Un ruido brumoso, persistente e inclasificable lo acompañó durante toda su vida. Una sensación de extrañeza en cada abrazo con su madre, en la depresión alcohólica de su padre, en los silencios familiares, en la casa sin fotos viejas ni ventanas de Villa Pueyrredón a la que se mudaron apenas retomada la democracia, en la idea de irse a vivir a Canadá cuando él era todavía un niño, en esas cosas que, a la edad de escuela primaria, veía que pasaban a su alrededor: todos los chicos de su edad iban al club, dormían en la casa de sus amiguitos. Menos él.
“A lo largo de los años había tenido indirectas que no entendí hasta un día que viene un primo, el esposo de mi prima, y me dice ‘tengo que hablar con vos’”, cuenta Silvio Migli. Y el primo le preguntó: “¿Alguno te dijo lo de tus papás”?
Era el invierno de 2018. Silvio acaba de cumplir 42 años. Su mamá había muerto pocos días atrás y hacía apenas una semana él había recibido un mensaje a su casilla de Facebook que le resultó inquietante. Desde la Comisión por el Derecho a la Identidad (CONADI) le preguntaban por la historia de su vida: habían detectado que su partida de nacimiento es irregular. En el papel no hay firma de partera, ni de médico alguno.
Sólo se indica que él, Silvio Oscar Migli, nació el domingo 20 de junio de 1976 a las 13. Figura la firma de dos testigos, dos hombres que para el Silvio niño de los ’80 fueron “el tío juan” y “el tío Marcelo”. Y algo más, la partida dice que nació en un domicilio de la calle Bucarelli 1113 de la Capital. Pero en el registro no figuraba ningún hospital ni clínica. Esa dirección era la casa del “tío Juan”. “No sé dónde nací”, dice con angustia Silvio en una charla con Infobae.
Con dos hijas y un ejército de canas invadiendo el territorio de su pelo hasta ahora siempre negro, un container de fichas le cayó encima de la espalda a Silvio cuando su primo finalmente le dijo lo que todos le habían ocultado: “¿Alguno te dijo lo de tus papás? Mirá, no sos hijo de tu papá ni de tu mamá. Es muy probable que seas hijo de desaparecidos”.
Eran pocos los que sabían en la familia Migli y su entorno que Silvio era adoptado. Los suficientes para armar un círculo de silencio, mentira y complicidad que nadie se animó a romper hasta que los creadores de ese misterio murieron y se llevaron toda la verdad con ellos a la nada.
Silvia Diadema Moreira, su madre adoptiva, y Ricardo Oscar Migli, su padre adoptivo, le contaron de la adopción apenas a su círculo más íntimo. Pero incluso ante ellos disimularon siempre la forma en que llegó Silvio a la casa. A algunos les contaron que lo trajeron de Uruguay, a otros que una amiga de Silvia no podía tenerlo y se los dio. Usaban diferentes versiones sobre la misma adopción. Y muy pocos sabían que en el camino entre el vientre de su madre biológica y los brazos de la adoptiva había un siniestro médico de la dictadura.
Su prima, la esposa del hombre que le dijo la verdad, tenía 12 años cuando lo trajeron a Silvio. Él tenía una semana de vida aproximadamente. Fue tres o cuatro días antes del 20 de junio de 1976, por eso cree que nació entre el 11 y el 18 de junio. Su prima recuerda el momento exacto en que el bebé llegó. Y que un mes antes de recibirlo, su madre adoptiva empezó a usar vestidos holgados para aparentar un embarazo.
“Cuando me enteré que era adoptado me quedé sentado y me caían fichas, cosas que habían pasado, respuestas de ellos de toda mi vida”, cuenta. Silvio empezó a armar el rompecabezas. Ahí entendió lo raro que siempre fue saber que tenía padres tan grandes, en una época donde las familias se armaban temprano. Cuando Silvio llegó a la casa de la avenida Monroe, su madre adoptiva tenía 38 y su padre, 39. Y no tenían otros hijos.
Una tarde de adolescencia se le ocurrió preguntarle a su madre adoptiva por qué le pusieron Silvio Oscar. La respuesta nunca lo convenció. La entendió muchos años después. “Ella me dijo ‘no sé, tu papá te fue a anotar y vino y me dio la sorpresa’”.
De la boca de su prima supo que sus padres “no estaban preparados para recibirlo” y que sus tíos les dieron ropa que había sido de ella porque no había ropa de bebé en la casa. Que llegó cuando aún tenía el cordón umbilical. Y que, como si supiera que estaba en un lugar extraño, con gente desconocida, el bebé Silvio se resistió durante varios días a ser alimentado. “Yo no quería comer. Mi prima me dijo ‘te ponían miel en la mamadera para que agarraras’”, relata y parece como si hablara de la historia de otro.
Podría haber sido una adopción ilegal de las tantas que había en los años ‘70. Era una práctica común de la época. Proliferaban el tráfico de bebés, las adopciones ilegales e incluso la compra y venta de niños. Esa podría ser la historia de la vida de Silvio. ¿Pero entonces por qué su primo le dijo con tanta seguridad que él era hijo de desaparecidos? ¿Por qué CONADI lo buscó y lo contactó casi al mismo tiempo que murió su madre?
La respuesta tiene un nombre y un apellido: Carmelo Spatoco, médico del Hospital Naval, acusado en los juicios por lesa humanidad (murió antes de la sentencia) de inyectar “tranquilizantes” a los desaparecidos antes de subirlos a los vuelos de la muerte, de estar a cargo de los partos en la ESMA y ser el médico personal del genocida Emilio Eduardo Massera.
“Cuando se abrió la puerta del consultorio, la Negrita sintió que se le detenía la sangre. El especialista que iba a atenderla era nada menos que el doctor que le había aplicado una inyección el día de su fallido traslado, el día de Reyes, y que había aprovechado la situación para manosearla con lascivia. Su nombre era Carmelo Spatocco (sic). Tuvo el impulso de dar media vuelta y correr, pero se dejo revisar y diagnosticar, aterrorizada. Todavía conserva los estudios y las ordenes con el nombre del medico que aplicaba las inyecciones a los prisioneras antes de los traslados en el campo de concentración”. Así lo mencionan las periodistas Olga Wornat y Miriam Lewin en su libro “Putas y guerrilleras”, sobre los crímenes sexuales en los centros clandestinos de detención durante la dictadura cívico militar de 1976-1983.
“Un día me pusieron en una fila y nos inyectaron uno por uno. Llegué a ver la cara de quien inyectaba y lo reconocí años después en su consultorio: el doctor Carmelo Spatoco, ya fallecido”, dijo a Página 12 Graciela García, sobreviviente de la ESMA, en una nota publicada en 2008.
“No sé dónde nací”, repite Silvio. Y sigue: “No sé sabe cómo llegué. No sé dónde nací. Yo no tenía partida de nacimiento, fue mi viejo, me anotó. Hablé con una tía postiza, Teresa, y le digo ‘qué sabés’ y ella me dice que no sabía cómo había llegado pero que “el primo de tu papá te ayudó con los papeles, el médico”.
“El médico” era efectivamente Spatoco. La relación del médico de la Armada fue muy cercana con sus padres adoptivos. La esposa del represor era prima hermana del papá de Silvio. El propio Spatoco fue testigo del casamiento de Ricardo Migli y Silvia Diadema Moreira.
“El día que el marido de mi prima me lo dijo yo ya estuve seguro que era hijo de desaparecidos. Tenía miedo de ir a CONADI porque sentía que iba a cambiar mi vida. Pero hablo con ellos, les cuento mi historia y les digo: “Mi papá tenía un familiar militar que veía de chico y lo volví a ver cuando me sortearon para el Servicio Militar a los 17. Lo que sabía de él es que era capitán de fragata, que había ido a la Antártida, que era subdirector del Hospital Naval. De CONADI me dicen: ‘Él era el médico de Massera’”.
Silvio recuerda que Spatoco iba mucho a su casa “hasta que algo pasó, se pelearon”. Y lo volvió a ver en aquel episodio del sorteo de la colimba. “Mi vieja no quería que yo lo hiciera. Él para mí siempre fue el médico de mi vieja, la atendía él. A mí también, era nuestro médico de cabecera. En 1992 lo voy a ver a él, no recuerdo a dónde, quizás al Hospital Militar, voy con mi vieja a su consultorio y nos dice ‘Che, te salió lindo pibe, lástima que sea Migli’. Nunca me olvidé de ese comentario”.
Cuando Silvio se enteró de su adopción irregular fue a ver a la prima de su padre, la viuda de Spatoco, y le pasó lo mismo que con muchos otros familiares. “Me dijo que de esa época no se acuerda nada. No le hablé más, lo dejé pasar, sin pruebas no puedo acusar a nadie, ¿qué le voy a decir?”.
También llamó a una hermana de su madre adoptiva que murió este 2021 en Uruguay y le dijo lo mismo que otros sobre su llegada a la casa: “El primo de tu papá los ayudó”.
Según el requerimiento de elevación a juicio de la causa ESMA firmado por el fiscal federal Eduardo Tahiano, Spatoco, uno de los imputados, se desempeñó como Teniente de Navío en el Departamento de Sanidad de la Escuela Superior de Mecánica de la Armada con funciones de médico de sala desde 1976 hasta mediados de 1977. Le decían “Patoca”.
La detenida Marta Remedios Álvarez también declaró que Spatoco aplicaba inyecciones para los vuelos de la muerte. En esa causa, figura como víctima Graciela García Romero, cuyo testimonio también indica que el médico le aplicó en 1977 una inyección en la cola “de una manera muy obscena”. Otra víctima, Susana Ramus, declaró que Spatoco atendía a las embarazadas detenidas en la ESMA y que luego lo vio en el Hospital Naval.
Silvio supo que Spatoco estuvo a cargo de Massera cuando el genocida tuvo problemas de salud. “Dos más dos es cuatro”, sonríe irónicamente. Sin embargo el análisis de ADN que hizo el Banco Nacional de Datos Genéticos no encontró compatibilidades entre los registros.
“Esperé el resultado de CONADI porque es todo muy sospechoso pero no dio nada, tiene que ser del 100% la coincidencia para que ellos te digan algo”, explica Silvio, con decepción.
“Puede ser que sea hijo de desaparecidos y no tenga familiares, puede ser que no sea también, había mucho tráfico de bebés en esa época. Mucha gente se fue afuera en aquellos años también. No sé”, repite Silvio, que además del ADN con la CONADI hizo un estudio privado que le dio que sus orígenes podrían estar en el sur de Tucumán.
El Banco Nacional de Datos Genéticos no tiene las muestras de todas las personas detenidas desaparecidas durante la dictadura por lo tanto faltan algunos eslabones en la cadena de la verdad. Por eso hay casos, como el de Silvio, que no se puede confirmar ni desmentir que sea hijo de desaparecidos.
En el Banco Nacional de Datos Genéticos existen 278 grupos familiares, algunos completos y otros muy incompletos. “La realidad es que hay muchas familias que la dictadura diezmó y queda un solo familiar y esa información genética no alcanza para establecer una compatibilidad con toda la gente que vino al Banco. Puede ser que el nieto de esa familia esté representado en el Banco pero puede pasar que no tengamos suficiente información genética y suficientes familiares como para identificarlo”, explica a Infobae Mariana Herrera Piñero, directora del Banco.
Por esta institución pública ya pasaron 12 mil personas. “Obviamente la gran mayoría son negativos porque se recuperaron 130 nietos. Los demás continúan en comparación porque en la medida que completemos esos grupos familiares nos ayuda. Y además porque están apareciendo nuevas tecnologías que nos van a permitir con muy poquitos familiares poder hacer una identificación. Eso continúa permanentemente”, agregó Herrera Piñero.
“Cuando nosotros en el informe decimos que la persona no pertenece a un grupo familiar del Banco decimos que no se incorporaron compatibilidades hasta el momento. Su muestra queda en comparación para el día que se incorporan nuevos familiares o grupos familiares. En el Banco hay 30% de grupos que no tienen información genética”, detalló la funcionaria, doctora en ciencias biológicas y fundadora de la Sociedad Argentina de Genética Forense.
“Por momentos me pongo a investigar y por otros lo dejo estar porque es difícil. Yo quiero saber pero estoy bastante acotado de herramientas. Mi partida de nacimiento tiene dos testigos, uno está vivo. Lo encontré y lo llamé por teléfono. Hoy tiene 82 años. Era socio del taller de tapicería de mi viejo, era mi tío Marcelo, lo dejé de ver a mis 15 años”, cuenta Silvio
Marcelo le dijo que recordaba el momento que firmó la partida, pero que lo tomó como un trámite más. “Tenía que firmar y firmé, necesitaba un testigo”, fue la respuesta, seca, escueta y de alguna manera evasiva. Marcelo Goro Guerra prometió volver a llamarlo pero nunca lo hizo.
Para Silvio, él podría saber. “Mi viejo trabajaba mucho con los militares. Mi viejo le hizo el tapizado al Cadillac de Perón en 1980. Los choferes de Casa Rosada le llevaban los autos”, cuenta. Está casi seguro que su adopción ilegal se hizo a través de Spatoco pero no era el único vínculo con la dictadura que tenían sus padre. “Mi vieja era modista, trabajaba en Belgrano, e iban las mujeres de los militares a hacerse ropa ahí. Si llegó por algún lado supongo que fue así”, dice sobre sí mismo.
Su madre adoptiva, Silvia, se adueñó de la verdad y se la llevó con su inexistencia. Silvio nunca la vio flaquear con la carga del secreto. Al contrario. “Creo que mis viejos no sabían en qué se metían y después cuando se enteraron se les vino el mundo encima. Ellos se mudaron a un PH que no tenía ventanas. Mi tía ahora me contó que ellos eligieron ese PH porque tenían miedo de que me vieran de afuera. Me tenían escondido”, comenta Silvio, con perplejidad.
Ese ruido brumoso nunca se detuvo en el corazón de Silvio. “Mi vieja me aislaba de niño. Yo estaba aislado, era hijo único, no tenía amigos. Hasta los 13 años no fui al club. Mi infancia fue solitaria y me acuerdo escenas de sentir que estaba preso. Miraba que el día estaba lindo y no podía salir antes de los 10 años. En ese PH ya de grande no podía dormir. No podía estar, me ahogaba, todas cosas que después las entendí perfectamente”, agrega.
A diferencia de su madre adoptiva, su padre sufrió el peso de la verdad. Padeció depresión, alcoholismo y murió de un cáncer. “Mi vieja no podía tener hijos, había tenido un tumor y mi viejo seguro que le quiso dar el gusto. Siempre sentí de mi vieja que ella tenía una necesidad. Quizá pasados los años se dieron cuenta qué hicieron. Mi viejo estoy seguro, no lo aguantó. Él me quería bien. Y mi vieja no, me necesitaba más que me quería”.
Silvio dice estar seguro de que su padre se arrepintió “toda su vida”. Pero no tuvo la oportunidad de preguntarle, ni a él ni a su madre. “Mi viejo pagó todo con su salud. Imagínate un secreto así que te pese tanto con tu hijo. No sé cómo habrá hecho”, comenta y resalta dos coincidencias que no puede creer: “A mí me anotaron como nacido el 20 de junio, mi vieja murió el 20 de junio de 2018 y a mi papá lo internaron por última vez un 20 de junio, ese día el médico me dijo ‘no sale’”.
Más allá de las casualidades (o causalidades cósmicas) de la fecha, Silvio tiene la corazonada de que es hijo de desaparecidos, pero no tiene cómo confirmarlo. No al menos hasta que aparezca un nuevo rastro genético en el BNDG que permita cotejarlo con el suyo. “Todas mis sospechas apuntan ahí, por algo mi primo vino y me dijo ‘vos sos hijo de desaparecido’, no me dijo ‘vos sos adoptado’”.
“Mi mamá le dejó una carga muy fuerte a mi prima durante 40 años, hasta poco antes de fallecer le decía ‘si se siente solo o tiene una enfermedad le contás, sino no le cuentes’. Le dejó una carga para toda su vida”, repite Silvio, con su hablar pausado. Las pocas palabras de su madre, tanto como los silencios, resuenan todavía en su corazón, que ahora late en estado de pregunta.
La historia de Silvio Migli es la historia de miles de niños que nacieron entre 1976 y 1980 y que podrían ser hijos de detenidos desaparecidos por la dictadura. Los genocidas responsables nunca hablaron. La mamá adoptiva de Silvio tampoco. Pero cuenta él que su prima le reveló algo que su madre adoptiva le dijo antes de morir: “Si se siente mal avisale. Seguro que hay gente que lo está buscando”.
Si creés que podés ser hijo o hija de personas desaparecidas comunicate al 0800 – CONADI (266234) o por correo electrónico a conadi@jus.gov.ar
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