El teatro Colón está iluminado, imponente y sublime. Pero la escena más dramática no ocurre en su escenario. Y no es una ópera. A pocos metros, a las once de la noche de un día cualquiera, una pareja se mete en un contenedor para dormir. Saben el peligro que corren: si no se despiertan a tiempo, un camión puede pasar y llevarse el interior del contenedor para triturar la basura. Pero los 6 grados de temperatura pareciera ser un enemigo mayor.
A casi dos kilómetros de ese lugar emblemático, unas cinco personas duermen con vista al edificio del Congreso. Otras diez esperan a los voluntarios de la Fundación Si o al grupo de la pastoral juvenil de la parroquia San Lucas. Son dos de los varios grupos solidarios que llevan una vianda con guiso, sopa, café o té.
“Nos dividimos por zonas. Lo importante es escucharlos, preguntarles cómo están, qué necesitan. Notamos que se formaron ranchadas en barrios donde antes no había personas de la calle, como Palermo, Belgrano, Recoleta, Colegiales”, dice Romina, voluntaria de la Fundación Si. Y recuerda que quienes quieran ofrecerse como voluntarias o voluntarios pueden llamar al 4775-6159.
Martín está en silla de ruedas y tiene la pierna enyesada. Mientras espera que le den un vasito con sopa, canta una canción de La Renga. Cuenta que terminó lastimado en una pelea que él ganó. “El otro quedó peor”, asegura. “Yo trabajaba en un cine, pero por la falta de laburo me echaron. Entré en el paco hasta que hice un tratamiento. Ya me acostumbré a vivir así. Gracias a Dios no me agarré el virus que está matando a todos. Uno me dijo que nosotros nos enfermamos menos porque la mugre nos protege”, dice.
Esta semana se vieron las camionetas del programa Buenos Aires Presente (BAP), la Línea 108 que brinda asistencia social inmediata a las personas que se encuentren en situación de calle. Les ofrecen llevarlos a uno de los paradores de la ciudad. En Corrientes y Callao, en la puerta de una pizzería, dos miembros de ese ente oficial hablan con un matrimonio y sus tres hijos, que duermen en un colchón raído de dos plazas. La familia está dispuesta a ir al parador.
“Ni loco voy a un refugio, ahí te atacan y te roban. En el parador de Retiro hay un detector de metales. Mi casa es la calle. Y yo me vivo mudando de cuadra en cuadra”, dice “Jhony de Racing”, como pide que lo llamen. A su apodo lo escribe así y lo tiene tatuado en el brazo derecho. Cuenta que duerme en cualquier lado, cuando el sueño lo vence. Ha dormido en plazas, en las escaleras del subte, al costado de las vías de un tren, en una ochava y en la zona de cajeros de los bancos. “Ahora los cierran con llave a la mayoría, pero hace un año armábamos ranchadas ahí. Incluso nos peleábamos por elegir el banco que tuviera mejor ubicación. No es lo mismo un banco de Constitución que uno de Palermo”, dice.
-¿Qué es lo más insólito que encontraste revolviendo la basura? -le pregunta Infobae.
Jhony, que está apoyado en su carro con bolsas llenas de cartones, no duda:
-En un contenedor me encontré una guitarra, en Recoleta. Una Gibson SG, como la que usaba Angus Young. Y en vez de venderla, voy a aprender a tocar y quiero tener una banda. Hay cartoneros que tocan. Mi sueño es armar una banda que se llame Cartorock.
-¿Qué músicos te gustan?
-Skay, pero muero por el Indio Solari. ¿Sabés cómo se llaman mis hijos? Tomá nota. Luz, por Luzbelito, la canción, y Patricio Rey por los Redonditos de Ricota. El Indio me enseñó a pensar, a ser libre, a pelearla. Vivir en la calle es para unos pocos.
A Jhony se le llenan los ojos de lágrimas. Es una de las 1.147 personas que viven en la calle, según el último censo hecho por el Gobierno porteño en 2019. Este mes comenzaron a hacer el censo de este año.
Infobae recorrió las calles porteñas durante dos noches.
Noches que con el paso de las horas mutan en un museo espeluznante de cuerpos tapados con frazadas -en el mejor de los casos- que se exhiben no desde la creación, sino desde la desgracia. Cada uno es una pieza en sí mismo. Por la disposición de los cuerpos. La forma que toman: algunos parecieran caer y fundirse del material de la baldosa. Otros parecen hombres ahogados que fueron arrojados por la orilla en una isla de cemento. O sentados con la cabeza hundida en el pecho, como un rezo extraño. Como plantas que se marchitan o quedan torcidas según el clima. Familias que ranchan con sus bebés en pañales. Y el contraste de los bancos, edificios estatales o, por ejemplo, el Cabildo o el CCK iluminados.
En Corrientes y Alem, sobre un colchón sucio de una plaza, sigue viviendo Max Higgins, el jamaiquino que llegó a contratar a Maradona para buscar talentos futbolísticos, además de prometer un Disney argentino, y terminó en la calle pidiendo limosna. “Si me ayudan a sacar el embargo de mi fortuna puedo ayudar a recuperar al país y a Maradona”, dice, sin saber que Maradona murió. Después de monologar con furia, se acuesta, se tapa con una frazada hasta la cabeza y se mueve y habla, como si discutiera con alguien.
Otras personas duermen en camas improvisadas bajo algún puente, como ocurre en Constitución. Allí hay ocho hombres que combaten el frío con maderas que queman adentro de un latón. El líder, así se presenta, es Cristian, que llegó de Ecuador hace 14 años y siempre vivió en pensiones o en la calle. Tienen un televisor. Ahora miran Masterchef. “Es un lujo que tenemos, el fuego y la tele. Yo casi no duermo, dicen que el águila descansa pero nunca duerme”, dice Cristian mientras acaricia a su perra Mora. Cuenta que son cartoneros y que el kilo de cartón cuesta 13 pesos. Para poder hacer 1300 pesos por día, deben caminar doce horas seguidas en busca de lo que ellos consideran oro. “Volvemos cuando llegamos a los cien kilos de cartón. Ahora todo está más duro. Tenemos competencia. Y para colmo de males está la pandemia. Se han muerto muchos compañeros de frío y de Covid. Acá hay muchas familias con hijos pequeños. Nos cuidamos entre todos. A veces no podemos creer la cantidad de comida que tira la gente. ¡En vez de regalarla! Y no saben lo sabrosa que es la pizza cuando le sacás la mugre o la yerba de la basura”.
Rubén, el mayor del grupo, dice que una vez robó fideos de una bandejita en un Restaurante chino “Y el dueño me sacó la comida de la boca y llamó a la Policía”.
Juan, uno de sus compañeros, dice que para la gente ellos son como adornos callejeros. “Somos invisibles, nadie nos escucha ni nos ve. A mí no me gusta pedir”, aclara Juan. Su mirada es cristalina y su boca calla más de lo que habla, como si su silencio dijera que detrás de cada persona que vive a la intemperie hay una desgracia no dicha o una familia perdida.
El pan sagrado y las heridas de Sheyla
De lunes a viernes a las ocho de la noche, en Riobamba y Perón se repite esta escena: en una puerta lateral no habilitada para los clientes, la panadería de la esquina saca una bolsa grande llena de panes. Suele haber una fila de unas 30 personas que viven en la calle. Llegan veinte minutos antes. Y cuando se abre la puerta es como si fuera una campana de largada.
El momento más deseado es cuando un empleado del local apoya la bolsa. Todos se abalanzan para llevarse los panes como sea. A veces hay empujones, personas que apenas alcanzan a manotear un pan y otras con diez panes. O niños que se meten en la bolsa. Cada tanto aparecen facturas.
Cuando la bolsa queda vacía, se dispersan. Juan, un joven de 25 años que vive en la calle hace cinco, va a su refugio de Callao y Corrientes, donde hay dos camas. Allí lo esperan su hija y su esposa. La nena juega con un oso de peluche. “Cada vez hay más personas en la miseria. Nos conocemos todos. Uno se da cuenta quiénes son los nuevitos porque tienen otro olor, están más arreglados. La calle te pasa por encima”, dice.
Claudio Acevedo duerme en un banco de la Plaza del Congreso. Hasta hace cuatro años dice que era técnico industrial. En su bolsa lleva libros para repartir a quienes están en su misma situación. Uno de los autores es Mark Twain. “Me echaron del laburo, invertí la guita de la indemnización y me estafaron. Me separé y quedé en la lona. Reparto libros porque leer o hacer crucigramas ayuda a pasar el tiempo. Quienes vivimos en la calle somos especies de testigos de la vida. No tenemos horario, jefes, nada que nos ate. Pero el precio es alto. Dormimos pese a los ruidos o a los policías que nos molestan porque los llaman los vecinos. Y en el día tenemos que buscar comida, ropa o frazadas”.
A una cuadra, un hombre pelado y tapados con cartones y nailon lee “La máquina del tiempo”, de Herbert George Wells. A la vuelta, una mujer de 38 años pide limosna. Se llama Sheyla y quedó en la calle cuando se peleó con su madre. Tuvo dos infartos.
Suele dormir en los cajeros de los bancos. Dice que para ocupar los bancos con mejor vista o barrio, algunos linyeras cobran un peaje. “Es la paga por protección, se arregla con plata o vino”, cuenta.
Una vecina le lleva ropa usada, pero ella la vende en un privado de la zona.
“Mi vida es una pesadilla”, confiesa entre lágrimas.
Revela que su tío la violaba cuando tenía 12. Lo hacía cuando ella se iba a dormir. El abría la puerta de la pieza y se le tiraba encima, le tapaba la boca y abusaba de ella.
Un día, Sheyla se cansó. Después de comer, se llevó un cuchillo de cocina a la cama. Se hizo la dormida. Cuando su tío entró, se le tiró encima. En ese momento, Sheyla puso el cuchillo de punta. El filo atravesó el estómago de su tío.
-Se levantó y salió corriendo. ¿Podés creer que sobrevivió? -dice indignada.
El hombre se mudó a pocas cuadras. Una vez, Sheyla lo vio sentado en la puerta de una almacén, en una calle de tierra, mientras tomaba del pico de una botella de ginebra. Estaba en cuero y pudo ver la cicatriz que le había dejado la operación. Un agujero cubierto por los puntos.
No todas las heridas hablan del dolor o de una injusticia. La que llevaba el tío de Sheyla era una herida de venganza. El violador tenía la propia marca indeleble de su violación.
“Nunca voy a salir del infierno”, se lamenta Sheyla.
El infierno es la calle amenazante, el desamparo, dormir con un cuchillo por si la atacan, los policías que la echaban del banco. El infierno de tener que dejarse manosear o practicarle sexo oral al dueño de un ciber para que la deje usar Internet por una hora.
Cada expresión de Sheyla parece tallada por la angustia. Una huella mutilada que no se va ni cuando duerme.
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