Hace siete días que no se ve un guardapolvo blanco en las polvorientas calles de Moreno. En rigor, ni allí ni en ningún barrio vulnerable del Conurbano bonaerense. El GPS nos podría llevar a cualquier punto de este mapa lleno de necesidades, donde según un estudio que publicó en 2018 el Renabap (Registro Nacional de Barrios Populares) existen 952 asentamientos vulnerables de los 4.228 que se contabilizaban hasta ese momento en todo el país. De esos casi mil, 122 se encontraban en La Matanza, 80 en Moreno y 70 en Florencio Varela. El triste podio de la pobreza más extrema, donde según la definición de “barrio popular”, viven “al menos 8 familias agrupadas o contiguas, más de la mitad de su población no tiene título de propiedad del suelo ni acceso regular a 2 más servicios básicos como agua corriente, energía eléctrica con medidor domiciliario o red cloacal”.
El escenario aquí es de casillas de chapa y madera con pisos de tierra. Algunas tienen lonas en los techos sujetadas por neumáticos. Sandra Robledo posee una familia numerosa, 11 hijos y 10 nietos. Ninguno puede conectarse con la escuela. En la casa hay solamente un celular, pero como nadie tiene trabajo tampoco hay plata para ponerle más crédito al teléfono.
La mujer, sale de su casilla pintada de naranja y muestra su preocupación. “Esto es un caos, soy mamá y maestra a la vez. Acá los zooms no los hacemos, no hay internet y además tenemos un teléfono. Las clases las siguen todo por fotocopia, pero cuando no hay plata para las copias, las maestras me mandan los trabajos y yo los escribo a mano”, cuenta con bronca.
Entonces, sin la posibilidad de tener ni siquiera clases virtuales, los más grandes aprovechan para salir a buscar cartón con un carro a La Quebrada o Paso del Rey, los más chicos juegan en los basurales de Villa Zapiola frente al camino de la Rivera. En la zona, nadie puede comprar computadoras ni tampoco pagar internet.
“Acá nunca les dieron una computadora a mis hijos. En ninguna de las escuelas. Ni el municipio, ni la Provincia, ni cuando Cristina era presidenta. Yo sé que en la escuela hay, pero nunca las entregaron”, se queja Sandra, mientras su marido prepara el carro para salir a cartonear.
Queda más claro, caminando estos barrios del conurbano, lo que expresa el nuevo informe del Observatorio Argentino por la Educación, cuyos autores son Sandra Ziegler (FLACSO Argentina, Víctor Volman y Federico Braga. El trabajo le pone un marco estadístico a las preocupaciones de madres como Sandra. El fin de las clases presenciales significó una tragedia educativa: uno de cada cuatro chicos abandonó los estudios en algún momento del 2020. De ellos, el 9.1% advirtió que el niño no regresaría a la escuela en 2021.
En esta zona es difícil encontrar alguien que tenga un trabajo, o al menos una changa. Alicia Railef es la única del asentamiento que pudo construir una pequeña casa con paredes de ladrillos. Tiene 6 chicos, todos en edad escolar.
“Necesitamos conectividad para que nuestros hijos puedan seguir sus estudios. Queremos netbooks. Nosotros así no podemos, las maestras nos dan cantidades de cosas y cargar crédito a un celular para hacer los trabajos se me hace muy dificultoso ya que cobro la asignación y tengo la ayuda de una cooperativa. Mis hijos no llegan a hacer los trabajos porque no tengo internet ni computadora, sólo tenemos mi celular y no podemos comprar otro”, se lamenta.
La mujer cuenta que un día hace las clases virtuales un hijo y al día siguiente otro. “Además el Estado nos entrega algunos libros pero los trabajos que nos dan no tienen nada que ver con el libro. Y entonces tenemos que hacer una fotocopia que sale alrededor de 7 a 10 pesos. Yo cuando cobré mi asignación gasté casi 1500 pesos de mi bolsillo para que mis hijos tengan todas las fotocopias y ni hablar de los videos que hay que ver, no tenemos acceso a internet y esos trabajos no los llegan a hacer”, añade.
Por el asentamiento caminan Leticia Juarez y Oriana Espínola. Tienen 19 años y ambas cursan el 2do año de la secundaria nocturna en la Escuela José Hernández en Paso del Rey. Las chicas tampoco pueden hacer las clases virtuales todos los días. “Para estar todo un día en clase necesito recargar el teléfono con ciento y algo, doscientos pesos” se queja Leticia. “Yo no entro a todas las clases virtuales, a veces mi abuela me comparte en internet de su celu. El problema es que los profesores piensan que son pretextos, pero no tenemos cómo”, agrega Oriana. “Los docentes lo toman mal -dice Leticia- pero yo no puedo hacer nada”, añade la joven que el año pasado, al igual que su amiga, estuvo prácticamente desconectada de la escuela.
A veinte minutos del asentamiento ribereño está el barrio de Villa Trujui. Allí en la modesta parroquia de Nuestra Señora de Itatí ubicada en la calle Vucetich alo 6600, voluntarias de Cáritas cocinan para más de 2500 personas todos los días. El encargado de organizar todo es el padre Joaquín Giangreco, más conocido como el “Tano”.
El sacerdote consiguió una donación de 5 antiguas computadoras y una Tablet para que los chicos de la zona puedan conectarse. Muy habilidoso, el cura encontró un cable de varios metros y lo añadió a un aparato para distribuir la señal. Eso sí, “si hay más de tres funcionando se nos cae internet, pero por lo menos logramos que los chicos se turnen y vayan haciendo algunas clases”.
La improvisada sala de computación se encuentra en un salón en el primer piso de una construcción contigua a la capilla. “Hemos hablado con muchos maestros porque muchas veces es inviable la virtualidad”, dice a Infobae preocupado. “A nosotros todo el tiempo de nos cae wifi, se nos corta internet, entonces, si desde acá que a veces podemos tener la suerte de contratar un servicio de wifi se nos puede caer todo el tiempo el sistema, más difícil es con los que no tienen crédito, la verdad es que hacen lo que pueden”, explica.
El padre cuenta que los voluntarios del comedor ahora ayudan a los chicos a conectarse con la escuela. “Estamos haciendo apoyo escolar porque falta mucho estímulo en lo que hace a la educación y el aprendizaje”. Mientras habla, una nena de 5 años llamada Guadalupe se conecta con la Tablet de la capilla y aprende los colores con cuatro chicos más que se ven a través del zoom. La niña está feliz porque puede participar de la clase, mientras su mamá cocina para la multitud que está por llegar a comer a la Iglesia.
A pocos metros dos jóvenes siguen atentamente las lecciones del terciario, sin importarles si las computadoras tienen más de dos décadas. El religioso relata todo tipo de anécdotas derivadas de la falta de presencialidad en las escuelas. “Hoy a un chico le presté la compu que tengo yo acá y se ve que como no le andaba el micrófono, no pudo responder el presente. ¿Qué pasó? Lo sacaron de la clase”, cuenta angustiado por la falta de empatía de la maestra. El cura clasifica a los profesores en tres grupos “Hay docentes que se preocupan, docentes que comen mientras dan clases y otros que hay que sacarse el sombrero porque tratan de estimular y ser creativos”, describe.
Al lado de la capilla vive Leandro Infrán con su mujer. Tienen 3 hijos en edad escolar y una beba. La más grande, está en 6to año de la Escuela 51 de Villa Ángela y quiere recibirse pronto para inscribirse en la carrera de policía. La adolescente está ansiosa por ponerse el uniforme como sus tíos y su abuelo. “Nosotros tenemos prácticamente un teléfono, porque el otro anda cuando quiere. Cuando uno usa celular el otro tiene que esperar, entonces los 3 no pueden hacer las clases al mismo tiempo. A veces les dan todo en un día, para entregar el trabajo práctico al día siguiente y no llegan, porque por internet tienen que mandar también los trabajos. Encima este año es más complicado que el año pasado porque no hay cuadernillos”, reflexiona el hombre preocupado por el futuro de su familia.
Leandro fue durante años maestro pizzero en Pizzalandia, pero cerró. Después trabajó como albañil, pero en estos momentos dice que changas ya casi no hay. Su máxima aspiración es que sus hijos terminen los estudios. “Mi mujer cuida chicos pero cada vez tiene menos trabajo así que ahora vamos a buscar la comida a la Iglesia. Es la que nos queda”, confiesa angustiado.
“Todos mis hijos quieren ir a la escuela. Acá internet gratis no hay. Y está carito para poner el wifi. Te cobran la bajada de la antena y 3700 pesos por mes”.
El hombre, muy informado, escuchó que en el gobierno planea abrir las escuelas con una “presencialidad administrada”. “Mientras que vayan a la escuela y terminen los estudios está bien, pero mis hijos tuvieron desde que empezaron las clases sólo dos días presenciales y nada más y una tuvo un solo día”, describió desahuciado.
Para el Padre Tano Giangreco el cierre de las escuelas no impactó demasiado en la reducción de casos de COVID, tampoco notó que haya habido más enfermos cuando comenzaron las clases. “El impacto sí lo vi cuando en las capillas dejó de haber los operativos. Acá teníamos el Renaper, Anses, pero cuando se fueron, explotó el virus porque la gente comenzó a trasladarse a hacer los trámites”, reflexionó.
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