“Un momentito, señor”.
La frase ya es leyenda. Cuando Adolf Eichmann la oyó, cerca de las ocho y media de la noche del 11 de mayo de 1960, hace 61 años, y mucho más cerca de su casa de la calle Garibaldi, en San Fernando, supo que lo habían cazado. No supo hasta después quiénes eran los cazadores, pero sí supo que su larga huida había terminado, que el escudo que le había dado la Argentina había sido vulnerado, que el falso nombre de Ricardo Klement que ocultó su identidad desde que salió de Europa ya servía de nada, y debe haberse preguntado qué iba a ser ahora de su vida. Tenía 54 años.
No tuvo tiempo de pensar muchas más cosas: en menos de diez segundos había sido derribado, alzado, empujado al interior de un coche, un tipo se le había sentado encima y, en perfecto alemán le había dicho: “Un sonido, y estás muerto”.
Eichmann estaba en manos de un comando del Mossad, el servicio de inteligencia del flamante estado de Israel, que había nacido en mayo de 1948. Lo buscaban porque lo consideraban, y lo era, responsable de la muerte de cientos de miles de judíos a manos de las tropas alemanas de Adolfo Hitler durante la Segunda Guerra Mundial. ¿Fueron millones? Para la conciencia orgullosa de Eichmann, lo fueron.
Alguna vez dijo que se iría sonriendo a la tumba, “porque la sensación de que llevaba a cinco millones de personas en la conciencia le causaba enorme satisfacción”, según narró Dieter Wisliceny, uno de sus antiguos camaradas.
El ex jerarca nazi, uno de los jefes militares que el 20 de enero de 1942, en Wansee, a orillas del lago Wann, decidieron la exterminación de todos los judíos de Europa, estuvo nueve días cautivo en Argentina, en manos del comando israelí. Fue sacado del país bajo la máscara de un mecánico aéreo borracho, subido a un avión de la línea aérea israelí El Al, el primero que llegó a la Argentina con la delegación que participaría de los festejos del Sesquicentenario de la Independencia; fue conducido a Jerusalén, juzgado, ahorcado, incinerado y sus cenizas arrojadas fuera de las aguas territoriales de Israel.
La historia de su identificación y captura contiene todavía aspectos desconocidos, otros poco conocidos y otros en riguroso secreto pese al paso de más de medio siglo. Eichmann gozó en la Argentina de una protección impresionante. Parte del poder político, en especial el del gobierno de Juan Perón de los años 50, conocía la identidad de los nazis escondidos en el país, a los que además, había ayudado a llegar. Entre ellos estaba Josef Mengele, el sádico médico de Auschwitz, que conoció a Perón y que se veía con Eichmann en un restaurante de típico ambiente bávaro de la calle Lavalle, el ABC.
Eichmann tuvo la protección del entonces embajador alemán en Argentina, Werner Junker, que negó conocerlo cuando en verdad le había facilitado pasaportes alemanes a Vera Eichmann y a sus cuatro hijos, el último nacido en la Argentina. Junker conocía muy bien a Willem Sassen, un nazi amigo de Eichmann con quien mantuvo largos diálogos en Argentina, volcados después en un estremecedor testimonio sobre el Holocausto. Cuando la hijastra del embajador Junker quiso incursionar en periodismo, el diplomático la puso en contacto con el diario alemán Freie Presse, cuyo jefe de redacción era Wilfred von Oven, ex asesor de prensa de Joseph Goebbels, ministro de propaganda de Adolf Hitler y del nazismo.
Sassen y Eichmann, dos nazis furiosos, mantenían una diferencia de conceptos. Sassen quería resucitar, para Alemania y el mundo, el espíritu nacionalsocialista del nazismo: Para eso necesitaba despegar la figura de Hitler del horror del Holocausto. Eichmann, en cambio, estaba orgulloso de haber seguido al pie de la letra los deseos de Hitler de eliminar a todos los judíos de Europa. Ambos, Sassen y Eichmann, se movieron a sus anchas en aquella Argentina del segundo gobierno peronista y tampoco fueron incomodados después, durante la dictadura de la Revolución Libertadora y en los primeros años del gobierno de Arturo Frondizi.
En cambio, nadie protegió a Eichmann de sus captores, en especial a quien aquella noche de hace sesenta y dos años, le dijo las únicas tres palabras en español que había aprendido: “Un momentito, señor”. Era Peter Zvi Malkin, un judío polaco de 33 años que, cuando era un chico y junto a parte de su familia, había huido del dominio nazi rumbo a Palestina. Su hermana, Fruma, sus tres hijos y otros ciento cincuenta miembros de su familia, murieron luego en los campos nazis instalados en Polonia.
Malkin fue reclutado primero por las milicias clandestinas judías de Palestina y, en 1950, cuando tenía 23 años, había nacido el 27 de mayo de 1927, se incorporó al naciente servicio secreto israelí como experto en explosivos y en artes marciales. Esto último lo hizo el candidato ideal para apresar a Eichmann en San Fernando.
Malkin y Eichmann lucharon muy poco después de que Malkin le hablara en español, había ensayado la frase durante semanas, y le aferraba la muñeca derecha. Cayeron ambos a una zanja y Malkin alzó a Eichmann de inmediato para meterlo en uno de los dos autos usados en la captura.
El agente israelí llevaba sus manos enguantadas porque sentía asco de tocar a Eichmann: “Yo no iba a taparle la boca con mis manos a quien dio la orden de asesinar a mi hermana, a sus hijos y a tanta gente”, escribió en su imperdible Eichmann in my hands, un relato en primera persona de la captura del jerarca nazi. Los guantes de Malkin se exhiben hoy en el Museum of Jewish Heritage de Nueva York, donde Malkin murió en marzo de 2005.
Uno de los secretos mejor guardados hasta hoy sobre la captura de Eichmann, es la casa donde estuvo cautivo durante nueve días. El equipo del Mossad llegó a la Argentina el 1 de mayo de 1960, tenían alquilados siete “pisos francos”, departamentos y casas seguras. Uno de ellos llevaba el nombre hebreo de Maoz, Fortaleza, y sirvió como base de operaciones. La vivienda destinada a albergar a Eichmann se llamó Tira, Palacio, y el resto estaba reservado a la eventual necesidad de trasladar a Eichmann y los agentes tenían alquilados al menos una docena de autos destinados a moverse por la ciudad, dos se reservaron para el momento de la captura.
Otro de los secretos jamás revelados por el Mossad remite al indudable apoyo local que recibieron los agentes que capturaron a Eichmann: ninguno hablaba español con fluidez, no conocían ni la ciudad ni sus suburbios, para el alquiler de casas y vehículos precisaron como el aire de la ayuda local. Y sólo se conoce el nombre de una persona que les dio apoyo.
En cuanto a la casa donde estuvo recluido Eichmann sólo pervive un boceto que trazó Malkin, junto con un plano de la casa de la calle Garibaldi, y que publicó en su libro junto con un dato incierto e incontrastable sobre la ubicación de “Tira”: quedaba a cinco kilómetros del lugar del secuestro. Y nada más.
En esa casa hicieron desnudar al cautivo, comprobaron que había borrado de su axila un tatuaje, su número en las SS, lo midieron para comparar esos números con una ficha de archivo también de las SS y le preguntaron su nombre. Respondió en español y con el nombre falso. “No –le dijeron- su nombre en alemán”. Después de algunas negativas, admitió con voz enérgica: “Soy Adolf Eichmann”.
En 1957 el Mossad recibió una noticia que sacudió a la inteligencia israelí: Eichmann había sido visto en la Argentina. A partir de entonces, los israelíes empezaron a diseñar un plan para capturarlo. Tenían la certeza, y así lo explica Gordon Thomas en Mossad – La historia secreta, de que Argentina era “un santuario de nazis”, que cualquier intento de extraditarlo haría que Eichmann se esfumara, y que el equipo encargado de la captura podía terminar encarcelado o muerto en su intento. Igual, encararon primero la identificación indudable y, luego, el plan de secuestro.
La CIA también sabía, o creía que merecía la pena investigarlo, que Eichmann vivía en la Argentina bajo nombre falso. El dato llegó a la agencia de inteligencia americana a través de uno de sus agentes en Múnich, que tuvo acceso a un informe del Servicio Federal de Inteligencia alemán (BND). El documento aconsejaba interrogar en Buenos Aires al editor de un periódico alemán sobre la dirección exacta de Eichmann. Para 1958, la Oficina Federal de Defensa de la Constitución de Alemania (BfV) tenía datos más precisos. El 11 de abril de ese año eleva un informe al Servicio Exterior que dice: “Según información disponible no confirmada, un tal Karl Eichmann (no hay más datos personales) organizador de deportaciones de judíos durante el Tercer Reich, huyó en los años posteriores al colapso bajo el nombre de CLEMENT hacia la Argentina, pasando por Roma. Allí está en contacto con Eberhard Fritsch, copropietario de la editorial Dürer y editor del diario Der Weg en Buenos Aires y frecuenta los círculos de ex miembros del NSDAP”, por el Partido Nacionalsocialista Alemán.
Salvo el error leve en el apellido Clement por Klement, y un dato anacrónico, Fritsch ya no vivía en Buenos Aires, el informe es de una certeza impresionante. El BfV comete un solo error de apreciación: cree muy útil que la embajada alemana en Buenos Aires diera datos sobre este hombre, porque es muy probable que fuese el coronel Adolf Eichmann. Era Eichmann. Pero el embajador en Buenos Aires era Junker, aquel que había facilitado los pasaportes para la mujer y los hijos de Eichmann. La respuesta de la embajada alemana, dos meses después, es increíble: “Las encuestas sobre la persona buscada, ya sea bajo el nombre de Clement, o bajo otros nombres, no han dado resultado hasta ahora”.
El 6 de diciembre de 1959, el primer ministro israelí, Ben Gurión, encargó al jefe del Mossad, Isser Harel, que identificara a Eichmann sin posibilidad de error y diseñara un plan para capturarlo. Fue el día en que, de manera oficial, empezó la cacería. Fue un sobreviviente de Dachau, ciego a causa de las torturas nazis, quien identificó a Eichmann. Se llamaba Lothar Hermann y su hija, Silvia, había iniciado una relación, amistad o noviazgo, con Klaus Eichmann, hijo del jerarca nazi. Por las cosas que le contó su hija, Hermann dedujo que su eventual futuro consuegro era el criminal de guerra más buscado por Israel.
En enero de 1958 el Mossad envió a Buenos Aires al agente Emanuel Talmor para que investigara si Eichmann vivía en una casa de la calle Chacabuco, en Vicente López. No hubo resultado alguno, aunque Eichmann sí había vivido allí. En marzo, otro agente del Mossad, Ephrain Hofstaedter, se encargó de entrevistar a Hermann, que vivía en Coronel Suárez, y ante quien se presentó con un nombre falso y como ayudante del fiscal del estado de Francfort, donde Hermann había denunciado a Eichmann. Pese al empeño del ex preso de Dachau, al agente israelí, y luego también al Mossad, le pareció muy poco probable que un hombre ciego, que vivía a más de cuatrocientos kilómetros de Buenos Aires, hubiera dado con la pista del criminal de guerra más buscado en el mundo y a solo trece años de su huida de Alemania. Y sin embargo, Hermann tenía razón.
Para cumplir el mandato de Ben Gurión, en febrero de 1960 Harel envió a Buenos Aires a Zvi Aharoni, que ya había estado en la Argentina en marzo del año anterior, por otra misión, y tenía algunos contactos importantes. Fue a buscar a Eichmann a la casa de la calle Chacabuco, pero la familia ya no vivía allí. Un truco le permitió descubrir el nuevo domicilio, en la calle Garibaldi de San Fernando, y otro truco le permitió fotografiar a aquel hombre que se hacía llamar Ricardo Klement y trabajaba para la Mercedes Benz. Las fotos ya eran prueba suficiente, pero Aharoni buscó una nueva confirmación irrefutable.
El 21 de marzo, los Eichmann cumplían 25 años de casados, la austera celebración del matrimonio fue vista a través de una de las ventanas de la casa, y desde lejos, por el agente israelí, acostado en el terraplén del ferrocarril vecino. Aharoni no pudo evitar pensar en los miles de judíos deportados por Eichmann a los campos concentración y se dijo: “Hijo de puta… Siempre los trenes”.
Uno de los más importantes contactos de Aharoni en Buenos Aires era José Moskovits, presidente de la Asociación Israelita de Sobreviviente de la Persecución Nazi. En mayo, ya con el equipo del Mossad completo en Argentina, Moskovits, húngaro de nacimiento, se iba a encargar de alquilar algunas casas y vehículos. Era un tipo muy hábil y hasta había hecho buenos contactos con la embajada alemana en Buenos Aires, el feudo de Junker, y acompañó a Aharoni en una visita a la legación alemana. El agente israelí llevaba un pasaporte, falso, que lo identificaba como representante del departamento de Finanzas del Ministerio de Relaciones Exteriores de Israel.
En la noche del 11 de mayo de 1960, cuando Eichmann no llegó a casa, su mujer alertó al mayor de sus hijos. De inmediato la casa de la calle Garibaldi se llenó de gente. Klaus Eichmann recordaría luego, con orgullo, que “un grupo juvenil peronista de más de trescientos hombres” se ofreció para custodiar a la familia y para dar incluso con el paradero de Eichmann. Los aguerridos jóvenes también planearon el secuestro del embajador israelí en Buenos Aires, o un ataque a la Embajada. Los historiadores los ubican enrolados en el entonces Movimiento Nacionalista Tacuara y en la Guardia Restauradora Nacionalista, dos grupos ultranacionalistas y de indudable filiación pro nazi.
No hay evidencia alguna de que el gobierno argentino, sus servicios de inteligencia, la Policía Federal, la embajada alemana en Buenos Aires, los grupos nacionalistas locales, los refugiados nazis y los nostálgicos del NSDAP, hayan sospechado que quien tenía cautivo a Eichmann era el Mossad. El 23 de mayo, cuando Ben Gurión anunció en el Parlamento israelí que Eichmann había sido capturado y era llevado a Israel, su mensaje sorprendió al mundo. Desató un escándalo internacional tan fogoso como breve. El gobierno de Arturo Frondizi llamó a su embajador en Israel, declaró persona no grata el embajador israelí en Buenos Aires, denunció una flagrante violación de la soberanía, un hecho indiscutible y, en cuestión de días, la fogosidad se extinguió: al país no le convenía que se ventilara ante el mundo el refugio que había dado a los criminales de guerra nazis. Uno de ellos, Joseph Mengele, entendió lo que se venía y huyó de la Argentina para instalarse primero en Paraguay y luego en Brasil.
En manos de sus captores, Eichmann fue interrogado sobre Mengele, a quien conocía, pero dijo no saber nada. Hasta el implacable Malkin le creyó y Mengele se lo agradeció el resto de su vida. El comando del Mossad había demorado de modo temerario su estada en la Argentina con la idea de capturar también a Mengele, hasta que después de varias fuertes discusiones, concluyeron que era mejor partir con Eichmann en el avión Britannia de El Al, comprado con fondos del Mossad para cubrir el largo viaje entre Israel y Buenos Aires. Uno de los jefes del grupo, Rafi Eitan, contaría luego: “Mandamos a alguien a Inglaterra a comprarlo. Entregó el dinero y nos quedamos con el avión. Así de sencillo. Llevamos a la delegación israelí a los festejos del ciento cincuenta aniversario de la Revolución de Mayo. Ninguno de los delegados supo nunca a qué íbamos. Ni tampoco que habíamos construido una celda especial en el fondo de la nave para llevar a Eichmann.”
Sólo un agente del Mossad, llamado Hans, un nombre falso, podía interrogar a Eichmann que, ya en las primeras horas de cautiverio, cuando supo que estaba en manos de israelíes, empezó a diseñar su nuevo retrato: de nazi convencido y orgulloso, feliz de ir a la tumba con cinco millones de muertos judíos en la conciencia, a “un simple engranaje” en la gigantesca maquinaria de guerra de Hitler, la imagen en la que creyó la filósofa Hanna Arendt.
Pese a la prohibición de interrogar a EIchmann, Malkin quería saber qué había en la mente de un hombre capaz de enviar a la muerte a tanta gente. En su libro reveló que fue Eichmann quien le habló primero porque había reconocido en su voz al hombre que lo había capturado. Ambos mantuvieron un largo diálogo.
Malkin le dijo que durante los días de vigilancia previos a la captura, lo había visto abrazar a su hijo. Eichamn se sobresaltó: “¿Lo mataron?”, preguntó. Malkin le dijo que no tenían nada contra su familia. Y que tampoco querían matarlo a él, sino llevarlo a Jerusalén y le preguntó por qué pensaba Eichmann que su hijo estaba vivo y los hijos de su hermana, no. “Eran judíos, ¿no? Ese era mi trabajo –contestó Eichmann– ¿Qué podía hacer? Yo era un soldado. Usted también es un soldado y me capturó porque le dieron la orden. Usted sigue una orden”.
Malkin le dijo entonces que no eran comparables las órdenes de ambos. “Yo no maté a nadie –dijo Eichmann– Sólo fui responsable del transporte de esa gente”. “Pero, ¿adónde los mandaste? –le soltó Malkin– ¡A los campos de concentración, a la muerte! ¡Mujeres, chicos, mi hermana, sus hijos…!”. “Creéme – le dijo Eichmann– yo no tenía nada contra los judíos.”
El día de su ejecución, el 31 de mayo de 1962, Eichmann ya había dejado de lado el papel de inocente burócrata de la muerte y había tornado a ser quien siempre fue. Sus palabras finales fueron: “Dentro de muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos. Tal es el destino de todos los hombres. ¡Viva Alemania! ¡Viva Argentina! ¡Viva Austria! ¡Nunca las olvidaré!”.
Fue un gesto teatral frente a lo irremediable. Segundos antes, rumbo al cadalso de la prisión de Ramla, se había topado con Rafi Eitan, uno de sus captores en Buenos Aires. Lo miró fijo y, furioso, le dijo: “Llegará la hora de que me sigas, judío”. Y Eitan, con calma, le respondió: “Pero no es hoy, Adolf… No es hoy”.
Y lo mandó a la horca.
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