Los tres rostros de la victoria asomaban en la tarde del martes 8 de mayo de 1945 en la tapa del Suplemento de la Victoria editado junto con el vespertino porteño Noticias Gráficas: en el medio Winston Churchill, a su izquierda Harry Truman y a la derecha .en el diario- Iósif Stalin. Los jefes de Estado de Gran Bretaña, Estados Unidos y la Unión Soviética lucían en un collage que debajo tenía una inmensa V. El título fue “Por un mundo mejor” y en su página 2 había un homenaje a Franklin D. Roosevelt, el presidente norteamericano que, 35 días antes, dijo: “Siento un inmenso dolor en la parte trasera de la cabeza” y murió horas después dejando a Truman al frente de la Casa Blanca.
“A las 19,01 -hora argentina- debe cesar el fuego”, decía la portada. Las primeras invasiones de la Wehrmatch habían comenzado casi seis años atrás, cuando el 1° de septiembre de 1939 Alemania invadía Polonia. A esa hora, debían dejar de contarse los muertos. Años después, las víctimas fatales se cifraron en alrededor de 60 millones.
A la mañana, La Prensa -en ese tiempo uno de los diarios de mayor circulación en la Argentina– titulaba: “Desde Alemania se anunció la muerte de Hitler y su reemplazo por el Almirante Karl Doenitz”. En la bajada se daban precisiones de la situación con la típica y enrevesada redacción de la época: “Tanto en Berlín como en otros sectores realizaron los rusos nuevos avances” y agregaba en tipografía de menor cuerpo: “En el norte del Reich rebasaron los Aliados a Hamburgo y en el sur progresan hacia Linz”. Llamativamente, el diario no informaba sobre ninguna reacción –ni del gobierno ni de la sociedad– frente a los hechos.
Noticias Gráficas registró que la primicia del fin de la guerra había sido dada por el jefe de los corresponsales de Associated Press en Londres el lunes 7, 24 horas antes. El periodista era Edward Kennedy, homónimo del senador cuyo hermano John Fitzgerald sería consagrado presidente años después y asesinado en Dallas el 22 de noviembre de 1963. Por esas curiosidades, el periodista Kennedy moría exactamente una semana después del magnicidio.
“Los tres grandes ganaron la guerra, pero ya no existen los tres grandes”, comenzaba el artículo de Noticias Gráficas y así resaltaba el papel de Roosevelt en el entendimiento que habían sellado en febrero de ese año en Yalta para que el fin del conflicto congelara el abierto enfrentamiento ideológico entre comunistas y capitalistas. “Nadie ignora cuánto se le debe -decía el editorial-. Otro hubiera sido el rumbo de la humanidad si Roosevelt no hubiera creado las condiciones precisas”.
Aunque la mayoría de las notas resaltaban a las fuerzas británicas y norteamericanas, no faltó el artículo de reivindicación de la figura destacada de la Unión Soviética, titulado “Stalin, el conductor de Rusia” y relataba, en clave de elogio, la vida de quien ya se convertía en el adversario del llamado “mundo occidental”: el fin de la Segunda Guerra era, al mismísimo tiempo, el inicio de la Guerra Fría.
El vespertino, en base a un cable de Associated Press, advierte que el corresponsal de la agencia Tass aseguraba que un general soviético -cuyo nombre no reveló- confirmaba la muerte del Füher: “Habían encontrado el cadáver de un hombre perforado de bala y bastante castigado identificado con Adolf Hitler”. Lo que ese día se daba por cierto durante años quedó en suspenso, plagado de versiones, se confirmaba recién en 2018 por un estudio de pruebas dentales. Noticias Gráficas decía que “fotógrafos rusos tomaron fotos del cadáver desde todos los ángulos”.
Como pocas veces, las páginas de los diarios nacionales estaban recargadas de noticias internacionales. Sin embargo, también registraban los festejos de ese día en la Argentina. “La población pugna en las calles por adquirir banderitas aliadas”, decía el vespertino, al tiempo que destacaba: “Un grandioso acto se llevó a cabo esta mañana en El Ópera” y mostraba las fotos del teatro colmado de gente y en el escenario estaban los representantes diplomáticos de numerosos países europeos y americanos con sus banderas detrás. En páginas interiores se anunciaba que en ese teatro, dos días después, se proyectaría Santa Cándida con Niní Marshall.
Un poco de historia
Comenzaba 1945 y en Buenos Aires, Edelmiro Farrell llegaba a diario a la Casa Rosada con su traje y su gorra de general de claro corte prusiano. Sin embargo, cuando miraba los cables que llegaban desde las embajadas era evidente que se aproximaba un cambio en el escenario mundial.
Farrell estaba al frente de una Argentina que no sufría en carne propia la gravedad de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, su inserción con las potencias no era sencilla. Su tradicional dependencia de Londres –asociada a la provisión de carnes principalmente- chocaba con las aspiraciones de Estados Unidos de que la Argentina se alineara con Washington, la potencia ascendente que con Franklin Delano Roosevelt daba una vuelta más de tuerca a la doctrina Monroe.
Así como Brasil se había comprometido con tropas en el frente europeo, los militares llegados al poder en junio de 1943 estiraban la “neutralidad” de un modo que ponía muy nerviosa a la Casa Blanca.
En enero de 1945, con un crudo invierno en el este europeo, Iósif Stalin y los mandos del Ejército Rojo decidieron avanzar con la misma velocidad que las tropas de Adolf Hitler lo habían hecho en junio de 1941, en pleno verano y con el factor sorpresa, ya que Stalin se resistía a creer en un ataque alemán pese a que uno de sus mejores agentes, Richard Sorge, instalado en Tokio, le había advertido que Japón no atacaría a la Unión Soviética y lo instaba a transportar los ejércitos desde el mar de China hacia el frente oeste, donde la Wehrmatch avanzaba a toda marcha.
El resultado de las malas decisiones de Stalin significó un avance feroz de los tanques alemanes y generaron las batallas más sangrientas de la Segunda Guerra.
Aunque nadie había podido contra la maquinaria bélica alemana, el mariscal Georgi Zhúkov había decidido devolverle a los alemanes con la misma moneda recibida en el verano del 41. Zhúkov, de origen campesino, tenía un talento militar alimentado por sus recientes experiencias en puestos de comando en las batallas de Moscú cuando los alemanes llegaron a la capital de la Unión Soviética en octubre de aquel 1941. Y pudieron evitar la toma de esa ciudad. Luego estuvo nada menos que en Stalingrado, en Leningrado y en Kursk. En dos años, había aprendido a resistir hasta poder tomar la iniciativa.
En enero de 1945, y pese al recelo permanente de Stalin sobre él, Zhúkov, por primera vez, pudo planear una ofensiva ambiciosa: con los ejércitos soviéticos ya instalados en Polonia, avanzar hasta Alemania y no parar hasta la toma de Berlín.
En paralelo y con alto grado de competencia con los soviéticos para ver quién llegaba primero a la capital de Alemania, los ejércitos del Reino Unido y de los Estados Unidos habían logrado éxitos importantes: a mediados del 43, los tanques del mariscal Erwin Montgomery se imponían en el norte de África con participación activa de soldados de la “Francia libre”; en agosto del 44 se produjo el desembarco masivo de tropas en Normandía y en pocas semanas derrotaban al régimen pro-nazi del mariscal Phillipe Petain, desde el sur de Italia, los aliados avanzaban para terminar con Benito Mussolini, aliado clave de Hitler.
Argentina sin definiciones
Las noticias llegaban y, sin embargo, los líderes del golpe de 1943, estaban más involucrados en las disputas de los coroneles del Grupo de Oficiales Unidos (GOU) -núcleo del gobierno de Farrell- que de proponerse atender los cambiantes escenarios internacionales.
La “neutralidad argentina” estaba muy monitoreada por el Foreign Office británico y por el Departamento de Estado norteamericano. Un par de episodios muestran la estrecha visión de Farrell.
Uno. A fines del 43, el argentino Osmar Alberto Hellmuth, oficial naval retirado y hombre de la inteligencia germana, fue encomendado por el gobierno de Farrell para comprar armamento alemán. Lo curioso es que viajó cuando los ejércitos del Führer ya sufrían duros golpes y todos los gobiernos del sur del Río Bravo se alineaban o al menos sabían del peso del gobierno de Roosevelt, que llevaba dos años en el frente del Pacífico en julio de ese 1943 desembarcaban en Sicilia y empezaban a jugar fuerte en el frente europeo.
Hellmuth cruzó el Atlántico y desde Portugal -país neutral infectado de espías- envió un telegrama cifrado desde la embajada argentina para dar cuenta del rumbo de su misión. Nunca llegó a comprar armas alemanas porque la inteligencia británica lo capturó. Fue trasladado a Londres y quedó preso. A mediados del 44, el affaire Hellmuth llevó a que, tanto Inglaterra como Estados Unidos se plantearon aplicar sanciones a la Argentina.
También a fines del 43, el GOU impulsó a un grupo de oficiales bolivianos a dar fin al gobierno del general Enrique Peñaranda, claramente alineado con Estados Unidos. El golpe de los militares bolivianos puso furiosos a los encargados de América latina del Departamento de Estado y elaboraron un memorándum sobre “la intervención argentina”.
En Brasil, el presidente Getulio Vargas era un hombre de fuerte arraigo popular –llegó a ser llamado “el padre de los pobres”- y eso no le impidió involucrar a su país con una fuerza expedicionaria acoplada a las tropas estadounidenses.
Más allá de las antipatías que produjo ese alineamiento “carnal” con Roosevelt, todo indicaba que el general Farrell y los oficiales del GOU confundían “neutralidad” con indeterminación y postergación de decisiones.
Comenzaba 1945, todo indicaba que era cuestión de meses la caída de Hitler y Estados Unidos cuidaba su patio trasero.
El periodista y politólogo Fabián Bosoer cuenta en Braden o Perón (El Ateneo, 2011) que el periódico The United States News en su primer número de 1945, decía que los Estados Unidos harían un intento de “solucionar el problema argentino” y mencionaba que en 1944 habían hecho una ofensiva para que la Casa Rosada declarara la guerra al Eje. La escalada llegó al embargo del oro argentino depositado en aquel país y a la prohibición de los buques de bandera estadounidense a utilizar puertos argentinos. “Sin embargo, en círculos políticos de Washington -dice Bosoer- se lamentaban de que toda esa presión había sido en vano”.
La Casa Blanca reavivó la “Doctrina Monroe” (América para los -norte- americanos) en un encuentro llevado en el imponente castillo de Chapultepec en la Ciudad de México. Allí, en marzo de ese 1945, los estados firmantes se comprometían entre sí a la asistencia recíproca. Era un alineamiento explícito con la potencia emergente en Occidente, los Estados Unidos liderados por Franklin Roosevelt.
Argentina fue el único país que no fue invitado debido a su neutralidad. La conferencia terminó el 8 de marzo y tres semanas después el gobierno del general Farrell adhirió a ese acuerdo al tiempo que declaraba la guerra a Alemania y Japón.
El margen de soberanía de las naciones latinoamericanas se limitaba en el marco de un mundo donde se prefiguraban las áreas de influencia de las superpotencias. “En el marco de ese movimiento de piezas -dice Bosoer- es que se produce el nombramiento de Spruille Braden como embajador en la Argentina. La última designación diplomática con la firma de Roosevelt, el mismo día de su muerte”.
Eso fue el 12 de abril de 1945, entre el fin del acuerdo de Chapultepec y la declaración de guerra al Eje por parte de Argentina.
La caída de Berlín
Una semana después, los soldados de la Wehrmacht apostados en Berlín empezaron a percibir que las explosiones que sacudían a la capital no eran de aviación: la artillería del Ejército Rojo se había apostado a tiro de sus cañones de largo alcance. Las tropas soviéticas, con temperaturas favorables, con una logística suficiente y con la retaguardia cubierta tras haber derrotado a las tropas alemanas en Polonia y Hungría, se alistaban para el asalto final.
Por el lado oeste, las tropas anglo-estadounidenses habían avanzada lo suficiente en Alemania como para tomar posesión de Baviera, una región montañosa donde las fuerzas alemanas podían rearmar una defensa que alargara la guerra. Estaban apenas a 600 kilómetros de Berlín, precisamente su avance era del lado opuesto al del Ejército Rojo. Sin embargo, tanto el general Dwight Eisenhower como el mariscal Bernard Montgomery -jefes respectivamente de las fuerzas de Estados Unidos y de Gran Bretaña- sabían que la emblemática caída de la capital del Tercer Reich sería a manos de los soviéticos, sus actuales aliados y sin duda sus futuros adversarios.
Tanto Winston Churchill como Franklin Roosevelt conocían la importancia que tenía para Iósif Stalin ser quien llegara primero. La diferencia no radicaba en eso: nadie podía dudar que el fin de esa guerra que cifró sus muertos en no menos de 60 millones de personas había empezado su fin con el impresionante triunfo de la batalla de Stalingrado. Tras casi seis meses de resistencia, el Ejército Rojo, a principios de 1943 doblegaba a la Wehrmacht. Stalin le había ordenado al mariscal Zhúkov dirigir a sus tropas no bien comenzaba el sitio de los alemanes. Parecía una misión imposible. Desde 1939 el avance alemán era imparable.
Si caía Stalingrado, el rumbo del conflicto en Europa hubiera sido otro. Más de dos millones de muertos, entre ellos una innumerable cantidad de pobladores de esa ciudad. Cuando las tropas alemanas se vieron doblegadas, el general Friedrich Paulus pidió autorización al Fhürer para retroceder. Le fue denegado: Hitler pidió que sus diezmadas fuerzas pelearan hasta el fin. Lejos de eso, Paulus se rindió ante Zhúkov con los 90.000 soldados alemanes que todavía estaban en pie. Hitler enfureció. No solo era la primera derrota importante de sus fuerzas sino que un general de la importancia de Paulus lo había desobedecido.
De ahí en más, la moral de las tropas de Stalin fue un factor decisivo en el avance hacia Berlín.
En la tarde del lunes 30 de abril de 1945, el Reichstag, el viejo Parlamento alemán, fue tomado por la 150° división de asalto del Ejército Rojo. Ese mismo día, en su guarida, Hitler apoyó una pistola en la sien derecha y se mató. Su esposa Eva Braun así como la mayoría de su estado mayor y muchos de sus familiares eligieron quitarse la vida.
Una semana después, Alemania se rendía formalmente ante los aliados en la ciudad francesa de Reims. Horas después, Eisenhower y altos oficiales británicos y franceses se trasladaron a Berlín y quienes habían quedado al frente de la Wehrmatch capitularon ante ellos y los mandos del Ejército Rojo.
Spruille Braden en Buenos Aires
Pocos días más tarde, el 19 de mayo, el corpulento y flamante embajador de Estados Unidos llegaba a una Argentina que perseguía y ponía presos a todos aquellos que todavía remoloneaban con sus simpatías a la Alemania nazi, muchos de los cuales formaban parte del GOU.
Dos días después de su llegada, Braden presentó cartas credenciales llevado en carruaje y escoltado por granaderos. Para ese entonces, el general Farrell como gran parte de la estructura de gobierno en la que que Juan Domingo Perón, ese hombre que era ministro de Guerra, secretario de Trabajo y Previsión, además de vicepresidente, era “la” figura en ascenso. En el banquete de bienvenida, Braden y Perón intercambiaron “palabras de amistad y de buena voluntad”, según registró Fabián Bosoer en el libro mencionado.
Desde ya, lo que sucedió entre ambos -el embajador y el entonces vicepresidente- desde ese encuentro inicial y las elecciones del 24 de febrero de 1946 es otra historia.
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