El 30 de abril de 1982 Estados Unidos abandonó la mediación entre Argentina y Gran Bretaña y decidió la asistencia militar a su aliado histórico. La OTAN, antes de la comunicación pública, ya había entregado misiles, combustible, municiones, material de inteligencia en la base logística británica de la isla Ascensión, en medio del océano Atlántico. Ese día, se inició el bloqueo aéreo y naval británico, la zona de exclusión total sobre las islas. Todas las naves que circularan sin autorización sería consideradas hostiles y susceptibles de ser atacadas. Ese día, también, las emisiones electrónicas de los barcos británicos fueron detectadas por los radaristas con el equipo móvil de contramedidas en Puerto Argentino. Al día siguiente se bombardeó Puerto Argentino.
En su libro La Guerra Invisible, Marcelo Larraquy revela el seguimiento sobre el crucero General Belgrano antes del impacto, y cómo se logró detectar la posición de las balsas de los sobrevivientes, tras casi un día de búsqueda.
Un extracto del libro se publica a continuación.
El hundimiento del Belgrano
(…) Con la caída de las primeras bombas del 1º de mayo, el presidente peruano Fernando Belaúnde Terry presentó de urgencia una propuesta de paz que contemplaba el retiro de tropas de ambos países, una administración cuatripartita de las islas y el compromiso de resolver el conflicto en el término de un año. Mientras se efectuaba un desesperado intento de pacificación, una flota de submarinos nucleares británicos detectó y comenzó a monitorear las posiciones del portaviones 25 de Mayo y del crucero ARA General Belgrano.
La Armada había desplegado su flota para impedir un desembarco británico, que —suponía— podría producirse sobre la costa este de la isla Soledad. La flota se dividió en dos grupos. El mayor incluía el 25 de Mayo y otras seis embarcaciones, que permanecieron en el límite de la zona de exclusión. El segundo grupo, conformado por el General Belgrano y dos destructores, se desplazó 260 millas al sur, en previsión de la llegada de la flota enemiga.
En la tarde del 30 de abril, el General Belgrano había sido descubierto. Uno de los submarinos, el Conqueror, comenzaría a trackearlo, a seguirlo a distancia. El Conqueror poseía un reactor nuclear como fuente de energía —pero no armas nucleares—, que le permitía realizar el patrullaje sin emerger. Tenía una marcha silenciosa, difícil de detectar, y una velocidad superior a las naves de superficie.
El crucero General Belgrano estaba en condiciones de generar daño con sus cañones. Alrededor de él navegaban los destructores ARA Piedrabuena y ARA Hipólito Bouchard, con Exocet MM-38 (mar-mar 38).
Por el norte, a la altura de Puerto Deseado, a 120 millas de la costa, se ubicaba el portaviones 25 de Mayo con sus aviones A-4Q Skyhawk embarcados. Y, en medio de los dos grupos, entre el norte y el sur, se hallaban las corbetas francesas Clase A-69, que también podían lanzar Exocet MM-38.
La Marina argentina estaba decidida a una batalla naval, la más importante después de la Segunda Guerra Mundial. En la tarde del 1º de mayo un avión Tracker de exploración estimó que había detectado siete barcos enemigos. El 25 de Mayo se desplazó hacia esa posición para lanzar el ataque. Pero, como el sol se ponía a las seis de la tarde, debieron esperar el crepúsculo matutino. No tenían sistema para realizar vuelos nocturnos. Por la noche otro Tracker confirmó la localización. Eran trece buques de la Fuerza de Tareas, 80 millas al este de Puerto Argentino y a 200 millas del 25 de Mayo. Casi en forma simultánea, un avión enemigo permaneció media hora en el aire a 60 millas del portaviones. Los había detectado. Ya no sería una acción sorpresiva: la flota británica los esperaría. Sin embargo, el plan de ofensiva continuó. Desde el centro, las corbetas Granville, Guerrico y Drummond se acercarían a los blancos y, luego de lanzar su ataque, se dirigirían a las islas y permanecerían protegidas alrededor de ellas. Desde el portaviones, que luego movería su posición junto a sus naves escoltas, en el amanecer del 2 de mayo despegarían seis aviones A-4Q, con cuatro bombas MK-82 de 230 kilos cada una.
Por la noche, el viento calmó. Más tarde, casi había desaparecido. No había nudos de viento para iniciar la operación, en esa área, en medio del Atlántico Sur. Se necesitaba aligerar los aviones para que despegaran. Deberían partir solo con una bomba cada uno y, como el enemigo los esperaba, calcularon que podrían llegar a perder por lo menos cuatro de las seis unidades aéreas. En consecuencia, el ataque se canceló. Se ordenó a las corbetas que retrocedieran hacia el oeste y se prefirió esperar otra oportunidad para el uso del 25 de Mayo en una ofensiva naval.
Pero nunca más la hubo.
El almirante Isaac Anaya dio la orden de replegar las naves hacia la costa. El destructor Santísima Trinidad, para evitar ser torpedeado, fue replegado cerca de Puerto Madryn. Anaya pensaba que, si perdía una embarcación, ya no la podría reponer. La decisión de hacer retroceder a la flota naval argentina demostraba que en la guerra que acababa de comenzar no había un comando conjunto al que se subordinaran las tres fuerzas. Cada fuerza iba tomando sus propias decisiones. (…)
En la madrugada del 2 de mayo, el crucero General Belgrano realizó una maniobra que lo acercaría a las fuerzas navales británicas. Llevaba más de mil tripulantes a bordo. La idea de la Armada seguía siendo no comprometerlo en un ataque frontal, sino utilizarlo como elemento de distracción para el grupo del portaviones Hermes mientras el portaviones 25 de Mayo mantenía latente un enfrentamiento con el Invincible. La acción era riesgosa porque el Belgrano debía atravesar la zona de exclusión, una densa barrera de submarinos, fragatas y destructores británicos.
Horas más tarde, el almirante Gualter Allara, que había servido como agregado naval en el Reino Unido y era el jefe de la Flota de Mar, ordenó el repliegue, en cumplimiento con las órdenes de Anaya. Las naves iniciaron el regreso.
Pero el crucero General Belgrano, que ya estaba 35 millas fuera de la zona de exclusión, desplazándose hacia la isla de los Estados, al sur del océano, ya tenía encima al Conqueror, que lo venía trackeando.
El comandante del submarino, el capitán Christopher Wreford-Brown, lo informó a (a la base de) Northwood. El objetivo original del comandante en jefe de la Marina Real, el almirante Fieldhouse, en control de la Operación Coporate, era localizar y golpear sobre el 25 de Mayo, que transportaba una escuadrilla de doce aviones A-4Q Skyhawk. Su eliminación era parte de la estrategia de dominio del mar alrededor de las islas antes del desembarco. Pero, dado que el portaviones no podía ser hallado en el cuadrante norte por los otros submarinos, el Spartan y el Splendid, Fieldhouse coincidió con (el almirante) Woodward en la nueva doctrina operativa: dejar fuera de combate al Belgrano.
Woodward, desde el Hermes, creía que su flota podría ser atacada desde el noroeste y el sudoeste. El capitán Wreford-Brown pensaba, además, que sería un desperdicio no hacer nada con el Belgrano luego del trabajo que le había llevado encontrarlo y rastrearlo. Esperaba que se modificaran las reglas del enfrentamiento y le dieran permiso para atacar fuera de la zona de exclusión.
El domingo 2 de mayo por la mañana, el gabinete de guerra se reunió en Chequers, la casa de campo oficial de Margaret Thatcher, en las afueras de Londres. Debía decidirse si se ordenaba el ataque al crucero fuera de la zona de exclusión. Se debatió cuál era su amenaza real para la Fuerza de Tareas. Si podía averiárselo pero no hundirlo. Si se debía impactar solo al Belgrano y no a los destructores que lo escoltaban, para permitir la búsqueda de sobrevivientes.
La decisión se tomó antes del almuerzo. Se intentó revestir el ataque de un propósito defensivo: pese a su lejanía de la zona de operaciones, el crucero Belgrano, junto al portaviones 25 de Mayo, podría realizar una acción de pinzas sobre la flota británica, y debían neutralizar esa amenaza.
Entonces se dio paso al mayor sacrificio de vidas de la Guerra de las Malvinas.
En la tarde del 2 de mayo, el Conqueror ya estaba a 2000 metros de distancia del Belgrano. El crucero no contaba con sonar para detectar submarinos. Sin advertencia previa, después de treinta horas y 400 millas de seguimiento, atacaron al barco, que se alejaba hacia el sudoeste, a 60 kilómetros fuera de la zona de exclusión, donde no había una unidad británica que pudiera percibir su amenaza.
El Conqueror disparó tres torpedos Mark-8. Los dos primeros golpearon en el Belgrano, y el tercero en uno de los destructores que lo acompañaba, el Hipólito Bouchard, pero en este blanco no explotó. Lo haría a cien metros. Sintieron la detonación. Fue un cimbronazo que hizo mover al destructor.
Desde el Bouchard intentaron comunicarse con el Belgrano, pero ningún circuito funcionó. Presumieron que había sido atacado y entonces decidieron dispersarse; también lo hizo el otro destructor, el Piedrabuena.
Después de los impactos, el Conqueror se alejó a 15 kilómetros y a través del periscopio observó cómo el Belgrano se inclinaba a babor. En una hora el crucero, construido en los Estados Unidos, que había salido indemne de las bombas del ataque a Pearl Harbor, se hundió en el mar.
El primer impacto de los torpedos mató en forma instantánea a doscientos setenta y cuatro tripulantes. Poco después, se descargó un temporal sobre los sobrevivientes que se habían lanzado a las balsas.
La negociación por el cese de fuego entre el presidente de Perú, Gran Bretaña y la dictadura argentina estaba delineándose ese mismo día. Eran siete puntos: cese inmediato de hostilidades, retiro mutuo de fuerzas militares, presencia de representantes ajenos a las partes involucradas en el conflicto, reconocimiento de reclamos y conflictos sobre la situación de las islas, consideración de aspiraciones e intereses de los habitantes locales en la solución definitiva, participación de varios países en el convenio de acuerdo y plazo para suscribir un acuerdo definitivo antes del 30 de abril de 1983.
A las cinco de la tarde del 2 de mayo llegó el primer despacho al búnker (de la base aeronaval de Río Grande). Algo había sucedido con el Belgrano. No se sabía qué. El destructor Piedrabuena había enviado un mensaje que había llegado distorsionado al Comando de Aviación Naval, en la Base Espora. (…)
En la base de Río Grande, se decidió el despegue del avión Neptune 2 P-112 para localizar a los sobrevivientes del crucero General Belgrano.
Se trataba de un avión fabricado en Estados Unidos en 1962, con motores algo fatigados y sin armamento defensivo. Los pilotos navales de A-4Q o de Aermacchi lo pedían para que les marcara la posición de un blanco en las ejercitaciones de mar. El Neptune tenía una autonomía de hasta catorce horas de vuelo y podía alcanzar 10 o 15 mil pies de altura. Contaba con un radar potente, de un alcance de hasta 160 millas náuticas, y un equipo de contramedidas electrónicas que le permitía detectar en la pantalla la aparición del radar enemigo
Las tres tripulaciones del Neptune habían pasado casi todo abril dando vueltas por el aire, inspeccionando a todos los barcos que estuviesen en la zona de operaciones. Habían volado relajados, tomando mate, emitiendo radar a diestra y siniestra. Pero, en los últimos días del mes, cuando ya intuían que la flota británica se acercaba, empezaron a restringir la emisión. Cada vez que emitían radar, el radar enemigo los interceptaba.
A partir de entonces, se decidió numerar a las tripulaciones que utilizaban los dos Neptune. La tripulación 1, a cargo del comandante Julio Pérez Roca; la 2, comandada por el capitán de corbeta Carlos Washington Marioni, y la 3, al mando del capitán Ernesto Proni Leston.
Para la jornada del 1º de mayo habían recibido la orden de dar la vuelta alrededor de las islas Malvinas, pero luego del primer bombardeo británico se determinó que exploraran hacia el sur. Existía la posibilidad de ubicar al HMS Exeter, una fragata D42. Pero no la encontraron. Cuando regresaban, escucharon en la radio las voces de los pilotos de la Fuerza Aérea: “Lo tengo acá a la izquierda”, “giro por derecha”. Sentían la tensión del combate, anonadados por las comunicaciones que escuchaban adentro de su avión.
En la tarde del 2 de mayo, cuando se enteraron de que algo había sucedido con el Belgrano, recibieron la orden de despegar para buscar a los sobrevivientes. Pasaron algunas horas en el búnker a la espera de precisiones, hasta que llegó un punto dato y se obtuvieron las coordenadas. A las nueve de la noche la tripulación 3 salió a explorar la zona del hundimiento del crucero.
En el punto dato estaba uno de los destructores, el Piedrabuena, comandado por el capitán Horacio Grassi, que navegaba a seis millas del Belgrano al momento del impacto. Como indicaba la doctrina, el destructor se había dispersado y cinco horas después regresó a la zona del ataque como buque de rescate. Grassi informó a la tripulación del Neptune que llevaba varias horas de búsqueda y no veía nada. Ya era la madrugada del lunes 3 de mayo.
El capitán Proni Leston bajó a cien pies por radar altímetro, 30 metros por encima de un mar embravecido, al borde de las crestas de las olas, al límite del descenso. Pudieron corroborarlo: la visibilidad horizontal era nula. Empezaron a coordinar con el Piedrabuena qué podrían hacer. Decidieron tirar bengalas desde el avión para provocar una iluminación diurna que le permitiera al buque ver las balsas de sobrevivientes. La bengala se detona a cierta altura y desciende en un paracaídas. La luz dura cuarenta segundos. Pero desde el Piedrabuena no vieron siquiera las bengalas: la niebla lo tapaba todo. Después tiraron otra bengala a dos millas, bien cerca del Piedrabuena, sobre la proa, a fin de que fuera útil para la visibilidad, pero no había modo. Tenían la esperanza de que al menos los sobrevivientes pudieran escuchar los motores del Neptune aunque no vieran el avión. Si se desplegaba la antena radar de las balsas, oirían su sonido y se enterarían de que los estaban buscando.
La imposibilidad de captar siquiera un signo, de no ver nada, los hizo pensar que la previsión de la deriva de las balsas podría estar errada. La corriente del mar y la dirección de las olas superaban sus cálculos y las habían alejado aún más.
Desde el primer momento de la búsqueda, en la madrugada, el Neptune de la tripulación 3 había girado en torno a las 20 millas del punto dato. Luego corrió el radio de búsqueda a 30 y, finalmente, lo extendió a 40 millas. Pero no habían hallado nada. Ya eran las seis de la mañana. Habían despegado a las nueve de la noche. Nueve horas en el aire. Se estaban quedando sin combustible. En consecuencia, les ordenaron el regreso.
En el retorno a la base de Río Grande, la tripulación 3 se cruzó con la número 1, del comandante Pérez Roca. Le avisaron que habían estado toda la noche en contacto con el Piedrabuena sin novedades. El Neptune siguió buscando en la oscuridad.
A las ocho amaneció y la luz abrió un mejor panorama. El radio de búsqueda se hizo más amplio y a las 9:55 obtuvieron una señal en la frecuencia internacional de socorro, que había establecido contacto con una de las balsas. Tenían dificultades para emitir, pero llegaron a informar que estaban a 60 millas al este de la isla de los Estados, y el Neptune voló en esa dirección hasta que abajo, a las 13:20, tuvieron el primer contacto visual. Una balsa, y después otra y otra. Avisaron al Piedrabuena, y luego volaron otros aviones para intensificar la búsqueda. A las tres de la tarde llegaron las primeras unidades de rescate. Ya habían pasado casi veinticuatro horas del impacto.
Los nadadores se tiraron hacia las balsas, que tenían los bordes cubiertos de petróleo. Algunas estaban atadas entre sí mediante cabos. Los sobrevivientes se encontraban paralizados y con los músculos entumecidos, sin fuerza para moverse ni para tomarse de una red. Se caían al agua cuando intentaban subir la escalerilla de los barcos de rescate.
El primero en llegar fue el aviso ARA Francisco de Gurruchaga. A lo largo de la jornada, rescató a 380 náufragos; después llegó el Piedrabuena que sacó de las balsas a 273 tripulantes, el Bahía Paraíso a 70, el Bouchard a otros 64.
El operativo continuó durante la tarde y la noche del 3 de mayo, bajo la tormenta, y también al día siguiente. Se rescataron setecientos setenta tripulantes, muchos de ellos con heridas y quemaduras; veintitrés habían muerto en las balsas, veintiocho habían desaparecido en el mar.
Marcelo Larraquy es periodista e historiador (UBA) www.marcelolarraquy.com
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