Aldo Rico, más conocido en el Ejército como “Ñato”, tenía 44 años, era instructor de comandos y había tenido un notable desempeño en Malvinas como jefe de la Compañía de Comandos 602. Eso le valió una condecoración “al mérito militar” y un importante reconocimiento de sus pares.
Nació en el barrio de Palermo, y pasó varios años de su niñez en Mataderos. Era hijo de José María Rico, un inmigrante asturiano dueño de un bar frente al Hospital Salaberry, y Lidia Elena Carmen Fouz. “Yo soy asturiano: loco, malo y mal cristiano”, le gusta bromear aún hoy.
En el hogar familiar no abundaban las discusiones políticas, ni las simpatías militares. Sus padres imaginaban para él un futuro como contador público, por lo que se vieron sorprendidos cuando decidió que ingresaría al Ejército. Según su relato, descubrió su vocación militar leyendo la Historia de la Segunda Guerra Mundial de Winston Churchil. En 1960, ingresó al Colegio Militar, de donde egresó en julio de 1964: terminó la carrera con algo de demora porque fue sancionado por una insubordinación y fue obligado a repetir el año.
Su foja de servicios acumularía un largo historial de insubordinaciones y sanciones, que iban acrecentando su fama entre sus compañeros y aún más allá. Y es que, además de ser remiso a la autoridad, también era un alumno brillante, que se destacaba tanto por sus aptitudes físicas como intelectuales. De convicciones fuertes, no se privó nunca de expresarlas y llegó a levantarse y abandonar una clase en la Escuela de Guerra por sus disidencias con el profesor, lo que por supuesto fue a engrosar su foja de sanciones disciplinarias. Al terminar el Colegio Militar, era encargado de la Tercera Compañía de Infantería, escolta de la bandera y tercero en el orden de mérito de su clase. Hizo el curso de paracaidista y estuvo destinado en el Regimiento 16 de Infantería de Montaña y luego en el Regimiento 5 de Infantería en Paso de los Libres. En 1968 realizó el curso de comando, una especialidad sobre la que volveremos.
A pesar de que aún hoy sigue declamando que combatió la subversión, no se le conocen acciones concretas ni antecedentes de violaciones a los derechos humanos, más allá de dos denuncias que fueron desestimadas por la Justicia luego de comprobar su falta de fundamentos, y que él atribuye a cierto ánimo de venganza y a la voluntad de desprestigiarlo. En un caso, la histórica dirigente justicialista Norma Kennedy lo acusó de haber formado parte del grupo de tareas que secuestró de su hermana, Delia Kennedy de Sady, el 10 de mayo de 1976, mientras Rico prestaba servicio en la Policía Militar de Campo de Mayo. Él argumentó, con una fotografía en un diario, que ese día había estado en una ceremonia del Ejército en otro lugar, y ante la falta de pruebas se le dictó la falta de mérito. Más recientemente, fue nombrado como supuesto entregador de Marcela y Felipe Noble Herrera a la dueña del diario Clarín, Ernestina Herrera de Noble, aunque la falta de pruebas y testimonios que avalaran la versión, sumado a la comprobación de que los jóvenes no eran hijos de desaparecidos, terminaron en un sobreseimiento.
Durante los primeros años de la dictadura, entre 1976 y 1979, estudió en la Escuela Superior de Guerra, donde se destacó siempre por encima de sus compañeros. En 1980 fue destinado a la Escuela de Infantería, como jefe de los cursos para personal superior y de Comando.
Cuando en la Guerra de Malvinas dirigió la Compañía de Comandos 602, formada por unos 45 soldados oficiales y suboficiales, ostentaba el grado de mayor. Su desempeño fue heroico, aunque sus resultados hayan sido difíciles de medir.
Tras la guerra, fue destinado a la Brigada de Infantería Mecanizada 10 y al II Cuerpo de Ejército en Rosario, hasta que a fines de 1985 llegó al Regimiento 18 de Infantería con asiento en San Javier, en la provincia de Misiones, donde se encontraba cuando Ernesto Barreiro (“El Nabo”) se negó a declarar, encendiendo la mecha del alzamiento.
Siguiendo el plan previsto, Barreiro iba a refugiarse en el Regimiento de Infantería Aerotransportada 14, a cargo del teniente coronel Luis Polo, en vez de concurrir a los Tribunales. Eso fue lo que le comunicó a Polo en la noche del martes 14, quien probablemente ya estuviera al tanto de la situación: como muchos miembros del grupo carapintada inicial, Polo era parte de la Promoción 94 del Colegio Militar y tenía una relación de amistad con Rico.
El regimiento que Polo comandaba estaba ubicado sobre la ruta E 55, camino a La Calera, rodeado de guarniciones militares. Era ideal para garantizar las condiciones de seguridad para resistir. Todo indica que los carapintadas nunca tuvieron el plan de efectuar un solo disparo contra sus camaradas y confiaban en que tampoco serían reprimidos. Pero necesitaban refugiarse en destacamentos que no estuvieran en medio de núcleos urbanos para evitar grandes concentraciones de manifestantes en sus alrededores, algo que sabían que el Gobierno iba a alentar. Polo le comunicó la decisión de Barreiro al jefe del II Cuerpo de Ejército, el general Antonio Fichera, y viajó a Buenos Aires para informarle personalmente al jefe del Estado Mayor General del Ejército la situación.
El miércoles 15 de abril, a las 16:30, se cumplió el plazo para la presentación de Barreiro, quien desoyó los pedidos de sus superiores y se quedó “asilado” en el regimiento. La Cámara Federal de Córdoba lo declaró en rebeldía y, a la noche, el Ejército dispuso su baja del servicio activo, siguiendo las instrucciones que había dado el presidente Raúl Alfonsín a fines de febrero.
O el Gobierno estuvo mal informado, o evaluó mal los acontecimientos, minimizándolos. Según la versión de Horacio Jaunarena, Ríos Ereñú le garantizó que el incidente iba a ser “rápidamente conjurado”. Alfonsín tenía previsto viajar a Chascomús para pasar junto a su familia el fin de semana largo de Semana Santa, por lo que consultó con sus asesores si debía suspender los planes –que ya habían sido anunciados públicamente-. Jaunarena y Alfonsín confiaban en la lealtad del general Fichera, quien también tenía una foja de servicios para nada inocente: como teniente coronel, había estado a cargo del Grupo de Artillería Nro 1 de Ciudadela, del cual dependían los centros clandestinos de detención conocidos como el “Sheraton” y “El Vesubio”.
A pesar de las dudas sobre la posibilidad de que Ríos Ereñú y Fichera pudieran encauzar el conflicto, se decidió que alterar la agenda presidencial podría generar mayor intranquilidad. Con esa incertidumbre, Alfonsín partió rumbo a Chascomús en la noche del miércoles 15, sólo para volver pocas horas después.
El jueves por la mañana, en Córdoba, un capitán se presentó vestido con ropa de fajina ante varios medios de prensa diciendo representar al “grupo que controla el Tercer Cuerpo”, apoyando al por entonces ya ex mayor Barreiro, y enunciando por primera vez el desconocimiento del jefe del Estado Mayor: “Ha pretendido regalarnos y no tiene autoridad para negociar”.
En las inmediaciones del regimiento que alojaba a Barreiro, los amotinados comenzaron a pintarse las caras con betún y desplegaron armamentos en los patios. La noticia era ya inocultable,y se diseminaba por las agencias de noticias, radio y televisión.
Desatada la crisis, Alfonsín debió volver en un helicóptero que lo trasladó directamente a la Casa Rosada. Una vez en la sede del Gobierno, supo por sus colaboradores que si bien parecía focalizada en Córdoba, en las Fuerzas Armadas el clima que imperaba era el de evitar enfrentamientos entre uniformados. Más tarde, en un almuerzo con los oficiales destinados en la Casa de Gobierno, pudo saber algo más sobre Barreiro: si bien no parecía gozar de características de liderazgo, y muchos no compartían el procedimiento que estaba empleando, lo cierto es que su actitud había despertado simpatías generalizadas. En el Gobierno sospechaban que los hechos que se habían ido sucediendo respondían a un plan y decidieron en un principio limitar la situación al Ejército, evitando la intervención del resto de las Fuerzas para no alimentar rivalidades.
Si Alfonsín había errado en la evaluación inicial del conflicto, en cambio tuvo el acierto de, en el momento justo, poner en juego los bríos democráticos de la Argentina posdictatorial, llamando a movilizaciones en plazas y calles de todo el país. El radicalismo puso en estado de alerta a sus bases, mientras que desde los medios se trazaba un panorama apocalíptico. La estrategia había sido diseñada por el publicista David Ratto, quien había dirigido la campaña presidencial y se desempeñaba como asesor de comunicación del presidente. Todo conflicto con los militares sería subsumido al dilema “democracia o dictadura”, incluso cuando ya en ese entonces estaba clara la complejidad de la crisis interna que asomaba en el frente militar. Puesto en esos términos, el sistema político todo, incluyendo a sindicatos, empresarios y asociaciones de la sociedad civil, se vieron obligados a encolumnarse detrás de la figura presidencial.
También desde el exterior llegaron los apoyos y las adhesiones por parte de los mismos gobiernos extranjeros que, en privado, pedían a las autoridades argentinas que cerraran la etapa de juzgamiento del pasado. Ronald Reagan, François Mitterrand, Giulio Andreotti, Felipe González, Andrea Papandreu, Shimon Peres, Alan García, Julio María Sanguinetti y José Sarney fueron algunos de los que, de diferentes modos, hicieron llegar su adhesión. Hasta Fidel Castro se anotó en la defensa de las instituciones de la democracia.
En la noche del jueves, el Ejecutivo convocó a una Asamblea Legislativa mientras que afuera, en la plaza, una multitud acompañó al presidente. Todo el mundo fue a la Plaza de los Dos Congresos: hubo actores, músicos, sindicalistas, estudiantes, organizaciones de derechos humanos e intelectuales. De izquierda a derecha, las organizaciones políticas también se hicieron presentes con sus banderas.
En su discurso, Alfonsín dijo que era un alzamiento contra la democracia y prometió no hacer concesiones ni “negociar el igualitario sometimiento de todos los ciudadanos, con o sin uniforme, a los dictados de la ley”. “Se pretende por esta vía imponer al poder constitucional una legislación que consagre la impunidad de quienes se hallan condenados o procesados en conexión con violaciones de derechos humanos cometidas durante la pasada dictadura. No podemos en modo alguno aceptar un intento extorsivo de esta naturaleza. Nos lo impide la ética, nos lo impide nuestra conciencia democrática, las normas constitucionales, así como las que rigen a las Fuerzas Armadas basadas en la disciplina. También nos lo impide la historia de la que los argentinos hemos extraído una clara enseñanza ceder a ningún planteamiento semejante sólo significaría poner en juego el destino de la nación. Entonces aquí no hay nada que negociar. La democracia de los argentinos no se negocia. Se terminó para siempre el tiempo de los golpes, pero también se termina el tiempo de las presiones los pronunciamientos y los planteos”, sostuvo el presidente.
A pesar de insistir en varias oportunidades en que no negociaría, al finalizar el discurso pareció tender un puente con los insumisos. “Reafirmaremos en hechos concretos los criterios de responsabilidad que permitan la definitiva reconciliación de los argentinos”. ¿Por qué, si ya entonces estaba listo el proyecto para establecer por ley la presunción de la obediencia debida, Alfonsín insistía en que no negociaría ni consagraría la impunidad de las violaciones a los derechos humanos, sólo para autodesmentirse instantes después?
En sus memorias, Alfonsín argumenta que cuando dijo que no negociaría, tenía aún una “noción imprecisa” de lo que ocurría en el Ejército y pensaba que la situación se limitaba a Córdoba, por lo que creía que una vez resuelto allí el problema, se resolvería en todas partes. Para algunos analistas, el mandatario apelaba otra vez al doble mensaje, tal vez creyendo que la rebelión podía sofocarse rápidamente. Existe también otra lectura, según la cual una vez que quedó en evidencia la inestabilidad que generaba el reclamo de los amotinados, Alfonsín utilizó esa verdaderamente novedosa convergencia del sistema político y la opinión pública en defensa de la estabilidad institucional para impulsar la “solución política” al problema de los juicios que había querido implementar desde un principio y que quedaría consagrada en la Ley de Obediencia Debida.
En efecto, el “Acta de Compromiso Histórico en Defensa de la Democracia” que el radicalismo redactó junto con el peronismo y que llevó la firma de prácticamente todos los partidos políticos tenía una profesión de fe republicana pero también una cláusula que a todas luces dejaba adivinar el próximo paso del Gobierno: “La reconciliación de los argentinos sólo será posible en el marco de la Justicia, del pleno acatamiento a la ley y del debido reconocimiento de los niveles de responsabilidad de las conductas y hechos del pasado”. Sólo algunos sectores de la izquierda –el MAS, el Partido Obrero y las Madres de Plaza de Mayor-Línea Fundadora- se negaron a firmarlo, porque entrevieron rápidamente que esa cláusula abría las puertas a una amnistía encubierta, que denunciaron en esos términos, y se retiraron incluso de las manifestaciones convocadas por el Gobierno.
Aun cuando la bulla ya era mucha, el alzamiento se encontraba recién en sus prolegómenos, y todavía no había entrado en acción el que sería su actor principal. En el Ministerio de Defensa recibían noticias de diferentes destacamentos, alertando sobre grupos de oficiales que se presentaban espontáneamente en actitud de rebeldía. Desde San Javier, Rico había enviado un radiograma de adhesión a Córdoba y, sin que el Gobierno lo advirtiera, partió en un vuelo de Austral de Posadas a Buenos Aires, vestido de civil. Casi al mismo tiempo, cinco vehículos iniciaron la marcha con rumbo a Campo de Mayo desde el regimiento de San Javier para sumarse a la asonada, pero el viernes por la mañana fueron interceptados por fuerzas leales a cargo del comandante del II Cuerpo, el general Ernesto Alais, y fueron detenidos. En este episodio, Alais se mostró como un efectivo defensor de la democracia, una imagen que se desmoronaría días después. Como el resto de los generales, también tiene un prontuario de violaciones a los derechos humanos: cuando murió, en 2016, estaba siendo enjuiciado por su responsabilidad en 97 homicidios en Regimiento 19 de Infantería de Tucumán, uno de los centros clandestinos de detención más emblemáticos del noroeste argentino, que funcionó desde 1975 en el Arsenal Miguel de Azcuénaga.
Sin el apoyo de la decena de oficiales que habían quedado en el camino, Rico no necesitó sin embargo mucho más que su presencia para sublevar a la Escuela de Infantería, donde lo esperaba Venturino. En la mañana del Viernes Santo, Barreiro se fugó del destacamento cordobés hacia Tucumán primero y Jujuy después, donde permanecería oculto hasta entregarse, varios días más tarde. El Regimiento 14 se rindió una vez que Barreiro se fue, luego de la mediación del presidente de la Conferencia Episcopal y arzobispo de Córdoba, el cardenal Raúl Primatesta, y el inicio de las actuaciones por desacato por parte de un juez federal. Antes de bajarse de la conspiración, Polo llamó a sus compañeros y les dijo: “Muchachos, háganse cargo de la cuestión. Yo puedo ser duro con los generales, pero no me pidan que aguante la presión de un cardenal y un juez juntos”.
El epicentro del alzamiento se trasladó entonces a Campo de Mayo, donde Rico haría su presentación ante la prensa difundiendo el Comunicado N 1, transformándose además en el líder de la sublevación y del movimiento carapintada, un apelativo que ya por entonces los medios comenzaban a usar.
Una hora antes de la aparición de Rico y de su lectura del comunicado, un grupo de oficiales distribuyó unos panfletos sin firma en las inmediaciones de la Escuela de Infantería, a donde se habían congregado varios medios de prensa y algunos civiles.
Los volantes, dirigidos “a todos los argentinos de buena fe”, rezaban: “No se dejen engañar, esto no es un golpe de Estado, es un problema interno de las Fuerzas Armadas. No somos ‘nazis’ ni ‘fundamentalistas’. Los juicios son anticonstitucionales (art.18 de la Constitución Nacional). La guerra es un hecho político. La solución debe ser política, no jurídica. Su seguridad nos costó mucha sangre. No negociaremos con los testaferros de la guerrilla”.
No obstante, cuando Rico se dirigió a la prensa, no hizo referencias ni aclaraciones respecto de si su objetivo era un golpe de Estado. El comunicado, que funcionó como partida de nacimiento del movimiento carapintada, consideraba “extinguidas las esperanzas de que la actual conducción de la Fuerza ponga fin a las injusticias y humillaciones que pesan sobre las Fuerzas Armadas”. “El feroz e interminable ataque ha generado el grado de desconfianza, indisciplina, y oprobio en que se encuentran las Fuerzas Armadas. Éste es tal que su existencia se ve comprometida si sus hombres no levantan la frente y dicen ¡Basta! Exigimos la solución política que corresponde a un hecho político como es la guerra contra la subversión”, sostenía el documento, que cerraba contando las adhesiones del Regimiento de Infantería 19 de Tucumán, del Regimiento de Infantería 4 de Monte Caseros (Corrientes), del Regimiento de Infantería 21 de Neuquén y del Regimiento de Infantería 35 de Rospenteck (Santa Cruz). En forma oral, Rico sumó a la lista a la Escuela de Guerra.
Un repaso por esas adhesiones pone en evidencia algunas características distintivas de los sublevados: en su mayoría fueron oficiales de infantería, de las especialidades de paracaidista y comandos, que se autoproclamaban “combatientes” y “malvineros”, aunque no todos lo fueran. Pero sobre todo parece haber pesado la solidaridad de la promoción 94 del Colegio Militar: a ella pertenecían los tenientes coroneles Luis Polo, jefe del regimiento cordobés donde Barreiro buscó refugio; Ángel Daniel León, a cargo de la guarnición tucumana; Héctor Álvarez Igarzábal, jefe del regimiento correntino; Alberto Valiente, jefe en Neuquén, y Santiago Alonso, jefe del destacamento santacruceño. Todos ellos habían sido compañeros de Rico en el Colegio Militar, lo mismo que los tenientes coroneles Enrique Venturino, Gustavo Zenón Martínez Zuviría, Arturo Félix González Naya y el presidente de la promoción, Ernesto Fernández Maguer, que adhirieron al alzamiento. Según una versión, Rico, León, Alonso y Polo habrían mantenido un encuentro a fines de febrero en la estación Chacarita del Ferrocarril Urquiza para coordinar las acciones.
En su momento de máximo esplendor, el alzamiento en Campo de Mayo reunió apenas a unos 200 oficiales. Pero su efectividad no estuvo tanto en la cantidad de adhesiones activas como en conseguir que nadie quisiera reprimirlos: de teniente coronel para abajo, nadie obedecía a los generales.
Pero fue una vez que el Gobierno dio la orden de comenzar los preparativos para sofocar la asonada que quedó en evidencia que la inmensa mayoría de los militares no tenía en sus planes tomar ningún tipo de acción contra sus camaradas. Nuevamente, la pertenencia a la Promoción 94 del Colegio Militar fue definitoria para instalar esa negativa a reprimir, como lo habían sido con las adhesiones. Los tenientes coroneles José Echeverría Cueba, jefe del Regimiento de Caballería 2 de Olavarría; Enrique Grassini, jefe del Regimiento de Caballería Blindada 10 de Azul; y Oscar Bossi, jefe del Grupo de Artillería 1 de Azul, que habían sido compañeros de Rico, Alonso, Polo y Venturino, manifestaron abiertamente que no dispararían sobre sus camaradas cuando fueron requeridos por sus superiores.
El intento de represión dio lugar a un episodio tragicómico, que dejó en evidencia al generalato contra el que se alzaron los carapintadas. El general Alais, un hombre de aspecto burocrático y pocas dotes para el combate, inició la marcha desde Rosario con un grupo de tanques. A medida que avanzaban y la gente los vivaba, esos vítores, en vez de alentar a los soldados, tenían un efecto adverso: sembraban hostilidad en los oficiales y suboficiales que iban en la columna. El papel de verdugos de sus camaradas no les agradaba y pronto resultó patente que esas tropas ya no obedecían a Alais y que se demorarían hasta el infinito en el camino. Por cada kilómetro que avanzaban, acampaban durante horas al costado de la ruta. Como era de esperar, no llegaron nunca a destino.
Las jornadas que siguieron al pronunciamiento del Viernes Santo fueron frenéticas, con intentos de mediaciones de todo tipo y color, y una peregrinación de políticos, sindicalistas, autoridades eclesiásticas y judiciales por la Escuela de Infantería con intenciones no siempre claras. Muchos querían genuinamente colaborar con la solución del conflicto o se acercaban para conocer, de primera mano, las demandas de los amotinados y el real peso de sus adhesiones. Pero también hubo quienes buscaron sacar provecho político o personal, o acicatear a los insurrectos para desgastar al Gobierno. Lo mismo sucedía en Casa Rosada: un incesante desfile de personalidades pedía entrevistarse con el presidente, el ministro o sus colaboradores, muchas veces sin tener muy en claro para qué.
Rico se trasladó hacia el Edificio Libertador para una reunión infructuosa con Ríos Ereñú, que a esa altura tenía mucho más que un pie fuera de la fuerza. También mantuvo un encuentro con el ministro de Defensa Jaunarena y, cuando todo parecía encaminado a una solución, sucedió algo que complicó las negociaciones.
Entre todos esos comedidos que se ofrecían espontáneamente para mediar, hubo uno que fue el más resonante, porque, lejos de destrabar el conflicto, lo agudizó. El intendente de San Isidro, Melchor Posse, un radical a quien algunos le atribuían aspiraciones a ocupar la cartera de Defensa, mantuvo reuniones con los amotinados y estuvo en la Casa Rosada con Alfonsín. Según trascendió, mientras Rico ya había avanzado en un acuerdo con Jaunarena, la intervención de Posse enrareció las negociaciones, cuando confirmó a los carapintadas que Alfonsín estaba dispuesto a firmar una amnistía.
En sus memorias, Alfonsín confirma el encuentro con el intendente pero no lo menciona a la hora de referirse al endurecimiento en las posiciones de Rico. (Más de)Treinta años después, los carapintadas siguen sosteniendo que Posse les prometió una amnistía, mientras que ex miembros del Gobierno sostienen que si bien el hecho pudo haber sido cierto, también pudo haber sido parte de la estrategia carapintada para lograr que fuera el propio Alfonsín quien tuviera que dirigirse hasta Campo de Mayo.
Las demandas de los carapintadas, que fueron expuestas durante el domingo de Pascua al gobernador de la provincia de Buenos Aires, Antonio Cafiero, y al sindicalista Armando Cavalieri, como representantes del peronismo, se resumían a cinco puntos: 1) el pase a retiro del general Ríos Ereñú y el nombramiento como jefe del Ejército de otro general elegido entre de una lista que ellos presentarían; 2) una solución política a la revisión de lo actuado por las Fuerzas Armadas durante la lucha contra la subversión; 3) el cese de la campaña de los medios de comunicación en contra de las Fuerzas Armadas; 4) retrotraer la situación de los oficiales involucrados en la revuelta al miércoles previo a Semana Santa, dejando sin efecto sanciones disciplinarias; y 5) un aumento del presupuesto destinado a las Fuerzas Armadas. Para el Gobierno, algunas condiciones eran innegociables, pero otras ya estaban en camino de cumplirse: Ríos Ereñú había avisado que renunciaría en cuanto el conflicto llegara a su fin y el proyecto de ley de obediencia debida estaba listo para ser enviado al Congreso desde hacía días.
En algún punto del empantanamiento en las negociaciones surgió la posibilidad de que fuera el propio Alfonsín a lograr la rendición de los amotinados. Fue lo que sucedió en la tarde del domingo, en un marco de extrema tensión: estaba fresco todavía el recuerdo del secuestro, durante once horas, que había sufrido en enero de ese año el presidente ecuatoriano León Febres Cordero, a manos de oficiales de la Fuerza Aérea que reclamaban la liberación de un general detenido por su responsabilidad en dos insubordinaciones anteriores.
Alfonsín aseguró que él se sentía “muy tranquilo”, y encontró en Rico “un militar muy entrenado” y en Venturino un hombre “más intelectual, de aspecto más pensante”. Todavía hoy es objeto de controversia lo que sucedió en esa reunión. Si no hubo negociaciones, lo cierto es que los carapintadas entendieron lo contrario.
Los protagonistas refieren un intercambio de ideas, en el que los amotinados expusieron el derrotero que los había llevado hasta ahí, marcado por las frustraciones de Malvinas y una cúpula del Ejército a la que consideraban “continuadora del Proceso”.
El presidente les expuso cuáles habían sido los objetivos de su política militar y de juzgamiento. También les mencionó el proyecto de ley que iba a enviar al Congreso y el pedido de retiro de Ríos Ereñú. En la conversación se habló de la figura legal para encuadrar los sucesos. El edecán presidencial, el coronel Julio Hang, explicó que lo que se había configurado durante los hechos de Semana Santa podría ser encuadrado como un “motín”, una falta disciplinaria, y no como un intento de sedición, un delito penal, de modo que las penas más duras recayeran sobre los líderes (y sólo habría sanciones disciplinarias para los subordinados implicados).
Antes de retirarse, el capitán Gustavo Breide Obeid se acercó al presidente y le hizo un relato de los padecimientos que habían sufrido en Malvinas por la decisión e inoperancia de sus superiores, el desprecio que sintieron cuando regresaron al país y cómo ahora debían afrontar las citaciones de la Justicia mientras que a los generales que habían dado las órdenes nadie los molestaba. Alfonsín recordó, años después, la voz temblorosa y los ojos húmedos de Breide Obeid cuando le dijo: “Señor presidente, comprenda usted nuestra situación. Nos llevaron a la guerra contra la subversión, convenciéndonos de que defendíamos a la sociedad contra una agresión. Tuvimos que librar así una lucha para la que no estábamos preparados, nos hicieron hacer cosas que nunca habríamos imaginado como militares, argumentando que defendíamos a nuestras familias. Nos llevaron a la guerra de Malvinas en pésimas condiciones materiales y sin planeamiento adecuado. Después de aguantar el frío, los bombardeos y la prisión inglesa, fuimos traídos de vuelta y escondidos como si fuéramos delincuentes. Después de eso no defendieron la dignidad del Ejército ni hicieron las reformas que pedíamos”.
Ese testimonio conmovió al presidente y fue lo que motivó que minutos después, desde el balcón de la Casa Rosada y ante una multitud, afirmara que entre los insubordinados había “héroes de Malvinas”. Fue en el mismo discurso en el que, tras desear felices pascuas, pronunció aquella frase famosa, archivada en la memoria colectiva: “La casa está en orden y no hay sangre en la Argentina”. Efectivamente, a pesar de la acción constante de agitadores en la Plaza de Mayo y en las inmediaciones de Campo de Mayo, la crisis militar terminaba de modo incruento.
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