Cuando el lunes 5 de febrero de 1821 las autoridades ingresaron al cabildo no lo podían creer. Hallaron rotos los candados que aseguraban la caja de caudales. Habían robado el oro sellado, aunque dejaron la plata. Sustrajeron en total 3247 pesos, tres cuartillas de real y un escudo de oro destinado para el primer vacunador. Al día siguiente, hubo una reunión en la casa del gobernador por la inseguridad. Ni al Cabildo respetaban.
La inseguridad, tanto en la ciudad como en las afueras, parecía fuera de control.
En la época de la Buenos Aires post colonial había que vigilar una zona que iba de la costa del río hasta lo que hoy es Entre Ríos - Callao y desde Retiro hasta la calle Brasil. Unas cuatrocientas manzanas, muchas de ellas poco pobladas.
Desde la Revolución de Mayo la ciudad estaba dividida en 33 cuarteles. Estaban los alcaldes de barrio, vecinos nombrados por el Cabildo que atendían cuestiones relacionadas a la población. A partir de 1812 los alcaldes de barrio pasaron a estar a las órdenes del intendente de policía.
Las calles eran propicias para el delito ya que no estaban iluminadas. Se había dispuesto que entre las 8 y las 12 de la noche se usasen candilejas o mechas colocadas en tarros alimentados con aceite o grasa de potro.
Esta ola delictiva en la ciudad se sumaban los malones indígenas en la campaña. Se resolvió crear una compañía de cien hombres al que se le dio el nombre de “Blandengues veteranos del cuerpo de hacendados”, y se les pagaría con un fondo que surgiría del impuesto de 2 reales por cada cabeza de ganado que se vendiera.
La inseguridad no era un tema nuevo. Ya en 1811 el Primer Triunvirato, conformado por Feliciano Chiclana, Manuel de Sarratea y Juan José Paso había dispuesto que quien perpetrase un robo calificado con violencia, escalamiento o falseando puertas de cualquier modo y por cualquier cantidad que fuese, fuera condenado a la horca. Esto es, pena de muerte a quien entraba a robar a una casa. Y si no calificaban los agravantes de calificación, pero lo robado llegaba a los 100 pesos, también al culpable le correspondía la horca. En el resto de los casos se les aplicaba diez años de cárcel y trabajo en obra pública. Esta medida abarcaba a los delitos cometidos hasta 12 leguas a la redonda.
“De resultas de los muchos ladrones y robos que se están experimentando en esta ciudad, con tanto escándalo, que no está seguro ningún vecino en su casa, pues en partidas de veinte o más hombres armados de armas de fuego se entran en las casas valiéndose del nombre de la justicia atropellan a sus dueños y los roban”, escribió en sus memorias Juan Manuel Beruti.
El gobierno dispuso que los procesos judiciales entre la acusación y la condena no se excediesen de los diez días. Se buscaba sustanciar sumariamente los delitos y “en el menor término posible juzgar, sentenciar y ejecutar, sin demora y de un modo que sea capaz de contener y escarmentar a los fascinerosos”.
El Segundo Triunvirato creó una Comisión de Justicia que sería disuelta meses después. En 1812 Juan Larrea, Hipólito Vieytes y José Moldes elaboraron el Reglamento Provisional de Policía, sancionado en diciembre de ese año. Se creó la figura del intendente general de policía. Entre otras cuestiones, velaban por la seguridad, supervisaban las obras de teatro y controlaban a las comunidades de negros, especialmente cuando hacían sus festejos.
Este cuerpo estaba integrado por tres comisarios -figura de reciente creación- los alcaldes y una fuerza uniformada y armada llamada “partida celadora”, compuesta por 100 hombres para el cuidado de la ciudad y sus alrededores. A estos celadores se le proveían de armas y de caballos y debían responder por ellos.
Todos se quejaban de que “la tranquilidad y el orden público en la escandalosa multitud de robos y asesinatos que a todas horas y diariamente se cometen en esta ciudad y sus extramuros”. El combate del delito ya era una prioridad.
Las quejas apuntaban a que el crecimiento de la ciudad no era acompañado por las medidas de seguridad adecuadas. Se insistía en la necesidad de prevenir, más que castigar. Como si el tiempo no hubiera pasado, ya entonces se solicitaban que hubiera recorridos nocturnos por las calles.
En 1822 había tres comisarios. Uno de ellos era el comerciante Miguel Antonio Sáenz, hermano del presbítero rector de la Universidad de Buenos Aires. Se encargaba de la tesorería, mientras que Francisco Doblas se ocupaba de la vigilancia en la vía pública y del control de las carretas.
Bernardino Rivadavia había jurado como ministro de gobierno del gobernador Martín Rodríguez el 19 de julio de 1821. Llevó adelante diversas reformas, y en el área de seguridad propuso distintas medidas, como la construcción de dos cárceles para la ciudad. Ya entonces el diario El Centinela denunciaba que la cárcel no debía ser un depósito de delincuentes “sino de hombres prevenidos de crimen, pero cuya criminalidad aún no está averiguada”.
Luego de evaluar en forma negativa el desempeño de la policía hasta entonces, instruyó a Joaquín de Achával llevar adelante la tarea de lucha contra el delito.
Achával había nacido el 13 de febrero de 1795 en Sucre, Bolivia. Reconocido comerciante, en 1819 había sido nombrado Regidor en el Cabildo, cargo en el que fue reelecto el 1 de enero de 1821. El 15 de junio sería nombrado primer jefe de policía, con un sueldo de dos mil pesos al año. Rivadavia le encomendó dividir la ciudad en cuatro departamentos o secciones y ponerse a trabajar.
La tarea que tenía por delante era inmensa. Debía controlar a la población, mantener el orden y la circulación urbana. Para desarrollar la actividad, Achával nombró comisarios a Miguel Antonio Sáenz, Prudencio Sagari, Agustín Herrera y Modesto Sánchez. Ellos debían vigilar ocho cuarteles. Al año siguiente se incorporó la figura del médico de policía. El primero fue el francés Jean André Durand, que había sido cirujano en el ejército napoleónico y que en la universidad que se acaba de fundar era profesor de obstetricia. Se dedicaban a tareas forenses y, por ejemplo, a las campañas de vacunación. También se establecieron los comisarios segundos y los celadores. En total había seis comisarios en la ciudad y ocho en la campaña.
Reactivó el sistema de celadores, que entre otras funciones cuidaban a los presos que eran llevados a trabajar en la obra pública, y la figura del sereno, que recorría las calles por las noches, actividad que antes la hacían vecinos preocupados por la inseguridad.
En el decreto del 31 de mayo de 1822 se obligaba a todo habitante a cooperar para evitar un delito y para aprehender a quien lo cometa. Si se comprobaba que alguien no había colaborado sufría un arresto de 24 horas y si se demostraba su renuencia se lo ponía a disposición de la justicia ordinaria donde juzgado de acuerdo con el delito cometido.
Faltaba lo más importante, conseguir una sede adecuada. Gracias a la reforma eclesiástica aplicada por Rivadavia, muchos edificios pertenecientes al clero pasaron al Estado. En marzo de 1823 se decidió que la casa central de policía se estableciera en el Antiguo Seminario Conciliar, un edificio muy venido a menos que desde 1774 funcionaba frente a la Plaza de la Victoria, junto al Cabildo. Al lado estaba la casa del francés Pedro Duval, un traficante de esclavos. En esa casa vivió un tiempo José de San Martín.
A partir de 1856 comenzaron a funcionar en despachos del primer piso de la sede policial la municipalidad. El edificio -que ocupaba parte del solar donde se levanta el Palacio Municipal- fue demolido para abrir la avenida de Mayo.
Fue el propio Achával quien redactó las instrucciones a cumplir por la policía. Le correspondía el reclutamiento de vagos para el ejército o para emplearlos en la obra pública. Velaba por el aseo y la construcción de edificios, perseguía los juegos prohibidos y hacía cumplir la disposición que impedía llevar cuchillo u otra arma en los días festivos. También que se cumpliese el abasto de carne y de pan y, en la campaña, cuidaba de evitar excesos en la caza de nutrias, perdices y avestruces.
A medida que Achával avanzaba en su tarea, se puso en marcha una maquinaria administrativa que generaba documentos. Decidió diseñar un logo para la institución. Eligió incorporar el dibujo de un gallo como símbolo de vigilancia y de estar alerta. Cuando alguien preguntaba por una persona y le respondían que estaba en “el hotel del gallo”, se sabía que había sido detenido por la policía.
En 1823 Achával fue reemplazado por José María Somalo. Tres años después aparecerían los primeros edificios para las comisarías. El delito continuó, las medidas de prevención se sucedieron, se reclamaban más cárceles y castigos y uno percibe que en ese corto viaje en el tiempo, lamentablemente el presente no suele mostrarnos una pintura muy diferente.
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