Tengo COVID: vivo con miedo a que la respiración no alcance, a que el cuerpo se rinda, con miedo a morirme

Empezó con una tos que parecía inofensiva, siguió con fiebre, dolores en todo el cuerpo y una quemazón en las fosas nasales que se propagó como un fuego hacia mi cerebro. Desde que empecé con esto no puedo arrancarme el espantoso temor que este virus impregna a todo

Guardar
Mis días y mis noches con coronavirus despertaron el temor universal a morir
Mis días y mis noches con coronavirus despertaron el temor universal a morir

Llevo ya varios días de encierro y distraigo mi mente empuñando la pincita de depilar frente a un espejo. Por unos segundos, contengo el poco aliento que me queda y me concentro en algo que no sea el miedo a morirme.

Empecé con una tosecita y carraspera que parecían inofensivas. Seguí, en pocas horas, con fiebre y dolores de cuerpo para pasar a un dolor de cabeza intenso y una quemazón en las fosas nasales que se propagaba como un fuego hacia el interior de mi cerebro. Pero lo que es peor es que desde que empecé con todo esto no puedo arrancarme ese miedo que lo impregna todo.

Podría ser que no salga de esto. Podría ser que haya contagiado a mi mamá a quien justo llevé a vacunar el mismo día en que empecé con los síntomas. Sé que a ella la mataría: por su edad, por su Epoc, por su cáncer y por su enfisema. ¡Tanto cuidarla y me convierto en el vector de su posible muerte!

Ya, por lo pronto, contagié a mi marido. Del otro lado de la puerta, escucho a mis hijos veinteañeros, preocupados, yendo y viniendo con bandejas. Haciendo por primera vez de grandes y combatiendo sus propios temores. Me enternecen. Y temo. ¿Qué sería de ellos si de golpe nos pasara algo a los dos? Debería decirles varias cosas, explicarles dónde están los papeles importantes. Algo les enumero por whatsapp. Se ríen para desdramatizar. Sé que su risa es falsa. No tengo fuerzas para seguir con el legado. Prefiero concentrarme en la pincita que agujerea mi cara.

Sé que somos millones los que cada día en el mundo enfrentamos este mismo miedo a que la respiración no alcance, a que el cuerpo se rinda, a no tener una cama disponible en el momento crucial, a que algún síntoma inesperado nos agrave de pronto y pasemos a estar del lado de los que requieren eso que no quiero ni mencionar.

Ojalá ya estuviéramos todos vacunados. Siento envidia por los países que han podido ofrecer a sus ciudadanos vacunas y más vacunas. No llegué al pinchazo salvador, me enfermé antes. Como tantos.

Ojalá ya estuviéramos todos vacunados. Siento envidia por los países que han podido ofrecer a sus ciudadanos vacunas y más vacunas. No llegué al pinchazo salvador, me enfermé antes. Como tantos (NA)
Ojalá ya estuviéramos todos vacunados. Siento envidia por los países que han podido ofrecer a sus ciudadanos vacunas y más vacunas. No llegué al pinchazo salvador, me enfermé antes. Como tantos (NA)

Apago la tele. No soporto el recuento de muertos. Creo que ya nadie lo soporta. Ya sé que están ahí y que alguien debe contarlos. Ya sé, soy periodista. Pero me tapo los oídos con las dos manos y tengo ganas de llorar.

La voz de Yamila en el teléfono es un consuelo. Es la doctora que me asignaron y le tomé un cariño especial. De golpe me aferré a su voz y me tranquiliza. Esto me hizo recordar cuando fueron los atentados de las Torres Gemelas. En el avión que se dirigía fatalmente hacia el Pentágono había un pasajero que llamó a su casa para despedirse de su mujer, pero ella no atendió porque se estaba bañando. El hombre terminó hablando con una operadora telefónica, una mujer que lo contuvo en los últimos instantes de su vida y quien después llamó a su esposa para hablarle de su marido.

Esa voz hoy para mi se llama Yamila. Me escucha respirar, nos hace hacer la prueba de la silla para ver como saturamos y cuánto oxígeno llega a cada rincón de nuestros cuerpos. Le confieso que tomé algo no aprobado. Me tranquiliza. No me reta y me comprende. Creo que estoy en una trinchera esperando que caiga una bomba anunciada, pero en vez de llamar a mamá como suelen hacer los soldados heridos, llamo a Yamila. Le estoy agradecida porque no me deja entrar en pánico. Por su paciencia infinita y por estar ahí, sábado y domingo, mañana y noche.

Sentirse mal es previsible. Lo que se vuelve inmanejable es el terror que te anula. Como la fiebre no cede me mandan una tomografía. Me lleva mi hijo sorteando una marcha del Polo Obrero. Enroscada en el asiento trasero del auto, el mundo me parece irreal. Miro, pero no miro la ciudad que me resulta ajena. Me tengo que bajar para llegar a tiempo. Cruzo caminando las dos cuadras que me separan del centro médico y llego sin aire. En diez minutos estoy afuera. Cuando vas derivada con Covid nadie te quiere cerca y todos se corren dos pasos para atrás, reflexiono recuperando un poco mi humor negro. Lo que informa esa bomba de rayos que te atraviesa sin que te des cuenta son los estragos leves, por suerte, que me está ocasionando el virus… solo entiendo que tengo ganglios, opacidades, pero no hay derrames. Debo confesar que en los segundos que duró el estudio retomé un viejo hábito infantil: recé.

Faltan camas en los hospitales, falta oxígeno y vivimos con miedo a no poder respirar más (Foto: Franco Fafasuli)
Faltan camas en los hospitales, falta oxígeno y vivimos con miedo a no poder respirar más (Foto: Franco Fafasuli)

El momento exacto en que dejás de sentirte tan mal es cuando más empieza a trabajar el inconsciente. Te impide leer o concentrarte en una serie. ¿Cómo consustanciarte con la lectura si podrías estar muriéndote? ¿Cómo ver una serie donde no hay un solo barbijo cuando hace ya más de un año que vivimos con la pesadilla del coronavirus? La ciencia ficción emerge en la pantalla donde vemos discurrir esa vida que ya no tenemos. Esas certezas que creíamos poseer por siempre y que nos fueron quitadas desde marzo del 2020.

Estoy afónica y tampoco quiero hablar por teléfono con nadie más que no sea Yamila. ¿De qué hablar? ¿Quién quiere verbalizar pánicos? Además, todos repiten la misma estupidez: Cuidate. ¿Cómo les explico sin ser mala onda que ya está, que ya me contagié? Es al revés, todos deben cuidarse de mí que soy la portadora del bicho. Ahora, dependo del universo, de mi cuerpo, de la lotería… como le dijo la oncóloga a mi mamá cuando le contó de varios colegas muertos por la peste.

Veo que discuten colegios sí, colegios no. No me paro en ningún lado. ¿Qué sé yo quién terminará teniendo razón? Quizá muchos chicos estén más cuidados en el colegio que hacinados en sus casas. Está claro: el estudio libera y crea ciudadanos completos. ¿Puede esperar? No tengo idea. Si hay algo que estoy aprendiendo con todo esto es a perder dogmatismos.

Una buena noticia es que hace un año nadie pensaba que iba a haber una vacuna tan rápido. Ahora, hay varias. Falta que lleguen al país y que todos se las pongan. Sé que deberé esperar tres meses más para que no haya, me explicaron los médicos, reacción cruzada con los anticuerpos por haber cursado Covid 19. Igual tampoco tengo la edad para ponérmela todavía.

No soy de la gente que no usa barbijo, en los últimos tiempos hasta lo llevé doble (Foto: Franco Fafasuli)
No soy de la gente que no usa barbijo, en los últimos tiempos hasta lo llevé doble (Foto: Franco Fafasuli)

Hipocondríaca, eternamente atenta a los gérmenes, me cuidé siempre. El barbijo me lo coloco antes de salir por la puerta; no toco picaportes más que con la manga y no uso ascensores. Me lavo las manos miles de veces por día y llevo en la cartera alcohol en gel. Uso codos y mantengo distancia. ¿Descuidos? Claro que habrá descuidos. Algún amigo de mis hijos a comer en casa que podría ser asintomático; un restaurante al aire libre un poco por demás concurrido; una mujer que tosió en la cola de la farmacia, ¡pero con tapaboca!; los estudios cardíacos de control que me realicé en un centro médico... No más que eso. ¡Y en el último tiempo encima había adoptado el doble barbijo!

Vaya a saber en qué momento se coló el virus.

Veo el entierro de un político que estalla de gente y no entiendo si esas personas no tienen miedos. ¿De qué sirve guardarse a las ocho de la noche si después vas en masa a despedir a alguien? ¿Despedir para que después te despidan? Nada tiene mucho sentido.

El miedo tiene una forma gelatinosa que se te acomoda en el cuello y te mira a los ojos. Y aunque corcovees y te lo quieras sacudir, es como la arena de la playa que se te queda adherida a la piel, incrustada.

Alguien me cuenta de un conocido de mi edad que está intubado; otro alguien me pone un mensaje de otro conocido que lo encontraron dos días después. Comentarios poco atinados para quien está atravesando este momento. ¡Un psicólogo por ahí! No me enoja, creo que están exorcizando sus propios miedos. En algún punto están diciendo: qué suerte que no soy yo quién está en esa situación. Ante la muerte, el miedo es universal. Eso creo.

Una foto de álbum de mi familia
Una foto de álbum de mi familia

Mientras salgo del aislamiento, en mi familia hubo el primer muerto por Covid 19. Mi tío, el hermano que le sigue a mi padre. Viejito, se contagió de su cuidadora y anoche, simplemente, se murió solo en un hospital, como tantos miles en el planeta.

Pienso que mi tío tiene mis mismas iniciales... Esas pavadas son un fútil descanso para mi mente que se afana por escaparle al pánico y posa la mirada en la anécdota.

Me siento un animalito acorralado. Recuerdo a mi conejo de ojos colorados cómo le latía el corazón de fuerte cuando lo agarraba de las orejas y me lo ponía a upa. Así me siento hoy, agarrada por el virus y rogando que me suelte.

Quiero volver a reír a carcajadas, a vivir sin espantos, a no pensar en la fatalidad de un estornudo. Por ahora, mi recurso es concentrarme en lo chiquito. En mi pincita rosada que busca lo que mis ojos no ven y en el rico alfajor que me compré para cuando me vuelva el sabor.

SEGUIR LEYENDO:

Guardar