El payaso inglés vivía de sus recuerdos en su humilde vivienda de Enrique Martínez al 800, en el barrio de Colegiales. Compartía su retiro con su esposa Rosita y con Jim, un perro de raza aerdale, “mi mejor amigo”, afirmaba. Se llamaba Frank Brown y para muchos fue el mejor payaso de todos los tiempos. Aún le brotaban las lágrimas cuando recordaba la alegría de los niños en sus espectáculos de circo, en tanto contemplaba ese museo de recuerdos que había armado en un pequeño cuarto de la casa, en el que cada objeto atesoraba la historia de una vida dedicada al circo.
Había nacido el 6 de septiembre de 1858 en Brighton, una ciudad costera a 85 kilómetros al sur de Londres. Su papá Henry, un payaso y bufón, fue quien lo inició en el mundo del circo. Fue en el Mandley, donde hizo de todo y aprendió a fuerza de caídas y golpes, los secretos de la acrobacia y del salto mortal. También se involucró en la equitación, el equilibrio, la danza y el trapecio. Además se hizo especialista en el arte de amaestrar caballos y perros.
Con la compañía de Gaetano Ciniselli recorrió Europa, Estados Unidos y Centroamérica. En 1879 llegó a Buenos Aires con el circo de los hermanos Carlo. Pensó que era un puerto más pero terminaría quedándose toda la vida.
Su intención fue la de armar espectáculos circenses con las ideas aplicadas por su compatriota Philip Astley, quien a fin del siglo XVIII marcó el camino de lo que sería el circo en las décadas siguientes: funciones que incluían acrobacias, animales, payasos y música.
Actuó en el San Martín, su teatro preferido, ubicado en la calle Esmeralda. También trabajó en el Politeama Argentino.
Fue innovador y sorprendía con sus números. Hacía el salto sobre 30 soldados con bayoneta calada, distribuidos en 12 metros de largo. En el medio de la prueba, los soldados disparaban sus fusiles. Luego de hacerla con éxito, irónicamente admitió que ese acto nunca lo había ensayado porque si salía mal se hubiese perdido la función. También hacía el doble salto mortal sobre una docena de caballos y una pirámide humana de cinco hombres. “Tenía la sensación de que volaba”, describió.
En 1888 creó su propia compañía y sumó a los populares hermanos Podestá, quienes lo acompañaron durante un par de años.
Un periodista de la revista Caras y Caretas, que asistió a una función en 1899, escribió: “Imagínese el limbo hecho manicomio y tendrá una idea aproximada de aquella algazara, de aquel estrépito, de aquella gritería y de aquel manoteo general en seguimiento de los confites, en el aire cazados apenas salidos de las manos de Frank Brown. ¡Flan Bon! ¡Flan Bon!” Así lo llamaban los chicos, adoptando como nombre la fonética de su nombre británico.
Lucía un atuendo de raso blanco, colmado de lentejuelas y otras veces salía a la pista vestido a la usanza de los bufones que William Shakespeare describe en sus obras.
Pintaba su rostro. El blanco se obtenía a partir del óxido de zinc y aceite, y el rojo era pintura rebajada con vaselina. La ceja izquierda se la marcaba exageradamente levantada. Se la quitaba con un paño embebido en aceite.
En una función en la ciudad de La Plata, en 1889 su esposa Ketty sufrió un accidente mientras hacía una prueba de equitación y falleció a causas de las heridas. Cayó en una profunda depresión, que le hizo dejar el país por un tiempo.
Se uniría a la ecúyere (acróbata ecuestre) Rosalía Robba, once años menor, conocida como Rosita de La Plata. Popularizada como “la primera amazona”- había comenzado en el circo a los 8 años y había sido la esposa de uno de los hermanos Podestá. Brown diría de ella: “Me salvó con la maravilla de su afecto”.
Rubén Darío, su amigo, lo pintó de cuerpo entero: “Es grave y casi melancólico, como todos aquellos que tienen la misión de hacer reír”. Brown comenzaba sus espectáculos recitando versos del poeta nicaragüense. Otro de sus fans eran Carlos Pellegrini y Domingo Faustino Sarmiento, quien lo describió como “el clown más espiritual y simpático que pueda imaginarse”.
Luego del regreso de una gira en 1893, se le ocurrió repartir al inicio de cada función chocolates y bombones a los chicos. Aparecía de sorpresa llevando sendas canastas repletas de golosinas, y se esforzaba por arrojarlas en todas direcciones. “¡Aquí Flon Bon!”.
La de revolear chocolates desde la platea hasta la altura del gallinero la convirtió en un clásico de sus funciones que motivó que algunas fábricas los donasen con la condición de que mencionasen la marca.
En 1902 inició la costumbre de ofrecer una función matineé para los chicos humildes. Tres años después abrió el Coliseo Brown, en Marcelo T. de Alvear, entre Cerrito y Libertad. Era una sala espectacular con una capacidad para 2000 personas sentadas y unas 500 paradas. Poseía una amplia pista, una pileta y hasta un restaurante. Tenía una excelente aceptación el número de los ponys que con cencerros en sus cabezas, bailaban al son de la música. Desde los techos de ese teatro un 27 de agosto de 1920 los llamados “locos de la azotea” harían la primera transmisión de radio en el país.
Y cuando un verano la venta de entradas venía floja, ideó imitar un espectáculo europeo, consistente en inundar la pista central, armar una isla y hasta incluir una pequeña embarcación a vapor. La pista se llenó de agua en escasos minutos y el número fue sensación.
Se había transformado en un personaje muy popular y querido por los chicos. Los críticos destacaban “la gracia inimitable, los chistes exquisitos, siempre nuevos, siempre originales”. Otros eran más escuetos: “Los números presentados anoche fueron interesantes”.
En 1910, año del centenario, abrió el Coliseo Frank, una gran carpa que instaló en la esquina de Córdoba y Florida, donde hoy está el Centro Naval. Lo pudo hacer gracias a un subsidio que le había dado la municipalidad de Buenos Aires. Pero la aristocracia, que paseaba habitualmente por Florida, no toleró una carpa de circo que se llenaba de chicos humildes, a los que Brown hacía entrar gratis. Y el 4 de mayo de ese año manos anónimas la incendió. El diario La Prensa dijo que era un caso de “justicia popular”.
Casi en la ruina, debió realizar una gira artística por varios países a fin de pagarle a los artistas que había contratado. A esa altura ya había adoptado la ciudadanía argentina.
Regresó en 1917. Participó de la película muda Flor de durazno, protagonizada por Carlos Gardel y el 5 de mayo abrió Hippodrome Circus sobre Corrientes, entre Cerrito y Pellegrini. La entrada era justo por la esquina de estas dos calles. Se destacaba su cúpula, las dos estatuas colocadas en lo alto y el cartel “Aquí se aprende a reír”. Cuando Brown no usaba la sala, la alquilaba para peleas de boxeo, exposiciones y cualquier otro espectáculo.
Cuando se retiró en 1924, escribió: “Al pueblo argentino, después de divertiros durante cuarenta años ‘I wish you all a happy new year’” (”Les deseo a todos un feliz año nuevo”).
Alejado definitivamente del circo, la pareja pasaba el día en la casa. Frank se fastidiaba cuando escuchaba el sonido del timbre. Una de las pocas distracciones era la de ir a la noche al cinematógrafo.
Rosita, esa mujer menuda que conservaba sus ojos vivaces de la juventud, murió en 1940. Ella, tiempo atrás, había sentenciado que “el circo ha muerto; después de tanta gloria, estamos aquí, pero es la felicidad”.
Brown falleció el 9 de abril de 1943. Por suerte, los grandes, que alguna vez fueron chicos, siguieron evocando a ese payaso de disfraz resplandeciente que, aún anciano, se emocionaba de alegría con el recuerdo de las risas de los más pequeños y se regocijaba con la compañía de Jim, su mejor amigo.
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