Dentro de una jaula transparente, ubicada en un rincón de la sala de audiencias, Adolf Eichmann asistió al juicio que se le siguió por los crímenes cometidos durante la Segunda Guerra Mundial. Con la misma frialdad que un despiadado sicario dispara contra sus víctimas, indiferente, escuchó los 15 cargos en su contra y los terribles testimonios de los sobrevivientes. Mientras el mundo se estremecía con los relatos, la emoción no existía dentro del cubículo de vidrio blindado.
El 11 de abril de 1961, en Jerusalén, se comenzó a cerrar otro capítulo del horror instaurado por los nazis. Y fue especial, un acontecimiento que tuvo en vilo al mundo. No sólo por el avance tecnológico que significó la utilización de la traducción simultánea por primera vez. Sino porque sucedió otro hecho inédito también: uno de los responsables de la Shoa fue juzgado en Israel.
Siempre con los auriculares puestos, Eichmann oía impasible. Como si el cubo de cristal lo separara, ya no de posibles agresiones, de algún impulsivo adepto a la ley del talión, sino de la realidad. Y esto quedó en evidencia, en el momento en que el interrogado fue él. El resto del tiempo estuvo absorto en sus pensamientos o rebuscando entre sus papeles alguna respuesta fatua y poco convincente.
La fiera apresada, el genocida feroz, resultó ser débil, sin ningún brillo intelectual, de una lógica gris y confusa. Un ser mediocre. Un hombre que podría estar sentado en la mesa de al lado en un bar o que no llamaría la atención si se lo cruzara por la calle. Un hombre que estuvo sentado en muchos bares argentinos, tomando muchos cafes, durante demasiados años.
Eichmann no era un ser feroz, brutal, inhumano. Sin embargo, cometió crímenes feroces, brutales, inhumanos. Millones de crímenes. De asesinatos.
Cientos de enviados de los medios más importantes del mundo acudieron al proceso. Entre ellos sobresalía una mujer. La había enviado el New Yorker pero no era periodista. Era Hannah Arendt, filósofa judío alemana.
Arendt, como resultado de su asistencia al juicio, escribió un libro maravilloso y profundo, imprescindible: Eichmann en Jerusalén.
Sin concesiones, con ironía, lucidez y absoluta honestidad, Hannah Arendt diseccionó a Eichmann y a sus juzgadores como nadie.
Quizás ella haya sido la única que vislumbró la real naturaleza de Eichmann. Ella, como nadie, sin temores, con inclemente franqueza, no se arrastró por los lugares comunes. Llamó las cosas por su nombre. Con su pertinaz lucidez.
Arendt, en obras anteriores, había hablado del Mal Radical. A partir de su contacto con el caso Eichmann cambió de opinión. Tanto es así, que el subtítulo de su obra fue Un estudio sobre la banalidad del mal.
El mal para Arendt no puede ser radical, sólo extremo. Puede crecer desmesuradamente y extenderse a todo el mundo. Pero siempre carece de profundidad.
“Se extiende como un hongo en la superficie. Es un desafío al pensamiento – sostiene Arendt- porque el pensamiento trata de alcanzar cierta profundidad, ir a las raíces y, en el momento mismo que se ocupa del mal, se siente decepcionado porque no encuentra nada. Eso es la banalidad. Sólo el bien tiene profundidad y puede ser radical”.
Desde antes de su inicio se sabía que no solo se juzgaría a Eichmann. El gobierno israelí utilizaría cada una de las audiencias para exponer al mundo una versión definitiva del exterminio perpetrado por los nazis contra el pueblo judío.
Las palabras de apertura de las sesiones, pronunciadas por el fiscal Hausner, lo establecían de modo contundente: “En el sitio en que me encuentro hoy ante ustedes, jueces de Israel, para demandar contra Adolf Eichmann, no me encuentro solo; conmigo se levantan, aquí, en este momento, seis millones de demandantes. Pero ellos no tienen la posibilidad de comparecer en persona, de apuntar hacia la cabina de vidrio un índice vengador y gritar, dirigiéndose a aquel que está sentado en su interior: Yo acuso. (…) Por eso seré yo su portavoz, y en su nombre levantaré este acta de acusación terrible”.
El Fiscal y sus colaboradores, si bien con sólidos argumentos jurídicos, expresaban la opinión política del gobierno israelí, en especial de Ben Gurión, el primer ministro: se centraron en el sufrimiento del pueblo judío más que en los actos y responsabilidades de Eichmann.
Sin embargo, los jueces no se sometieron a las presiones políticas y nunca perdieron de vista el objetivo principal del proceso: establecer la posible culpabilidad del acusado y la medida de esa culpabilidad.
Eichmann, gracias a la intervención de sus juzgadores, pudo ejercer plenamente su legítimo derecho de defensa. Tanto él como su defensor, el Dr. Servatius, se expresaron con absoluta libertad en la Corte.
Frecuentemente, el presidente del jurado puso freno a los excesos del fiscal o corrigió defectos de traducción de los dichos de los testigos.
La gran dificultad que enfrentaron los jueces fue desentrañar la naturaleza de estos delitos. ¿Cómo actuar con imparcialidad ante la abyección, ante lo atroz, ante los crímenes inimaginables? ¿Quién es el asesino? ¿El que empuña el arma? ¿El que da las órdenes? ¿El que obedece? ¿Dónde están los límites de la obediencia? ¿Quién es responsable?
De una sentencia admirable, se destaca una frase admirable. “El grado de responsabilidad –dijeron los jueces- aumenta a medida que nos alejamos del hombre que sostiene en sus manos el instrumento fatal”.
Juzgar el genocidio, más allá de la obvia condena moral, no era sencillo desde el punto de vista jurídico. Determinar la naturaleza y autoría de esos crímenes, no contemplados previamente en las leyes, no imaginados por ningún legislador -aunque hoy parezca increíble- planteaba un desafío jurídico antes de Núremberg. Las categorías jurídicas conocidas resultaban insuficientes.
Eichmann esgrimió, hasta el hartazgo, sus ejes defensivos básicos. Él obedecía órdenes. Nada más. Por otro lado, sostenía, sus actos no podían ser juzgados por otro país, por ningún país: sus actos habían sido actos de Estado. Sólo se encargo de llevar a cabo, y con una extremada eficacia, aquello que era ley en su país, en la Alemania de la que Eichmann era funcionario. Allí, la palabra del Führer era ley, no sólo para Eichmann.
Desde su lugar en la estructura burocrática nazi, Adolf Eichmann organizó, sucesivamente, la expulsión de los judíos de Alemania, su deportación de los territorios ocupados por las nazis y el traslado de millones de judíos a los campos de exterminio.
Además fue el anfitrión de quince altos funcionarios nazis en la llamada Conferencia de Wansee. Allí, con Eichmann, como secretario, labrando las actas de la reunión, dejando constancia para la posteridad, se decidió establecer "La Solución Final".
Fueron asesinatos de masas: por las víctimas. Por el gran número de asesinos, también. Y Eichmann, entre los asesinos, ocupaba un lugar de importancia. Era él quien los enviaba a la muerte.
Diariamente partían trenes a los campos de exterminio con 2.500 o 3.000 judíos hacinados en los vagones de carga. No solo se ocupaba de los trenes. En el juicio se aportaron como pruebas circulares y órdenes emitidas por Eichmann y su oficina obligando a las autoridades locales de cada territorio para que los judíos de diferentes nacionalidades fueran objeto inmediato de las "medidas necesarias".
Eichmann conocía el destino que les esperaba a los pasajeros de sus trenes. Hay registros de sus múltiples visitas a Auschwitz y otros campos. El 31 de julio de 1941, Heydrich lo convocó a su oficina y le dijo: “El Führer ha ordenado el exterminio físico de los judíos”.
Durante el juicio Eichmann pretendió evitar su responsabilidad escudándose en una especie de obediencia debida. Sostuvo que sólo fue un pequeño engranaje de una gran máquina.
También afirmó que si él hubiera abandonado su puesto, otro lo hubiera ocupado. Esto podría ser cierto, pero de ningún modo lo exculpa por sus actos. Además de haberse demostrado que él era un dador de órdenes, no sólo un receptor, lo que oculta ese argumento es que lo que Eichmann intentaba decir era que siendo todos los culpables, nadie es culpable. O acaso, nada más que los máximos jerarcas nazis (que para esa época ya estaban muertos). Así desdeña la responsabilidad personal, la posibilidad de elegir libremente que Eichmann ejerció.
Como escribió Hanna Arendt: "(…) Sostuvo y ejecutó una política que consistía en negarse a compartir la tierra con el pueblo judío y los pueblos de cierta cantidad de otras naciones".
En la sentencia los jueces estimaron que “estaba probado fuera de toda duda que el reo había actuado sobre la base de una identificación total con las órdenes y una voluntad encarnizada de realizar los objetivos criminales”.
Fue condenado a morir en la horca.
Madrugada del 31 de mayo de 1962. El gobierno Israelí anuncia que rechaza todos los pedidos de clemencia recibidos por el reo.
En la celda, él y una botella de vino, su última voluntad.
Llega un ministro protestante. Le propone leer la Biblia juntos. Eichmann se niega. Prefiere estar solo los pocos minutos de vida que le quedan.
No llora. Bebe cortos sorbos y mantiene la mirada fija sobre una de las paredes.
Lo vienen a buscar. Mantiene la cabeza erguida en su camino al patíbulo. Piensa que todavía no estaba preparado. Dos días antes, el Tribunal Supremo había denegado su apelación. En el pasillo solo se escuchan sus pasos y los de los guardias que lo escoltan. Se cruza con varias personas en el camino, pero él no las mira.
Al llegar a la horca, le ofrecen una capucha. ¨No la necesito¨, responde. Le atan las piernas a la altura de los tobillos y las rodillas. Pide que le aflojen las ataduras. Quiere mantenerse erguido. Quiere morir con dignidad. Lo que no sabe, de lo que no se da cuenta es que algunas muertes violentas cubren de gloria a la víctima. Otras de infamia. Como la de Eichmann.
Su vida y, por qué no su muerte, están cubiertas de infamia.
Nada, ninguna vana actitud teatral, podrá dignificar ninguno de sus actos. Menos aún sus patéticas palabras finales: “Dentro de muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos. Tal es el destino de todos los hombres. ¡Viva Alemania! ¡Viva Argentina! ¡Viva Austria! ¡Nunca las olvidaré!”.
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