El lunes 28 de abril de 1834 arribó al puerto de Buenos Aires el buque francés L’Hermine, que traía un pasajero muy conocido por todos y rechazado por otros: Bernardino Rivadavia. Volvía del exilio europeo luego de su paso como el primer presidente que tuvo estas tierras, y regresaba para poner la cara frente a las acusaciones que lo tenían como principal blanco. Sin embargo, las autoridades porteñas le impidieron desembarcar hasta tanto decidieran qué hacer con él. Su esposa Juana Josefa Joaquina del Pino y su hijo menor Martín, que lo aguardaban en el muelle, debieron abordar el buque para poder saludarlo. Su visita alertó a los federales, quienes vieron una oportunidad para sus propósitos.
Los federales estaban enfrentados en una intensa interna. Los llamados “apostólicos”, rosistas, se enfrentaban con los “cismáticos” o “lomos negros”.
El detonante ocurrió el 11 de octubre de 1833 cuando una audiencia judicial en el que se juzgaría a los responsables del periódico El Restaurador de las Leyes devino en protestas y manifestaciones populares, tanto en la ciudad como en la campaña, que el gobernador Juan Ramón Balcarce no supo manejar. Este sería reemplazado por Juan José Viamonte quien, emocionado, asumió la gobernación por segunda vez sin imaginar lo que se venía.
Su gobierno y los “lomos negros” serían el blanco de ataque de los rosistas que se habían agrupado en la Sociedad Popular Restauradora, que nació como “una columna firme del orden y de la libertad”, según publicó La Gaceta Mercantil. Era una agrupación integrada por federales fanáticos, que buscó la persecución de los opositores mediante el hostigamiento a estos o a federales no tan convencidos. El amedrentamiento podría aplicarse tanto en un debate en la Sala de Representantes como en la vía pública. Dicha agrupación prohijaría su brazo armado, La Mazorca.
Un escrache mortal
No hay acuerdo si fue un solo grupo o varios los que actuaron esa noche del 29 de abril de 1834. Todo comenzó en la misma manzana que ocupaba el Departamento de Policía. Cerca de las ocho y media de la noche ocho jinetes emponchados, con sus rostros cubiertos y con plumas de avestruz en sus sombreros balearon el frente del domicilio del gobernador Juan José Viamonte, que estaba trabajando en su casa junto a otras personas. Este veterano de las invasiones inglesas y de las guerras de la independencia pronto comprendió que las cosas iban en serio. En diciembre, unos hombres habían irrumpido en la casa del ex gobernador Balcarce y se llevaron algunas cosas.
Lo cierto es que los que contaron con la impunidad de atacar la casa del gobernador, doblaron por la calle Piedras y en la esquina con Potosí desmontaron y ataron los caballos. A los gritos de “¡Viva Rosas! ¡Muera Rivadavia!” esta vez dispararon contra la casa del ministro Manuel José García, que en esos momentos estaba reunido en la sala con Pedro Agrelo, Tomás Guido y Pedro de Angelis. Los desprevenidos funcionarios vieron cómo las balas se incrustaban en paredes y muebles. De casualidad, ninguno resultó herido.
Luego, atravesaron a puro galope la calle de La Plata (hoy Rivadavia) hacia el oeste. Se dirigieron a la casa del canónigo Pedro Pablo Vidal, quien había tenido la inoportuna idea de criticar en la prensa a Rosas.
Vidal, nacido en Montevideo, había adherido a la Revolución de Mayo y desde entonces había estado presente en las diversas instancias institucionales del país. Y si bien había apoyado a Juan Lavalle en el derrocamiento de Manuel Dorrego en 1828, había conseguido que lo eligieran diputado por el Partido Federal. Hasta las notas que escribió contra Rosas.
Los atacantes dispararon contra el frente de su vivienda, y cinco proyectiles rompieron los vidrios de las ventanas. Esta banda -que algunos aseguraron que estaba Prudencio Rosas, hermano de Juan Manuel, y los comisarios Andrés Parra y Santa Coloma- volvieron a vivar a Rosas y a desearle la muerte a Rivadavia. También creyeron ver al temible Ciriaco Cuitiño, que se haría tristemente célebre al frente de La Mazorca.
Los disparos y el griterío frente a la casa de Vidal llamaron la atención de Esteban Badlam Moreno, de 21 años. Había ido a visitar a su tía Teresa, casada con José Eusebio Moreno Valle que vivía en la misma cuadra y que había salido a ver qué ocurría.
-Amigo, ¡qué es eso…! -alcanzó a preguntar el joven a uno de los atacantes.
Fue atropellado por el caballo de uno de los agresores. Uno de ellos ordenó a otro: “Matalo”. Le efectuaron dos disparos y escaparon hacia el oeste.
El joven, gravemente herido, fue llevado a la casa de su tía. Su mamá, María de las Nieves era hermana de Mariano Moreno, el renunciado secretario de la Primera Junta que había muerto en alta mar. La mujer se había casado el 20 de octubre de 1812 con el norteamericano Esteban Badlam y había enviudado el 3 de octubre de 1814. Esteban había nacido en 1813. Desde joven se había dedicado al comercio hasta que consiguió un empleo en el Ministerio de la Guerra.
Las heridas que recibió eran graves y falleció el 1 de mayo a las cinco de la madrugada. Fue enterrado en el cementerio de la Recoleta. En representación del gobierno estuvieron en la ceremonia los oficiales mayores de Relaciones Exteriores y Hacienda Manuel Irigoyen y Esteban José Moreno, y los funcionarios de Gobierno y Guerra Benito Maciel y José María Agrelo.
Nunca hubo una investigación. El comisario de la segunda sección, en el parte que elaboró al día siguiente, dijo que había encontrado una parte de una pistola usada por los asesinos, mientras que el comisario de la tercera aseguró haber visto pasar a cinco individuos que llevaban sus rostros tapados, a los que no pudo identificar porque “iban muy disfrazados”, y que habían enfilado hacia las afueras de la ciudad. Al fin de cuentas, solo se había tratado de “una demostración de entusiasmo federal”, tal como explicaron los rosistas.
“Se sabe quiénes son los asesinos pero no se buscan”, escribió impotente Ana María Valle de Moreno, abuela de la víctima.
Era un secreto a voces que la partida había sido enviada por Encarnación Ezcurra. Ella había asumido el liderazgo de la Sociedad Popular Restauradora, a pesar que en los papeles figurase el coronel Julián González Salomón.
El 9 de mayo la mujer le escribió a su marido luego del raid de intimidaciones donde mataron al joven Badlam Moreno. Acá se respeta la grafía original: “Tuvieron muy buen efecto los valasos y alvoroto qe ise a ser el 29 del pasado, como te dije en la mia del 28, pues ha eso se ha devido se vaya a su tierra el facineroso canonigo Vidal, el qe va con lisensia por siete meses con su sueldo entero – el señor Viamont lo ha visitado mucho , y muy largo; tanvien ha estado Rolon, sus disculpas no son si no muy vagas, cuando yo le reconvine por esto asiéndole creer avia cometido una infamia”.
Manuel Moreno, tío del muchacho muerto, escribió desde Gran Bretaña, donde era embajador: “¿Cómo podría pensar que el más joven de la familia, un niño tan inocente, tan inofensivo, tan suave acabase en la flor de la edad, en el seno de su patria y fuese arrebatado tan temprano a su madre viuda, por una muerte desastrosa atravesado de balazos por manos bárbaras casi a las puertas de su casa?”
El poeta Florencio González Balcarce, amigo y condiscípulo de Esteban Badlam, en su memoria escribió A los asesinos de Esteban Badlam. Comienza: “¡Asesinos! Temblad… El justo cielo / no deja impunemente / a la madre infeliz sumir en duelo, / ni arrebatar la vida al inocente”. Y también le dedicó un soneto.
Viamonte, que llevaba solo siete meses como gobernador, presentó la renuncia en junio, que recién le fue aceptada en octubre; en el interín la legislatura llegó a proclamar a Rosas gobernador cuatro veces, pero éste rechazó todas las nominaciones porque, en realidad, no se había acordado la cuestión que más le interesaba, y que era la de contar con facultades extraordinarias. El 1 de octubre asumiría interinamente Manuel Vicente Maza, el presidente de la legislatura. Apenas pudo, Viamonte se exilió en Montevideo y cayó en una profunda depresión cuando un hijo suyo, Avelino fue víctima de La Mazorca en 1840. El cura Vidal le siguió los pasos y se radicó en esa ciudad, donde continuó incursionando en política y falleció en 1846.
A Rivadavia nunca le permitieron desembarcar. Se radicaría en la otra orilla y luego de un paso por Brasil, se exilió en Cádiz donde falleció. Se venían años de increíble intolerancia que, en nombre del fanatismo, se cobraría muchas vidas inocentes, entre ellas la de Esteban, de 21 años, que sólo quiso saber qué era ese alboroto al lado de la casa de su tía.
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