A casi 9 mil metros de altura sobre el nivel del mar y a cero de una muerte posible, Javier Remón (47) plantó la bandera argentina en el techo del mundo. Con la poca fuerza que le quedaba, ayudado por una máscara de oxígeno y a pesar del frío que había invadido todo su cuerpo, pudo retratar ese épico momento desde la cima de la cúspide más alta del mundo: el monte del Everest.
Esta desafiante travesía ocurrió hace apenas unos días. Javier tocó los 8.848,64 metros del monte Everest el pasado 12 de mayo. Alcanzó, así, una cumbre que pocos tienen aptitudes para pisar.
En su autorretrato se atisba la mirada agotada, el rostro quemado por las bajas temperaturas y el reflejo del sol en la nieve. Adentro, sin embargo, estallaba una alegría inmensa pero controlada: todavía le faltaba la otra parte, el descenso.
“La famosa frase ‘la felicidad no está en el destino, sino en el camino’, podría resumir todo lo que viví”, le cuenta Javier a Infobae desde el campamento base situado en Nepal. Su expedición aún no terminó.
Javier tiene una empresa turística dedicada a los safaris por el centro y este de África. Si bien nació en Bariloche, al cumplir 18 decidió estudiar abogacía en Buenos Aires. En la Capital obtuvo su título en la UBA. Logró insertarse laboralmente, hasta que en un tiempo de pausa viajó a Europa y se enamoró de la vida en el exterior.
“Como buen deportista, probé de todo. Y entre otras cosas hice Kaya-Polo, una disciplina colectiva que se desarrolla en una pileta olímpica sobre una embarcación de tres metros. Nos convocaron para participar del mundial y nos fue bien. En la Argentina es un deporte poco conocido, por eso me quedé allá”, relata como el inicio de todo.
Desde ese día supo que el derecho no era su camino. Entonces decidió dejar su profesión y su vida en su país natal. “Por el amor al deporte siempre me gustó el contacto directo con la naturaleza, y también los animales. Así fue que años más tarde terminé en África”.
Nueve de los 12 meses del año, Javier organiza safaris, travesías en moto y camionetas 4x4 por la sabana africana y las tribus de Uganda, Namibia y Angola. En ellas lleva a turistas españoles, argentinos, japoneses y australianos a descubrir los secretos del continente africano. “Lo que me pidan lo hacemos. Tengo presencia en 19 países”, cuenta. Nómada, viajero y muy curioso, una de sus residencias es un bungalow en Kenia y la otra un departamento en Londres.
El 2020, la pandemia lo tomó por sorpresa, como a todo el planeta, quitándole la posibilidad de seguir trabajando. El rubro turístico fue duramente golpeado por las restricciones. “Había viajado a Bariloche días antes que se declarara el cierre de fronteras, así que no me quedo otra que pasar la larga cuarentena en mi casa”.
Lejos de desaprovecharlo, pudo retomar sus actividades recreativas en uno de los mejores destinos para hacer andinismo, mountain bike y rafting. “Con el paso de los meses me di cuenta que me estaba entrenando para algo grande”.
La incertidumbre del contexto lo llevó a plasmar una de sus metas; escalar el Everest, la montaña más alta del mundo. Anteriormente, había estado en el colosal Aconcagua y otros escenarios locales.
La montaña más desafiante
Desde que fue conquistado por primera vez en 1953 por Edmund Hillary y Tenzing Norgay, se calcula que hasta la fecha, aproximadamente 4.000 personas concretaron el ascenso. Y, desde el primer intento fallido por llegar a la cumbre en 1921 hasta esta última temporada de 2021, alrededor de 300 escaladores perdieron la vida al tratar de alcanzar su cima. El caso más reciente fue el de los alpinistas estadounidenses y un sherpa de Nepal que cayó en un grieta.
“En el Aconcagua vi morir gente, y sabía que estaba dentro de las posibilidades. Siempre está. Muchos de los que deciden emprender la aventura dejan un testamento para sus familias”, reconoce.
Tampoco es un sueño accesible para todos. En promedio -y dependiendo de las empresas que se contratan- el intento de hacer cumbre en el Everest cuesta alrededor de 70.000 dólares, sin contar todos los equipos personales necesarios. El servicio consiste en garantizar, de la mano de guías entrenados, el ascenso a la cumbre de escaladores no profesionales. Todo eso queda en olvido al entrar en contacto con la infinita belleza de la montaña.
A principios de abril, Javier hilvanó una serie de vuelos: Bariloche, Buenos Aires, Londres y finalmente Katmandú, la capital del reino de Nepal, donde llegó hace 33 días. Allí estuvo 48 horas, y empezó la acción.
El Everest se sube lentamente. Quienes conocen la montaña repiten que la ansiedad es mala consejera, sumado el clima brutal. En promedio, la experiencia dura un mes y medio. En su empeño, el argentino fue acompañado por sherpas que lo ayudaron a cargar su equipo.
El punto de arranque es Lukla, donde se inicia el valle de Khumbu, que hay que recorrer a pie durante unos 10 días y siempre en subida, hasta alcanzar al campo base del monte, a una altura de 5.300 metros.
Allí se formó una especie de mini ciudad preparada para los montañistas . “Hay tea houses equipados con todo lo necesario para estar bien. Sin embargo, te cuesta dormir y comer pero lo hay que hacer por todo lo que viene. Me llevé mantecol, dulce de leche... todas cosas ricas, porque a veces no tenés ni hambre”.
En esa etapa ocurre la aproximación a la cumbre. “Se sube a los campamentos cercanos y se vuelve a bajar, así por varios días. Se practican la técnicas, sentís el silencio, el frío…. los colores. Es para aclimatar el cuerpo a las bajas temperaturas y evitar el mal de altura. Son los dos riegos a los que se enfrenta el escalador”, admite.
Desde ese el campo base se empieza la segunda etapa, que es la ascensión pura y exclusiva del cerro. A Javier, la escalada le insumió 9 días.
Listo para atacar la cumbre
Las temperaturas que se registran cerca de la cumbre son de -30 grados. La falta de oxígeno también es otro de los escollos y puede ser letal. “En el último tramo, donde caminas varias horas inclinado, usas casi tres tubos de oxígeno… Todo es extremo”.
-¿En algún momento de la travesía te arrepentiste de haber elegido esa montaña?
-No es sencillo, y mira que vengo con años de entrenamiento. Lo pensé varias veces, porque no se trata de llegar a la cima a cualquier precio.
Con el cielo limpio, sin vientos, poca gente y el camino trazado, Javier estaba listo para dar el último paso y encaramarse a la cima. A partir de los 8000 metros comienza la llamada Zona de la Muerte. Ese apelativo no es sólo una calificación sensacionalista. “El último tramo, de apenas cincos metros verticales, es de vida o muerte, es la gran hazaña para los montañistas aunque por las nevadas se ha vuelto más sencillo de sortear”, cuenta Javier.
En la cima. el argentino se detuvo, cambió el poco aire que le quedaba, sacó la bandera argentina y se tomó una foto. Fue, ese, apenas un instante entre miles de recuerdos imborrables. “Llegué”, se dijo para adentro.
-¿Hay fuerzas para contemplar la inmensidad?
-Uh... estaba agotado. Pero la vista es incomparable, ves los montes que habías visto desde abajo. Y hacerlo desde arriba es algo que no puedo explicar. Son momentos que me quedarán grabados para siempre. Por otro lado, sabes que todavía te falta bajar. El festejo no esta en la llegada. La montaña te da esa lección de vida. El disfrute esta en el camino.
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