y después me decía por lo bajo ‘no me hagas esto, no me vengas a buscar así, están los chicos, están las chicas’”. Susana Ríos rememora con sorna las veces que exponía a Gonzalo por llegar tarde. Tiene 58 años, otros dos hijos más grandes -Marina y Juan Ignacio- y una casa donde durante el primer mes después de la muerte de su hijo hospedaba, además de los perros Pelusa y Cumbia y del gato Antonio, a Pablo, Franco y Luciana, los otros hijos de su marido Omar, y a las quince integrantes de su grupo de amigas de paddle que dividían en dos los turnos de compañía.

Es una casa grande. Está ubicada a dos cuadras del hospital donde identificó el cuerpo de Gonzalo, a cinco del centro neurálgico de la ciudad, a seis del lugar del siniestro. La calle tiene veredas angostas, árboles espesos y techos bajos. En la esquina hay una verdulería, enfrente un baldío, el resto son casas clásicas de pueblos clásicos. Hay cuatro autos estacionados en la mano derecha de la cuadra. En dos vehículos, sus ocupantes están adentro. Uno es un Ford gris, el otro una camioneta de Gendarmería. El primero es el custodio de Susana, un oficial de la Policía Federal vestido de civil. El otro, el gendarme que cuida a Rocío.

Adentro están Susana, sus mascotas, Rocío y Loana. La televisión y la estufa están prendidas. Hay una mesa de madera pintada en negro rodeada de cuatro sillas debajo de una luz cenital que cae en el centro del living. El techo es de madera y el piso, de cerámica gris. Las paredes de color beige adoptan un tono rosado por el efecto que el sol de la mañana desprende de las cortinas naranjas. La pintura y la guarda son nuevas. La pandemia la impulsó a hacerle unas refacciones a su hogar. Tuvo incluso, en las horas serenas de una vida de pueblo, la ayuda de su custodio.

"No hay persona que no salga a la calle y me dé aliento, o esté preguntándome cómo está la causa, queremos saber. Todo el mundo quiere saber. Es una causa muy compleja. Tiene ya setenta testigos voluntarios. Tenemos 24 imputaciones", cuenta Susana

Es una paradoja: un policía la protege de otros policías. Tuvo que declarar tres veces en el expediente. Nunca la amenazaron, nunca tuvo miedo. Acepta tener que avisarle a su custodio todos los movimientos que tiene que hacer en el día. Lo naturalizó. Vivió casi dos años angustiada hasta que el jueves 18 de marzo de 2021 la causa, en la que están imputados 23 policías bonaerenses y el ex secretario de Seguridad de San Miguel del Monte, Claudio Martínez, fue elevada a juicio oral por la jueza de Garantías de La Plata, Silvia Pelossi.

“Fueron momentos de muchísima ansiedad. Al principio fue triste. Es decir: la tristeza uno no la va a curar jamás, pero fue más al principio. Ahora es como que trato de sacarme todos esos pensamientos feos de sus últimas horas para empezar esta nueva etapa”, dice. En ese principio, dormía en su cama entre sus dos hijos mayores, se despertaba y tenía a sus amigas desayunando en el comedor de su casa, se escapaba y repetía los mismos tres kilómetros que su hijo recorrió con una bala en el cuerpo.

“Quería estar en su lugar, él no se lo merecía. Como a él le dispararon tres kilómetros antes, yo siempre pensaba en eso, en todo lo que sufrió en ese trayecto. En su dolor. Quería imaginarme su dolor durante esos tres kilómetros. Hice de todo y ahora hago de todo para sacarme eso”, relata. Cuenta que encontró la calma conforme avanzaba la causa. La presunción de que habrá justicia le alivia la pena. Los 20 de cada mes solía colgar una bandera en memoria de las víctimas que le habían regalado. Dejó de hacerlo. Redujo el cuarto de su hijo a una porción del placard: allí conserva ropa y objetos. Lo hizo cuando advirtió que el dormitorio se había convertido en una suerte de santuario: los amigos de Gonzalo pedían entrar y salían llorando. “No me gustaba eso. Por eso lo fui modificando. Es una manera de soltar y de dejarlo descansar en paz”.

Susana se sostuvo en pie porque aprendió: “Aprendés o te tirás en la cama y te dejás morir. Yo trabajé, recibí asistencia psicológica, me ayudaron a entender, a vivir, a sacarme los monstruos de encima”. Siente que necesita darle un cierre al duelo. “Después que pase el juicio me quiero tomar un poco de descanso. Me tengo que dedicar a mí. Porque hasta ahora no he podido dedicarme de lleno a mí, a estar con mi familia y estar con mis hijos. Siempre me necesitaron y con más razón ahora. Ellos son muy temerosos de que me pase algo, de que sufra por algo. Se les acrecentó el miedo. Ahora tengo que empezar a vivir una nueva vida sin la presencia física de Gonzalo, aunque él siempre vaya a estar conmigo”.

Susana modificó la habitación de su hijo y guardó todas sus cosas en un sector del placard. "Uno tiene una vida y tiene que seguir en esta vida. Aprender a vivir con la ausencia física de un hijo. Pasé estos dos años con problemas de salud. He tenido noches con ataques de pánico y ataques de ansiedad"

Una semana antes de la fatídica madrugada del lunes 20 de mayo de 2019, Gonzalo y Susana estaban acostados mirando la televisión. Ella escuchó unos ruidos raros provenientes de la calle. Silenció la tele y le pidió a su hijo que afinara el oído. “Son tiros”, le dijo. “Es el escape de las motos, ma”, le contestó. Le resulta curioso pensar ahora que días después a su hijo le dispararon mientras ella estaba en la misma cama, con la misma preocupación.

Gonzalo tenía 14 años, había repetido segundo año y la escuela no le gustaba. “Era bastante fiaca para el estudio”, afirma su mamá. Entrenaba fútbol, handball, andaba en skate, rapeaba. Había nacido cuando Susana tenía 44 años y era el alma de una familia ensamblada: sus hermanos tenían todos una década más que él. Era un adolescente que empezaba a desafiar los límites. Siempre que iba al colegio llegaba tarde. Hacía una parada intermedia en la plaza entre el trayecto de dos cuadras que separan su casa de la escuela. “‘Mirá Gonzalo, son la una menos diez, por más que esté acá derecho, vas a llegar tarde’, le decía yo. Y él llegaba tarde. A la segunda semana de clase ya estaba firmando el boletín con medias faltas. Él agarraba el skate, se iba para la plaza y de ahí partía para la escuela, donde ya lo estaban esperando”.

Él tenía sus horarios para todo. Por eso no entendí esa tarde de otoño en la que él me pide permiso para ir con Danilo a la plaza. Por eso no entendí qué pasó esa noche”, repasa Susana. No tenía ganas de dejarlo ir. Al otro día se tenía que levantar temprano para viajar a La Plata, donde su marido estaba internado por haber sufrido un ACV isquémico. “Le dije ‘no vengas tarde, un ratito y vení’. Ya le venía mandando mensajes. A las once de la noche ya me estaba preocupando. No sé qué pasó. Seguí esperando. No fui a buscarlo. Es como un bloqueo que tuve, no sé. Yo me levantaba y no lo veía. Ya me quedé despierta porque no me duermo si no. A la una y media veo unas fotos de un auto partido en dos. ‘¿Qué pasó acá?’, dije. Aparte partido en dos y en el pueblo, en la colectora. No era que estaba en la ruta. ¡Acá! Yo dije ‘qué macanón’. Estaba nerviosa y ya me levanté. ‘Ahora cuando venga se arma’. Sentí ambulancias, ya estaba sintiendo de todo”.

Eran las cuatro y media de la madrugada. Percibía un extraño movimiento en el pueblo. “Me cambié y me fui al hospital. Cuando pasé, el hospital estaba lleno y no me animé a entrar. Me vine caminando a casa. Cuando estaba llegando, vi a dos chicos en moto parados en la puerta de mi casa. ‘Es él, ahora se arma’, pensaba. Tenía catorce años, tampoco era para tenerlo como un nene. Y más en un pueblo, donde vivimos rodeados de vacas, donde no hay peligro. Pensábamos... Fui acercándome a la esquina y la moto vino en contramano para mi lado. Eran dos chicos con los ojos desorbitados. Me dijeron: ‘¿Vos sos la mamá de Gonzalo?’. ‘Sí, ¿qué pasó? No me digas que es del accidente’. ‘Sí’, me respondieron. ‘¿Él está vivo?’, pregunté y no me contestaron más. Uno me abrazó y me llevó caminando hasta el hospital”.

El hecho ocurrió un lunes, luego de que el auto en el que viajaban cuatro menores y un joven de 24 años chocara contra un camión

Loana, la mamá de Rocío, ya no estaba en el Hospital Zenón Videla Dorna. La noticia le había llegado antes. “Esa noche estábamos en mi casa. A eso de las tres menos veinte de la mañana, me golpearon la ventana. Cuando abrí eran como cinco policías. Había policías por todos lados y me pidieron que vaya al hospital porque mi hija había tenido un accidente. ‘¿Cómo un accidente?’, les dije. Agarré el documento de Ro y salí para el hospital. Cuando llegué a la esquina vi a un hombre que estaba tirado en la calle, gritando. Después me enteré de que era el papá de Danilo. No lo asocié, no me di cuenta. Fue muy feo cómo me hablaron en el hospital. Me dijeron que había cuatro óbitos. No entendía lo que me decía, no entendía esa palabra. ‘Señora, va a tener que pasar para reconocer el cuerpo’, me dijeron. Me tiré de rodillas en la camilla: ¿Cómo el cuerpo?”.

En Monte, por entonces y sin razón alguna, habían empezado a exigir la portación del documento nacional de identidad. Cuando salió de su casa, tuvo la lucidez de llevarlo. “Pero tengo el documento -dijo, sin saber por qué lo dijo, sin comprender bien lo que pasaba-. Se miraron entre ellos cuando les mostré el documento y me llevaron a otra sala. Yo no entendía nada, no podía creerlo. Casi que no alcancé a verla. Me decían que mi hija estaba en estado grave, crítico, que la iban a llevar a un hospital de Gonnet”. Tardó unos minutos en emerger de la incredulidad: llamó a su hermano, pidieron un remis y partieron.

Mientras, en el hospital de Monte, Susana se enfrentaba a la peor parte. “Desesperada me caí frente a los médicos. Les pregunté si mi hijo estaba ahí. ‘Señora, hay un cuerpo sin reconocer, si usted se anima…’, me dijeron. Sola estaba yo. No sé cómo me animé todavía. Cuando entré, estaban los cuatro cuerpos. Les pedí que destaparan los piecitos, que con eso yo ya lo iba a poder reconocer. Así fue: destaparon los pies, sus medias, su pantalón, su calzoncillito. Pero yo me quedé con eso de querer ver su carita. Me descubrieron la cara y le vi un golpe muy fuerte en la sien”.

Dos fotos de Danilo, Gonzalo, Camila y Rocío, días antes de la masacre. A los cuatro les gustaba rapear: ellos lo hacían en la intimidad, ellos iban a las batallas de rap en la plaza del pueblo

Cuando salió, sintió que caminaba en el aire. Casi no había gente en las afueras del hospital. Identificó, eso sí, muchos más policías. Vio a la intendenta Sandra Mayol y a Claudio Martínez, el secretario de Seguridad del partido. Los rumores de disparos que habían empezado a circular por las redes sociales le revolvían las dudas. “Me puse delante de él y le pregunté si era cierto eso de los disparos. Me hizo con la cabeza que no. Una persona muy oscura. Creo que no me voy a olvidar nunca de su cara. La oscuridad que tenía. Horroroso”.

“Primero estás como que no entendés nada pero no te querés callar. Vos sabés que acá pasó algo. Le daba, iba, venía, iba, venía. Cada vez se iba aclarando más en mi cabeza”, expresa. Monte se rebeló contra la impunidad. Cuatro de sus hijos habían muerto. El chofer del camión rechazó un soborno de la policía, huyó del lugar y radicó la denuncia en Cañuelas. Alexis Rodríguez, un empleado del centro de monitoreo, difundió el video de la persecución antes de que alguien quisiera eliminarlo. La ciudad se convirtió en un faro mediático. Una manifestación masiva, un pueblo conmovido y movilizado. Setenta testigos confrontaron la connivencia policial.

Los ex policías Rubén Alberto García, Leonardo Daniel Ecilape, Manuel Monreal y Mariano Alejandro Ibáñez están procesados con prisión preventiva por “homicidio agravado por abuso de función como miembro de las fuerzas policiales calificado por el empleo de arma de fuego consumado y en tentativa”. Eran los cuatro que viajaban en el patrullero. El resto de los imputados están acusados por cometer delitos de falsedad ideológica de instrumento público agravado, encubrimiento agravado, abuso de autoridad y violación de los deberes de funcionario público, entre otros.

La plaza de San Miguel del Monte se llama popularmente "la plaza de los pibes". Por las restricciones de la pandemia no podrán marchar: recordarán el segundo aniversario con una vigilia con fogatas en la plaza y un avión pasará tres veces pidiendo justicia por Camilia, Danilo, Gonzalo y Aníbal

“No voy a hablar nunca con ellos -asegura Susana-. No se merecen nada. Nada. Ni siquiera el perdón. Yo no soy Dios para perdonarlos tampoco, pero no se merecen nada porque lo que hicieron, lo hicieron con mucha alevosía. Mucha. Porque no solo con el disparo que le dieron a mi hijo, sino que después siguieron disparando. Hace poco escuchaba ‘¿cómo no pararon con la voz de alto?’. ¿Cómo van a parar? Ni yo paro. Si vienen a los tiros atrás mío, lo primero que hago es salir… sabés qué. Sinvergüenzas. Siguieron disparando. Y muchos disparos. Eso fue lo terrible”.

Habla de un sexto sentido, de una intuición de mamá que podrá comulgar o no con la sentencia final. Susana no busca evangelizar con su teoría, pero tampoco está dispuesta a debatirla. Nadie corregirá su visión de los hechos: una interpretación personal basada en percepción y criterio. Cree que el auto en el que viajaban los chicos impactó el acoplado del camión porque el patrullero que los perseguía o un auto particular los hizo despistar antes del choque fatal. Dice, también: “Fue un asesinato, un cuádruple homicidio con alevosía y para mí con premeditación. Para mí. Yo quiero respetar los términos de la Justicia, lo que determine la Justicia, pero para mí sí los mandaron a matar y sé bien qué policía los mandó a matar”.

- ¿Por qué los habrían mandado a matar?

- Los nenes pasaron por un lugar, los nenes no vieron nada. Iban jorobando en el auto. Los nenes iban filmando, divirtiéndose entre ellos. Pasaron por un lugar donde se ve que era peligroso y pensaron que les estaban sacando fotos o algo, y ahí los mandaron a matar: bajenlos.

Por ese hecho hay 24 imputados, entre efectivos de la comisaría local, peritos de Policía Científica y el ex secretario de Seguridad del pueblo. Resta saber cuándo comenzará el juicio oral

Todos los días conversa con su abogada, la doctora Dora Bernárdez. Siguió el desarrollo de la causa con especial atención. Está convencida de que el fallo de la Justicia será el que espera: “Los acusados de cuádruple homicidio quiero que cumplan prisión perpetua. Y después al resto también me gustaría pero sabemos que, en términos legales, las sentencias son diferentes por encubrimiento”.

Rocío escucha desde un sofá el deseo de Susana. Lo repetirá minutos después. “Yo lo que quiero es, como dijo Susana, que cumplan cadena perpetua y que sufran todo lo que yo sufrí”. Hace unos meses la convocaron para tomarle declaración testimonial. Un psicólogo le recomendó esperar: no estaba lista para revolver sus recuerdos. “Después de un tiempo me llamaron de nuevo, fui y me dijeron que ya estaba preparada, así que ahora solo me tiene que dar la fecha para ir a declarar”.

- ¿Tenés ganas de ir?

- Sí, ahora sí ya me siento más preparada que la primera vez que fui.

- ¿Creés que tu testimonio podrá ayudar para que se haga justicia?

- No creo que ayude mucho porque no me acuerdo casi nada y lo que me acuerdo ya está aclarado, ya está visto, como que va a ser al pedo que vaya.

Cuando la veo a Rocío me causa muchísima ternura. Porque es muy difícil para ella esta etapa. Fue una alegría para todos cuando se recuperó. Ahora de hecho está bien. Hay que acompañarla porque ha pasado por un momento difícil, muy cruel. Es muy chica para todo lo que pasó y todo lo que vio. Yo me ponía en su lugar y pensaba, por ejemplo, si le hubiese pasado a Gonzalito. Si Gonzalito hubiese estado con vida qué difícil hubiese sido para él también”, reflexiona Susana mientras desvía la mirada para encontrarla sentada a Rocío junto a su mamá debajo de un cuadro colgado en una esquina del living. La pintura tiene cuatro chicos abrazados con alas en la espalda.

Loana, la mamá de la joven, Rocío y Susana. Los tres le agradecen al pueblo por haberlos apoyado siempre en esta cruzada contra la impunidad y la violencia institucional

A Rocío la gente la mira distinto en San Miguel del Monte: para bien y para mal. Ella intenta retomar un ritmo de vida normal. Sus preferencias no cambiaron: le sigue gustando el rap y maquillarse. No sabe qué va a ser de grande pero sí sabe qué hubiese sido su amiga. “Cami quería ser fotógrafa, le gustaba sacar fotos. Ella siempre me sacaba a mí y yo a ella”, dice, y llora cuando lo dice.

Estuvo quince días dormida y un mes internada. Pasó por tres hospitales, tuvo múltiples fracturas, debió ser intervenida de urgencia en el hígado pero sus complicaciones más severas se posaron en sus pulmones. Le costó volver a respirar. Le cuesta volver a ser normal. Un patrullero de Gendarmería y un hombre vestido de gendarme la custodian a donde va. Es el recuerdo de esa madrugada persiguiéndola. En medio de la entrevista, el agente interrumpirá y avisará que va a ausentarse unos minutos. Ya pidió que al menos la vigilen desde un auto particular y personas vestidas de civil. “Mi vida no es igual que antes -grafica-. Ahora tengo menos amigos. Yo estaba todo el tiempo con Cami. Después de que no estuve más con Cami, tenía todos amigos varones. Ahora me estoy llevando más con las amigas con las que me llevaba antes”. Loana, su mamá, lo acredita: “Es mi Ro pero no es la misma Ro de antes. Le faltan sonrisas. Ella era la payasa de la casa. Le faltan esas cosas. No quiero decir que no sonría más, pero no es la misma de antes”.

A Susana le quedan dos cosas por hacer antes de volver a encauzar su vida. Hacer un viaje a Salta y Jujuy sola. Es la excursión que tenía pensada hacer con Gonzalo en junio de 2019: había averiguado los pasajes y se había asesorado con una agencia de viajes. Cuando pase el juicio, promete que lo hará. Su otro canal de liberación para concluir el duelo será la escritura. “Me gustaría escribir. Antes cuando era jovencita lo hacía. Va a ser una manera de ir desarrollando todo lo que pasó. Hay muchas cosas que quisiera decir. No quiero olvidarme de esto, de esto, de esto. Dejarlo ahí guardado”.

-¿Y de qué no te gustaría olvidarte? -El silencio es de ocho segundos. El tiempo que tardan sus ojos en llenarse de lágrimas y de un contorno color rojo.

- De él. No me quiero olvidar de su voz. A veces pongo sus audios por el miedo a olvidarme de su voz. Y a la noche siento el olorcito a su cuerpo. Es como que lo siento hoy también. De eso no me quiero olvidar. Es lo único que no me quiero olvidar. Después, lo otro está.

Fotos y video: Matías Arbotto / Edición: Lihueel Althabe

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