Se sacude como si lo hubieran atado a una cama de contención. Querría ponerse de pie y correr por el borde del campo de juego para seguir el vaivén de sus muchachos. Pero no puede. La silla de ruedas pesa como plomo y lo mantiene sujeto a cuarenta centímetros del piso. Aún así, el arnés de metal no es suficiente para retenerlo. Los brazos musculosos hacen fuerza sobre las ruedas y la silla se pone en movimiento. Es más, corre. Dracu le grita al lateral que no debe avanzar, al arquero que no retroceda demasiado bajo los palos. Entre tanto, mira la acción que se desarrolla en la otra mitad del campo, donde ni siquiera su vozarrón puede llegar.
La silla de ruedas que lo inmoviliza concentra el peso de su historia. De jefe de una banda a director técnico de un equipo de fútbol, de capo de una pandilla a líder de un club deportivo con cientos de afiliados. Ese ha sido, en pocas palabras, el recorrido de Diego Javier Carrizo, al que amigos y enemigos llaman Dracu.
A qué se debe ese apodo que evoca tenebrosos escenarios de Transilvania, ni siquiera él lo sabe, guía indiscutido de los jóvenes jugadores y aspirantes a tales de Villa La Cárcova, un populoso barrio marginal a treinta kilómetros de Buenos Aires. Ojalá hubiera encontrado algo parecido cuando era niño. Pasaba todo el día en la calle y andaba en cosas poco limpias. No hubiera terminado en medio de una balacera que lo dejó tirado con nueve disparos en el cuerpo y las piernas flojas como un trapo.
Dracu no se resigna a quedar demasiado lejos de la línea de medio campo, donde ahora sus muchachos se mueven con la pelota preparando el ataque a fondo más allá de la línea de defensa contraria. La silla de ruedas parece levitar, salta sobre el pedregullo y adquiere velocidad. La voz persigue a Cariló que corre por la derecha y apunta directamente al arco…
La desgracia ocurrió un día de noviembre de 2001. Dracu tenía 19 años, un hijo de dos a cargo, mucha droga en el cuerpo y un propósito descabellado en la cabeza: asaltar a un empresario en la puerta de su casa para arrancarle el portafolio con la recaudación de la semana. Un trabajito fácil como muchos otros que acabaron bien antes de ése, facilitado por un soplo oportuno. Pero el asalto se complicó a último momento. Él y sus cómplices no habían previsto la presencia de un guardaespaldas…
Dracu llega a tiempo al centro de la cancha para ver al Pelado esquivar al lateral y picar hacia el centro del área haciendo honor a su fama de velocidad, que ya atrajo la atención de los buscadores de talentos del River jr. Le grita que pase la pelota, Caipiriña y el Loco están a su izquierda, y él lo hace. Cuando se la devuelven, la parada de pecho no es impecable pero la pelota baja por el empeine. El tiro es bueno, lástima que no sea lo bastante fuerte para quemar al arquero que se estira hacia el poste derecho y la atrapa.
Se empieza de nuevo.
Dracu trata de escapar, la policía lo persigue, se aplana contra una pared, pero no basta. Los ojos del policía se clavan en los suyos. Un maldito proyectil en la ingle, el primero de nueve, lo deja en el piso sangrando. Los otros no alcanzaron a liquidarlo pero los daños son irreversibles. Empieza el calvario: estudios, radiografías, el hospital, las reiteradas cirugías, la parálisis permanente, la cárcel.
El silbato del árbitro detiene la acción. Dracu aprovecha para acercarse al área de juego. Susurra algo ininteligible, pero no para el Pelado, que camina hacia el centro habiendo entendido muy bien la directiva que le han dado. Caipiriña va hacia el centro, el Flaco retrocede y el Zurdo y Changuito se mueven dos pasos a la derecha.
Ese desgraciado momento, que lo dejó entre la vida y la muerte, también fue el comienzo de algo diferente. Que adquirió sentido mucho tiempo después, cuando recuperó la libertad y se encontró con un sacerdote que acababa de llegar a la villa. Dracu recuerda muy bien aquella sofocante tarde de enero de 2014. Una especie de undécima hora en su vida. El sacerdote lo invita a un campamento en la costa atlántica con otros jóvenes. Allí, frente al mar de San Clemente, en un momento de descanso, empiezan a hablar sobre qué se puede proponer a los jóvenes que pasan el tiempo vagando por las esquinas, expuestos a la droga, al alcohol, a las incursiones de las bandas. Se habla de un futuro club deportivo. El deporte atrae, aún a los más desenfrenados, a los que ya van por mal camino, a los que casi tienen un pie en la tumba. Es una escuela de vida formidable, insiste el sacerdote, que ya ha experimentado su eficacia en otra zona marginal de Buenos Aires.
El gol llega en el segundo asalto. Esta vez es el Pelado el que tira al arco desde poca distancia, después que Caipiriña le pasó la pelota. Dracu estalla de felicidad. La silla de ruedas se balancea bajo el peso de su mole enloquecida.
Desde entonces, desde aquel campamento a la orilla del mar, entre las ruinas de una iglesia a cien metros de la playa, la misión de Dracu es impedir que otros muchachos de la villa tomen el mismo camino, el viejo, el de robos, violencia y droga. No siempre lo ha conseguido, algunas historias terminaron mal, a algunos se los volvió a tragar la calle, el paco, el dinero fácil; algunos terminaron de nuevo ante el juez de menores o detrás de las rejas de una cárcel, pero otros muchos entregaron sus mejores esfuerzos al club deportivo y a los entrenamientos que él dirige. Lo hace metódicamente, los convoca todas las tardes en un campito polvoriento en el límite de la villa, arrancado a su destino de basural.
La pelota está en la mitad de la cancha, los muchachos de Dracu retoman posiciones en el mediocampo. El silbato del árbitro vuelve a poner a todos en movimiento. También a Dracu, que ahora conversa con el masajista previendo las primeras lesiones musculares por el esfuerzo prolongado.
Con entrenamiento, disciplina y trabajo de equipo llegan las primeras satisfacciones. Dos veces consecutivas Dracu llevó a sus muchachos al mítico estadio de Boca, Alberto José Armando, universalmente conocido como La Bombonera. Clasificaron primero y segundo en un torneo de clubes deportivos como el suyo. Inolvidable la tarde del 12 de diciembre de 2017, día dedicado a los enloquecidos fanáticos xeneizes de un Maradona que todavía estaba vivo. En el templo de Boca Jr. se juega la final de un campeonato de equipos de barrios populares de Buenos Aires y sus alrededores. El estadio está colmado, vibrante de cantos y de fiesta. Quince colectivos de villeros van a aplaudir a los muchachos de Dracu. Otras decenas de miles se unen a ellos en una tarde inolvidable que terminó en el podio.
[FOTOS: Marcelo Pascual]
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