En el fondo de la villa hay una casa muy especial. Son pocas habitaciones construidas junto a una capilla que se transforma en comedor o en cancha de básquet según las necesidades. La llaman la Casa de las mujeres.
Todo empezó un día muy temprano, cuando el sacerdote que tiene a su cargo la parroquia, el padre Pepe, como le dice la gente, llamó a Guadalupe, una madre que vive a poca distancia con su numerosa familia.
En aquel momento la Argentina estaba dividida en dos bandos y se discutía acaloradamente la ley sobre la interrupción voluntaria del embarazo. Los pañuelos verdes se desplegaban en las calles haciendo frente a los celestes. Los primeros apoyados por un numeroso séquito de periodistas, de famosos y de medios de todas las orientaciones políticas. Los segundos respaldados por un fuerte sentimiento popular que protege la vida, siempre y a toda costa.
La pandemia estaba a las puertas. El emblemático caso cero estaba en gestación en las profundidades del infierno, preparándose para asomar en la tierra poco tiempo después, aunque todavía nadie lo sabía. Contagiarse era una eventualidad remota, relegada a otro mundo y a gente de una raza diferente.
“Tenés que ayudar a las que no pueden solas”, le dijo el sacerdote, “dar una mano a las chicas que quieren abortar, para que puedan considerar una alternativa y elijan criar a sus hijos”. Guadalupe no lo pensó dos veces. Ella tiene cuatro hijos y por lo menos el doble de nietos. Consideró que había lugar para algunos más en su vida. Y dijo que sí.
Pocos días después abrió sus puertas la “Casa del Abrazo Maternal” – así se llama – poniéndola bajo la protección de la Virgen Desatanudos que tanto venera el Papa Francisco. Junto al cuadro con el Ángel que le tiende la cuerda llena de nudos a la Virgen, Guadalupe colgó un tapiz de la Piedad de Miguel Ángel. Se lo trajeron de Roma cuando los aviones todavía viajaban con libertad de una orilla a la otra del Atlántico, pensando en la nueva tarea que iba a comenzar. Guadalupe está muy orgullosa de ese regalo. No sabe mucho sobre el escultor que talló la estatua hace más de cinco siglos y tampoco a quién estaba destinada, pero lo mira todas las mañanas cuando llega a la casa y no se cansa de compenetrarse con la piedad de esa mujer que tiene en sus brazos al hijo muerto.
A la Casa del Abrazo Maternal llegaron muchas mujeres en pocos meses, y también hijos. María Fernanda, Norma, Milagros, Felicitas… trayendo cada una consigo su propia carga de privaciones, de violencia familiar, de presiones para resolver expeditivamente el problema que representa la llegada de un hijo no previsto.
Muchos nudos para desatar, mucha piedad para ofrecer.
El hecho es que casi todas ellas, asistiendo al Hogar, recuperaron la confianza, vieron que las dificultades, cuando eran compartidas con otras mujeres, podían ser superadas, que podía haber un futuro para ellas y los hijos que llevaban en su vientre.
Ya pasó un año desde entonces.
Entre tanto, la Argentina volvió a dividirse. La ley sobre el aborto que el Senado había rechazado fue aprobada por las dos Cámaras del Congreso y la interrupción del embarazo se convirtió en ley. También los contagios descontrolados, que al principio ocurrían en un continente lejano del que solo llegaban imágenes de desesperación, mezcladas con esos rasgos pintorescos propios de un mundo diferente, se convirtieron en una triste y compartida realidad. Cruzó el océano, lo sobrevoló para ser más exactos, y el virus maldito llegó a las costas de América Latina pasando por Europa. Aunque todavía no era suficiente para provocar una alarma generalizada. Hasta que llegó a nosotros, hasta nuestros barrios, hasta nuestras villas superpobladas, hasta las casas de esos guetos a cielo abierto que son los barrios marginales de Buenos Aires y su periferia.
La pandemia también clausuró la Casa de las mujeres. Pero las puertas que se habían cerrado volvieron a abrirse hace pocos días. Guadalupe tuvo que trabajar mucho para limpiar las habitaciones del polvo que se había acumulado.
Pero allí afuera, donde termina la villa y una cloaca maloliente que llaman río separa en dos partes la miseria, hay veintiocho arbolitos de olivo. Los plantó antes de la pandemia, cuando los muertos eran chinos y entre ellos y nosotros había un océano de distancia y desconocimiento.
Junto a cada arbolito hay un palo clavado en la tierra, con un cartel que lleva escrito un nombre y una fecha. Uno por cada niño nacido. Guadalupe riega las plantitas mientras la ola de la pandemia se retira lentamente.
[Fotos: Marcelo Pascual]
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