“Vea, vea, vea / qué manga de boludos / votamos a una muerta / a una puta y a un cornudo”. Eso cantó Montoneros, a voz en cuello y bien audible, la tarde del 1 de mayo de 1974. Eso fue lo que sacó de quicio al general Perón, le hizo perder la calma y, en pocos minutos y en diferentes fragmentos de su discurso improvisado, lo llevó a calificar a los manifestantes de “estúpidos que gritan” primero, y de “imberbes” después.
Por orden de aparición en los adjetivos despectivos e insultantes, figuraban Eva Perón, María Estela Martínez, la tercera esposa del general, y el propio general, a quien le adjudicaban ser víctima de una acaso improbable relación íntima entre su mujer y el todopoderoso ministro de Bienestar Social, José López Rega.
La furia del general era indomable. Experto en batallas verbales, en discursos épicos y en arengas fervorosas, se vio desbordado por la injuria desbocada de quienes, en otros tiempos, había llamado “juventud maravillosa”.
Decidido como estaba desde la primera frase de su mensaje a zanjar en favor de las organizaciones obreras la lucha entre Montoneros y la llamada “burocracia sindical”, después de calificar de estúpidos e imberbes a los jóvenes peronistas, Perón llamó a la violencia. Dijo: “Por eso, compañeros, quiero que esta primera reunión del día del Trabajador sea para rendir homenaje a esas organizaciones y a esos dirigentes sabios y prudentes que han mantenido su fuerza orgánica, y han visto caer a sus dirigentes asesinados sin que todavía haya sonado el escarmiento.”
Significara lo que fuere “tronar el escarmiento”, el mensaje era claro. Perón tampoco podía apartar sus ojos de los carteles pegados en los árboles de la Plaza de Mayo, con mensajes insultantes hacia Isabel Perón. Fue entonces cuando sucedió algo increíble y hasta hoy casi desconocido. Al oír el tono de Perón y los cantos irreproducibles de la JP, el coronel Jorge Felipe Sosa Molina, jefe del regimiento de Granaderos a Caballo y custodia presidencial, tomó una temible decisión:
-Vea, cuando yo escuché todo eso, mandé entornar las puertas de la Casa de Gobierno y emplacé una ametralladora pesada detrás. Pensé que eso iba a terminar de muy mala manera. Y a mí no me iban a tomar la Casa.
Esta historia, y sus pormenores, nos fue revelada en 1998, a mí y a un colega y frente a dos oficiales retirados del Ejército, por el propio Sosa Molina, que murió ya hace algunos años, durante una investigación periodística sobre la caída en desgracia y la posterior huida de López Rega. En julio de 1974, dos meses después de aquel acto en Plaza de Mayo, el jefe de Granaderos iba a tener una decisiva participación en la caída de López Rega. Desarmó y detuvo a la poderosa custodia del ministro, muchos de la banda terrorista de derecha Triple A, cuando intentaba entrar en la residencia presidencial de Olivos, donde residía la entonces flamante presidente María Estela Martínez.
La expulsión de Montoneros, y de la Juventud Peronista que le era afín, pudo terminar en una gran tragedia si a alguno de los ofendidos se le hubiese ocurrido marchar hacia la Casa de Gobierno, en vez de irse de la Plaza de Mayo y dejar un visible espacio vacío como testimonio de una fidelidad perdida. Estos hechos, si se quiere banales, son evitados por la historia oficial: Montoneros no quiere dar cuenta de su formidable yerro político, y el peronismo prefiere consagrar el vituperio de Perón a Montoneros, sin consignar las razones que llevaron al general a perder los estribos.
Perón pudo haber tolerado los cánticos opositores de Montoneros: “No rompan más las bolas / Evita hay una sola”, en abierta referencia a la vicepresidente María Estela Martínez, eventual heredera no solo de Perón, sino del gobierno. De hecho, sucedió a Perón a su muerte. El general también pudo lidiar con aquel interrogante, convertido en afirmación imperiosa, que gritaba: “Qué pasa, qué pasa, qué pasa general, / que está lleno de gorilas el gobierno popular”. No era difícil comprender, no importa en cuál costado de la Plaza estuviese el observador, que los gritos montoneros eran la catarsis de una decepción inaceptable.
A Perón le quedaban exactos dos meses de vida, que se apagaba: lo sabían su mujer, su entorno, sus médicos, los jefes militares, los líderes gremiales y de la oposición, y los dirigentes de la JP y de Montoneros, que le disputaban la herencia del movimiento desde su regreso definitivo al país, el 20 de junio de 1973.
Todo era comprensible aquella tarde soleada de mayo de hace cuarenta y siete años, menos el agravio grosero, la soberbia incomprensible, la increíble arrogancia de un grupo político que no ocultaba sus aspiraciones y que con tres cantos y diez afiches arrasó con los símbolos, vivos y muertos, más sagrados del peronismo. Fue un suicidio. Y aquella tragedia que pudo costar vidas si Montoneros hubiese tomado otro rumbo al marcharse de la Plaza de Mayo, fue en cambio una gran tragedia política rodeada de una épica doméstica y banal.
Aquel día sucedió otro episodio poco conocido y que quedó tapado por los hechos de la Plaza de Mayo. Más temprano, Perón había dejado inaugurado en el Congreso el período legislativo. Lo hizo con un discurso breve, de treinta y cinco minutos, transmitido por la cadena nacional de radio y televisión. Como era habitual entonces, y aún hoy, el mensaje presidencial sintetizó los lineamientos generales del gobierno para ese 1974, que tornaría imprevisible. El grueso del mensaje, pasó directamente a manos de los responsables del Diario de Sesiones. En ese mensaje, Perón trazó las bases de un Modelo Nacional, que así se llamó el documento. En él, Perón afirmaba:
“Los medios de comunicación masivos se implementaron sometidos a los intereses de las filosofías dominantes. Así, dichos medios se convirtieron en vehículos para la penetración cultural. (…) Creo que ha llegado la hora en que todos los pueblos y gobiernos del mundo cobren conciencia de la marcha suicida que la Humanidad ha emprendido a través de la contaminación del medio ambiente y la biosfera, la dilapidación de los recursos naturales, el crecimiento sin freno de la población y la sobrestimación de la tecnología, y de la necesidad de invertir de inmediato la dirección de esta marcha a través de una acción mancomunada internacional”.
Era un modelo nacional de profunda raíz conservadora que, más allá de la advertencia sobre el medio ambiente, parecía denigrar los avances tecnológicos, impresionantes en la época, y el crecimiento de la población en el mundo. El mensaje no especificaba cómo el modelo nacional proponía al mundo invertir el aumento de sus habitantes y revertir los logros tecnológicos, muchos de ellos ligados a la ciencia y a la medicina.
La referencia a los medios de comunicación, de neto corte goebbeliano, estaba dirigida a los diarios argentinos El Mundo, en manos del trotskista Partido Revolucionario de los Trabajadores y de su brazo armado, el ERP, Ejército Revolucionario del Pueblo, y de Noticias, el diario de Montoneros con los que Perón iba a romper esa misma tarde. Ambas publicaciones fueron clausuradas tras la muerte de Perón.
La esencia de la caracterización de los medios de comunicación que el “Modelo Nacional” hacía entonces, pervive aún hoy en muchos modelos de gobierno, fascinados por el falso encanto del populismo.
El Modelo Nacional era obra del coronel Vicente Damasco, muy ligado a Perón, que había sido jefe de Granaderos en 1973 y a quien luego, Isabel Martínez nombró ministro del Interior. Duró sólo 32 días en el cargo. Perón le había delegado la redacción del “Modelo Nacional”, para que obrara como su testamento político. Fue aprobado por el gabinete nacional el 31 de mayo de 1974.
El general Perón murió el 1 de julio de ese año.
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