Un balazo en la cabeza y un cadáver bañado en sangre: la enigmática muerte de Juan Duarte, el hermano de Evita

Llegó al poder y se hizo rico. Fue secretario de Perón cuando era coronel y, luego, cuando fue presidente. Manejó la industria del cine, el comercio de la carne y los créditos de fomento. Fue asiduo de cabarets famosos de la época, regalaba autos a sus amantes. Sospechado de corrupción, su estrella se apagó tras la muerte de Evita. Su cuerpo fue hallado con un tiro en la sien. ¿Suicidio? ¿Crimen por encargo? 68 años después, sigue el misterio

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Juan Duarte, el hermano mayor
Juan Duarte, el hermano mayor de Eva apareció muerto en su casa hace 68 años

Lo encontraron al lado de su cama, de rodillas, con el brazo izquierdo apoyado en el borde del colchón y la cabeza sobre el brazo y embebido en su propia sangre. Vestía camiseta y calzoncillos. Y medias. Estaba muerto. Tenía un balazo en la sien derecha, a su lado, acaso un poco lejos de su mano, un revólver calibre 38, Smith y Weson, con una inscripción en el cañón: “38 S.W. Special F.U.S. Service”. El resto de la ropa, traje y camisa, colgaba ordenado en una silla, como si su dueño fuese a usarla mañana. Sobre una mesa, una carta de despedida dirigida al presidente de la Nación, Juan Perón. La frente del cadáver tenía un tatuaje impreso por la presión: el contorno del reloj de la víctima. Había sangre en abundancia en el cuerpo, en el colchón y en el piso.

Era la mañana del 9 de abril de 1953, en el quinto piso, departamento B de Callao 1944. El muerto no era un muerto cualquiera. Era Juan Duarte, cuñado del presidente, hermano de Eva Perón, que había muerto apenas nueve meses antes, un tipo que, de ser viajante de comercio, vendedor pueblo a pueblo de los jabones Guereño, pasó a ser un hombre poderoso de la primera presidencia peronista.

Todo lo demás, es oscuro. Todo. A sesenta y ocho años de esa muerte, lo único cierto es eso, la muerte. Como en todo crimen que roza al poder en la Argentina, motivos, intenciones, autores, autopsias, fines, medios y hasta las horas previas y posteriores al hecho, están atados, todos, en un nudo gordiano al que el tiempo agrega más nudos, más incertezas, más teorías. Eso es la impunidad. No saber.

¿Fue suicidio? ¿Fue un asesinato? ¿Lo ordenó Perón? ¿Lo sugirió y lo ejecutaron otros? ¿Murió Duarte donde lo encontraron? ¿Se suicidó, o lo mataron, en otro lado y llevaron el cadáver hasta su departamento de Recoleta? La carta destinada a Perón, ¿fue escrita por Duarte? ¿Fue una “prueba” plantada? ¿Con cuáles intenciones?

Ninguna de estas preguntas fue respondida en casi siete décadas. Pero el caso estuvo plagado de irregularidades, la investigación judicial teñida de parcialidad, y los testimonios sospechados de coincidir con la versión del suicidio. El derrocamiento de Perón en 1955 hizo que la Revolución Libertadora realimentará la teoría del asesinato por pedido de Perón, sin que la comisión investigadora encargada de echar luz, en manos de un tipo vecino a la chifladura, Próspero Germán Fernández Albariño, un comando civil que se había llamar “Capitán Gandhi”, lograra probar nunca nada.

Eso sí, aquel capitán de la esquizofrenia hizo desenterrar el cadáver, le seccionó la cabeza y se paseó por el Departamento de Policía, como un Hamlet de pacotilla, con la calavera perforada en la sien derecha, para amedrentar a los testigos a quienes interrogaba en persona. Algo así como la reedición del juramento de Manuel Oribe, que quería mostrar la cabeza de Juan Lavalle en la Plaza de la Victoria, infamada en la punta de una lanza. Que los delirios no son nuevos en la Argentina.

El cadáver de Juan Duarte fue hallado por su peluquero José Gullo y por su mayordomo japonés, Inajuro Tashiro. Hay quienes ponen a más gente en la escena del descubrimiento: citan al ministro de Industria y Comercio, Rafael Amundarain. La importancia del muerto tiene que haber hecho llegar a la escena del crimen algunos funcionarios del gobierno, entre ellos el jefe de Ceremonial, Raúl Margueirat, que es quien le avisa al juez de la muerte de Duarte.

Hermano de Eva, Juan Duarte
Hermano de Eva, Juan Duarte llegó al poder y se hizo rico. Fue secretario de Perón cuando era coronel y, luego, cuando fue presidente. Manejó la industria del cine, el comercio de la carne y los créditos de fomento. Fue asiduo de cabarets famosos de la época, regalaba autos a sus amantes. Sospechado de corrupción, su estrella se apagó tras la muerte de Evita (AP)

La policía llegó al departamento poco antes de las nueve. En media hora, aquello era un aquelarre de funcionarios y de investigadores. Después de las diez, y luego del jefe de la seccional 17, Eugenio Benítez, llegaron el jefe de la Federal, Miguel Gamboa y el Juez de Instrucción número 5, Raúl Pizarro Miguens. El comisario Benítez es quien describe cómo hallaron el cadáver, la pistola y la ropa de calle de la víctima, como si fuese a usarla mañana. También aparecen en la escena del crimen el secretario de Asuntos Políticos, Román Subiza, muy allegado a Duarte en sus épocas de viajante, y Orlando Bertolini, cuñado de Duarte, casado con una de las hermanas de Eva Perón.

Cuando llega Diego Ventura de los Santos, gerente de la empresa fúnebre Lázaro Costa, se topa con mucha gente y con el cuerpo inerte de Duarte pero en el piso y no tal y como revelaron los testigos que fue hallado: “El cadáver está en el suelo, en una posición decúbito intercostal izquierdo, algo encogido, sobre la alfombra que cubre todo el piso, alrededor de la cabeza, hay un charco de sangre”, declaró de los Santos en 1955 y en 1956. O el cuerpo fue movido, o el hallazgo de Duarte arrodillado al costado de su cama es falso.

El juez Pizarro Miguens dictamina suicidio. No toma fotos, apenas un croquis con la cabeza del cadáver sobre el costado de la cama. No ordena autopsia. Cierra el caso. Hace algo más. Toma la carta que, se supone, escribió Duarte para despedirse de Perón y del mundo, hace fotocopias, que no eran tan comunes en la época, entrega una al jefe de la Policía, que la cede al director general de Difusión de la Subsecretaría de Informaciones y Prensa, Raúl Apold, que corrige los horrores de ortografía del original y lo distribuye a los medios. La periodista y escritora Silvia Mercado cita a Apold como uno de los eventuales asesinos de Duarte. ¿Qué hizo el juez Pizarro Miguens con el original de la carta que, ya fuese escrita por Duarte o no, era un original? La guardó en su caja fuerte y, un mes después, la entregó en mano a Perón. ¿Qué habrá hecho el general con aquel documento?

Fanny Navarro, actriz y amante
Fanny Navarro, actriz y amante de Juan Duarte (captura de YouTube)

¿Por qué estaría Perón interesado en la muerte de Duarte? Era el hermano preferido de Evita, un poco tarambana, para usar un término de la época. Catedrático de billar en la Confitería 9 de Julio de Junín, la ciudad a la que llegó desde Los Toldos, siguió los pasos de Eva cuando ella viajó a Buenos Aires para buscarse un espacio en el mundo del teatro y el cine. Eva terminó como pareja de Perón, aquel coronel destinado a cambiar la historia, y lo hizo a Juan secretario privado del coronel. En menos de dos años, Duarte pasó a ser secretario privado del presidente de la Nación.

La historia de amoríos, andanzas de trasnoche, cátedras de billares extendidas a los cabarets, los más famosos y caros de la ciudad, es larga y muy rica. Y no hubiese molestado tanto a Perón como la casi certeza de que su cuñado había construido un pequeño imperio personal a costa de su gobierno.

Duarte llegó al poder y se hizo rico. Tampoco en eso hay nada nuevo. Derrochaba capital en diversiones, noches interminables de cabarets, muy de moda entonces, hacía regalos caros a sus mujeres, que eran varias seducidas por aquel cuarentón con pinta de galán de película argentina, trajes cruzados, bigote fino, sonrisa amplia, verba inflamada, que, además, se codeaba con el poder. Eso sí, llegaba muy puntual, a las cinco y media de la mañana, a la Casa de Gobierno, después de haber tirado manteca al techo. Tampoco nada nuevo.

Ejemplo de su generosidad, regaló dos Cadillacs, una joya de la época, a sus amantes actrices: Fanny Navarro y Elina Colomer, autos que pagó con cheques de la Presidencia. El piso de Callao estaba a cargo de la Fundación Eva Perón. Había comprado una estancia en Monte y manejaba la industria del cine: era dueño del veinticinco por ciento de las acciones de Argentina Sono Film y titular de los estudios Emelco, de Martínez. Fue alma mater del Fondo de Fomento Cinematográfico, pilar del desarrollo del cine argentino. Y se reservó el derecho de otorgar esos créditos de fomento. También controló el abastecimiento de carne en unos años en que el gobierno peronista empezaba a luchar contra la inflación, la especulación y el desabastecimiento. Ciertos o no, a Perón le llegaron los rumores de mataderos clandestinos y exportaciones ilegales de carne en manos de Juan Duarte.

Duarte llegó al poder y
Duarte llegó al poder y se hizo rico. Tampoco en eso hay nada nuevo. Derrochaba capital en diversiones, noches interminables de cabarets, muy de moda entonces, hacía regalos caros a sus mujeres, que eran varias seducidas por aquel cuarentón con pinta de galán de película argentina, trajes cruzados, bigote fino, sonrisa amplia, verba inflamada, que, además, se codeaba con el poder (Leopald Joseph/ANL/Shutterstock)

La muerte de Eva Perón apagó su estrella. Sin la protección de su hermana, con pocos amigos, fieles, sospechado de corrupción, personaje de historieta en un mundo que cambiaba por horas, tuvo que renunciar a todo. Lo emplazó Perón, con una de aquellas frases públicas con las que Perón lapidaba, o consagraba, pero en general lapidaba a enemigos y adversarios. Dijo Perón, para más datos en el Salón Blanco de la Casa de Gobierno: “Yo tengo la obligación de pensar que la gente es honrada hasta que deja de serlo. Y deja de serlo cuando yo lo puedo comprobar. Y cuando yo lo puedo comprobar, estén seguros de que van a la cárcel, así sea mi propio padre”.

Juan Duarte podía ser un poco tarambana. Pero no era tonto. La ira del general era para tener en cuenta. Renunció de inmediato y entró al parecer en una gran depresión de la que no había salido del todo tras la muerte de su hermana. Perón dijo lo que dijo el 3 de abril de 1953. Duarte renunció el 6 y el 9 estaba muerto. Puede que la depresión lo hay impulsado al suicidio, cargaba con un peso mayor todavía: padecía una sífilis al parecer incurable. También es posible que el discurso de Perón haya sido entendido como una orden de ejecución y algún marchoso de los que nunca faltan, nada nuevo, lo haya asesinado.

Si Duarte escribió la carta hallada en su departamento, que el juez Pizarro Miguens guardó en su caja fuerte para entregársela a Perón un mes después, parecía arrepentido. La carta decía, con sus horrores ortográficos:

“Mi querido general Perón:

La maldad de algunos traidores al general Perón y al pueblo trabajador, que es el que lo ama a usted con sinceridad, y los enemigos de la Patria, me han querido separar de usted, enconados por saber lo mucho que me quiere y lo leal que soy... He sido honesto y nadie podrá provar (sic) lo contrario. Lo quiero con el alma y digo una vez más que el hombre más grande que conocí es Perón... Me alejo de este mundo azqueado (sic) por la canalla, pero feliz y seguro de que su pueblo nunca dejará de quererlo. Cumplí como Eva Perón, hasta donde me dieron las fuerzas. Le pido cuide de mi amada madre y de los míos, que me disculpe con ellos que bien lo quieren. Vine con Eva, me boy (sic) con ella, gritando Viva Perón, viva la Patria, y que Dios y su pueblo lo acompañen siempre. Mi último abrazo para mi madre y para usted.

P. D. Perdón por la letra, perdón por todo”.

Casi un tango. Pero suena a arrepentimiento. Lo extraño es que no supiese conjugar el verbo ir y escribir “boy” en lugar de “voy”. Y cualquiera que coquetee con la indomable zeta, aún alguien ligeramente iletrado, sabe que asqueado se escribe con ese. Esa carta es otro misterio.

La muerte de Eva Perón
La muerte de Eva Perón apagó la estrella de Juan Duarte. Sin la protección de su hermana, con pocos amigos, fieles, sospechado de corrupción, personaje de historieta en un mundo que cambiaba por horas, tuvo que renunciar a todo. Lo emplazó Perón, con una de aquellas frases públicas con las que Perón lapidaba, o consagraba, pero en general lapidaba a enemigos y adversarios (en la foto, el cuerpo de Evita y el embalsamador Pedro Ara)

Muerto Duarte, con el dictamen de suicidio de su Señoría, sólo faltaba borrar de la historia los gritos de Juana Ibarguren, la madre de Juan y de Eva, que en la mañana de aquel 9 de abril gritó en la vereda de Callao 1944: “¡Asesinos! ¡Me han matado a otro de mis hijos!”. Dolor de madre.

Derrocado Perón, el gobierno de la Revolución Libertadora, que tuvo poco de lo primero y nada de lo segundo, nombró al lunático “Capitán Gandhi”, que en 1970 también iba a embarrar la investigación sobre el asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu, al frente de una Comisión 58 encargada de investigar la muerte de Duarte.

Las investigaciones, los interrogatorios, los paseos de Hamlet con la calavera de Duarte en la mano por los pasillos del Departamento de Policía, estuvieron destinados a cargarle a Perón el asesinato de su cuñado. La verdad importaba poco.

La investigación de la periodista Catalina D’Elía para su libro Maten a Duarte, desentrañó parte de aquella escandalosa patraña seudo judicial y descubrió, en su minuciosa investigación, algunos otros escándalos enraizados en el Poder Judicial. Por ejemplo: las grabaciones de las declaraciones hechas por los testigos a la comisión del “Capitán Gandhi”, entre el 29 de diciembre de 1955 y el 4 de enero de 1956, se pasaron a discos, aquellos de pasta, rígidos y frágiles. Se imprimieron treinta y dos placas con declaraciones testimoniales: sólo quedan dieciséis. Gracias a la investigación de D’Elía, los discos pasaron del anonimato en la caja fuerte del juzgado al Archivo del Poder Judicial de la Nación.

En esas declaraciones testimoniales hay de todo. Testigos que dicen haber escuchado un disparo. Otros que sostienen que, de haber habido un disparo en el 5B de Callao 1944, lo habrían oído. Sobre la famosa carta atribuida a Duarte, y que acaso escribió, sesenta y cinco declaraciones ofrecieron cincuenta y ocho versiones diferentes. Algunos testigos vieron en el edificio de Callao a Héctor J. Cámpora y al canciller Jerónimo Remorino y al cuasi omnipresente Margueirat en la alta noche previa al descubrimiento del cadáver. Una mujer narró haber visto llegar una ambulancia con enfermeros de guardapolvo blanco, de la que bajaron un cajón con un cuerpo. Otra testigo vio sangre en el ascensor del edificio y dijo que, a la mañana siguiente, había sido limpiada.

La visión de una ambulancia en la noche, enfermeros, cajón y hasta un jeep verde que “era del ministerio del Interior”, o bien alimenta la tradicional fantasía que los testigos de hechos importantes exhiben casi como virtud, o tiene la extraña fuerza de lo indemostrable. En todo caso, alimenta una teoría podo difundida. Dice que Juan Duarte se suicidó en verdad en el lecho de muerte de su hermana, en el dormitorio de la residencia presidencial del Palacio Unzué, en el predio que hoy ocupa la Biblioteca Nacional. Y que la guardia presidencial decidió levantar el cadáver y pasar la escena del crimen al edificio de la calle Callao.

Esa teoría tiene un ángulo desastrado. La noche de su muerte, Duarte estaba en su departamento con un grupo de amigos, los pocos que le quedaban, que se despidieron de él pasada la medianoche. O al menos eso dijeron luego esos amigos.

Los últimos días de Duarte parecen haber sido de despedida. Su chofer, León Ponce, lo notó de buen humor el mismo día de su renuncia, cuando lo llevaba a las cinco y media de la mañana, para llegar antes que Perón, a la Casa Rosada. “Hizo algunos comentarios graciosos sobre lo ocurrido la noche anterior en una boite y planeaba el fin de semana. ‘Tenéme el coche listo porque quizás vayamos a Monte con La Gauchita” dijo Ponce que le dijo Duarte. “Monte” era su estancia de Monte, Y “La Gauchita” el apodo que dedicaba a la actriz Elina Colomer.

A la tarde de ese día, se sentó en su despacho y escribió su renuncia. Decía:

“Señor Presidente, largos años que he tenido el insigne honor de haber servido a su lado, han desvirtuado el viejo adagio que dice: No hay hombre grande para su valet. Yo he sido un poco de eso a su lado, mi querido general, y puedo asegurar que fui un mentís rotundo a ese popularizado decir, pues lo sabía patriota, puro y grande, y hoy, después de casi ocho años, lo admiro aún más y lo veo más inmensamente grande que cuando me acerqué a usted. También es cierto que esos largos años han minado mi salud y esta batalla gigante y patriótica en que usted está empeñado permanentemente por su pueblo y por la patria, exige un esfuerzo sin retaceos que yo ya no estoy en condiciones de ofrecerle; e inspirado en el ejemplo de renunciamiento y desinterés que mi ilustre y querida hermana dio al peronismo, me dirijo a usted elevándole la indeclinable renuncia al cargo de secretario privado con que usted me distinguiera en oportunidad de ocupar el excepcional gobierno que preside”.

O la carta fue corregida, o no quedaron registros de yerros ortográficos como los que sí registraba su carta de despedida, si la escribió Duarte, hallada junto a su cadáver.

68 años después de su
68 años después de su muerte, el enigma continúa

Al día siguiente, martes 7, fue con unos amigos al Teatro Comedia, que ya no existe, pero funcionó en Paraná 426, donde otra de sus actrices amigas, actuaba en la obra teatral No apta para cortos de vista, acaso una comedia. Al salir, uno de sus acompañantes sugirió tomar algunas copas “aquí al lado”. Aquí al lado era el cabaret Chantecler, tampoco existe ya, pero muy famoso en aquellos años. Duarte insistió en cambio en ir al no menos famoso Tabarís, al 800 de la Avenida Corrientes. Dijo que quería agradecer a su dueño, Andrés Trillas, la carta que le había enviado al conocer su renuncia. Así lo reveló Apold. Trillas no estaba, de modo que Duarte habló con el maitre, Lorenzo, y le dejó un mensaje: “Dígale a Trillas que le agradezco sus palabras y que le dejo un gran recuerdo.”

Las últimas horas de Duarte quedaron encerradas, tal vez, en su departamento de la Avenida Callao y en su reunión con los escasos amigos que le quedaban, si le quedaba alguno. La lista de invitados revela que algunos de ellos bien pudieron ser vistos por los vecinos esa noche previa al hallazgo del cadáver.

¿Quiénes eran? Alrededor de la mesa se sentaron Cámpora, que sería luego delegado personal de Perón y presidente de la Nación en 1973. Cámpora era muy amigo de Duarte. Lo había acompañado a Europa, tras la muerte de Eva Perón, a tratarse de su sífilis y fue en Europa donde le dijeron que su mal era ya indetenible. También compartieron la última mesa su cuñado, Oscar Bertolini, Raúl Apold, Román Subiza, secretario de Asuntos Políticos del gobierno, el médico Belchor Costa, Raúl Margueirat y Pablo Lagos y José Gullo, dos amigos, Gullo su peluquero, de los años de billar en Junín. Todos habían ido a consolar al renunciado.

Estaba sonriente -recordó en su momento Apold- aunque era una sonrisa extraña. Hablaba constantemente y hacía toda clase de proyectos, pero le faltaba convicción, Claro que recién recordamos esos detalles al otro día, no en ese momento. Yo me fui a las diez de la noche y me llamó la atención la forma en que me abrazaba, pues golpeaba mi espalda con energía, algo raro en él, y me acercó la cara diciéndome ‘Chau, Raúl...’. Después comprendí que se trataba de una despedida.” Algo parecido relató Margueirat ante la comisión investigadora número 58 del “Capitán Gandhi”.

Quince años después de la muerte de Duarte, Oscar Bertolini, su cuñado, recordaría: “Esa noche bebimos unos tragos de whisky, no muchos, y cuando nos despedimos, a eso de las doce y media, me tomó los hombros y me clavó la mirada. ‘Andáte derecho a tu casa’, me dijo. Yo no entendía muy bien el sentido de esas palabras. Pero al día siguiente comprendí todo: Juancito estaba muerto de un tiro en la sien. ¡Qué espantoso!”. Si así fue, Bertolini fue el último en ver con vida a Juan Duarte y el que escuchó sus últimas palabras. Si no fue así, aquellos amigos se vistieron de conjurados y se llevaron todos sus secretos a las tumbas.

Lo único cierto, sesenta y ocho años después, es que Juan Duarte murió de un balazo en la sien. Y que la pequeña dinastía que formó con su hermana Eva, había dejado el peronismo para siempre.

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