-¿Tiene hijos?
-No.
En el campo de concentración nazi de Bergen Belsen, una mujer pálida, enferma y huesuda llamada Regina Seywacz le dice al oficial alemán la mentira más valiente del mundo. Es el invierno de 1945 y aún faltan algunas semanas para el 15 de abril, día en que la 11° División Armada del ejército británico liberó ese centro del horror, donde fueron asesinadas 500 mil personas en sólo 4 años.
Dos meses después del fin de la Segunda Guerra Mundial, Regina murió. En Bergen Belsen se habían desatado brotes de tifus, tuberculosis, fiebre tifoidea y disentería, que causaron 35 mil fallecimientos aquel verano.
En ese momento, su hija Rosa Rotenberg tenía 4 años y vivía bajo un nombre falso en el orfanato Kzendza Boduena (Cura Boduena) de la calle Leszna en Varsovia, Polonia. Hoy, Rosa tiene 79. Recién en 2015 pudo reconstruir la historia de su madre, tras una vida entera buscando datos sobre ella. “Tuve entre mis manos las tarjetas de su paso por los campos de concentración. Que haya dicho que no tenía hijos en pleno encierro, ya enferma, me dejó perpleja y triste, porque ella me seguía cuidando sin saber si yo existía, si estaba viva… La última vez que se desprendió de mí, ella estaba en el Gueto de Varsovia. Eso fue en el año 1941. Cuando falleció tenía sólo 26 años. Fue muy valiente, y creo que tenía unas ganas de vivir extraordinarias…”, le cuenta a Infobae.
El último contacto piel a piel de Regina y su hija fue cuando ésta tenía 5 meses. Estaba junto a Salomón Rubén Rotenberg, su esposo y padre de la pequeña, en el Gueto judío de esa ciudad, luchando junto a la resistencia como podían, pero a merced de las bombas, los tanques y los fusiles de los nazis. Se habían casado en 1939, en el momento en que Polonia se rendía ante el fulminante ataque del ejército del Tercer Reich. Cuando Rosa Gita Wolar -la madre de Salomón, ya muy enferma- la conoció, les dijo: “No esperen, estamos en tiempo de guerra, nadie sabe lo que nos deparará el mañana. Cásense ya mismo, tienen mi bendición”. En ese mismo momento tuvieron su boda: los casó un vecino que llegó con un anillo, todos gritaron ¡Mazel tov! (buena suerte) y usaron un mantel blanco como jupá. Cuatro días después, la madre de Salomón murió.
Atravesaron su corto e intenso amor entre el temor y la valentía infinita. Cuenta Salomón en su libro Abi Vaiter (Sigamos adelante…, escrito al llegar a la Argentina después de la guerra), que en el gueto, la vida de los judíos era insostenible: en 1941 los alimentos en toda Varsovia estaban racionados, para los arios se destinaban 2600 calorías diarias por persona, 700 para los polacos y 180 para los judíos.
El jueves 19 de junio de 1941 nació Rosa. Recuerda Salomón en su historia que la misma mujer que ofició de partera, al minuto siguiente estaba extrayendo una muela.
Salomón sabía bien cómo las tropas de Hitler no tenían piedad ni con los niños. “Nos enteramos del asesinato de mi hermana con sus dos hijitas de 3 y 5 años sólo por ser judías, ocurrido apenas unas semanas después de la invasión… Era una hermosísima mujer. Por la versión que nos llegó, supimos que le ordenaron presentarse semi desnuda ante el comando alemán. Al resistirse la liquidaron sin más miramientos, junto a su prole. Al conocer el hecho juré vengar esas muertes aunque me costara la vida. Y cumplí. Con mi hermano Mailej escapamos del gueto y nos citamos en Kaloszyn. El traía un revólver calibre 22 y la familia consiguió otro para mí. Nuestros familiares conocían a los asesinos, sabían que eran dos hermanos volk-deutsch (alemanes nativos) y dónde vivían. Nos alojamos cerca del molino espiando a los culpables día y noche hasta que al final los mandamos a ‘su paraíso’”.
Era, otra vez, el deja vú del horror de los niños judíos masacrados por el faraón antes de la salida de Egipto; la muerte de los inocentes en Belén por orden de Herodes. Y ni Salomón ni Regina querían eso para Rosa. Pensaron en una dolorosa solución: sacarla del gueto y llevarla a la parte aria de la ciudad, donde vivía la hermana mayor de Regina, Stefa, aunque eso significara no volver a verla nunca más.
Había hombres jóvenes que tenían autorización para salir a trabajar fuera del gueto. Después de meses de rastrear a Stefa hasta hallarla y conseguir a una persona confiable para hacer el traslado de la niña, decidieron que era el momento de enviarla a un lugar seguro. El 23 de diciembre fue la fecha fijada.
Escribió Salomón: “¿Cómo preparar y despedirse de la criatura en sólo horas? Era casi imposible, bañarla, vestirla con la ropa adecuada, que no abultara pero lo suficientemente abrigada para que no se resfriara en el viaje, porque ya hacía bastante frío. Además había que prepararle algo para comer. Temblamos de miedo ante la decisión tomada, sin saber cuándo volveríamos a verla”.
“No puedo expresar siquiera nuestros sentimientos encontrados en la noche del 22 al 23 de diciembre. Fue desgarrador. A la mañana siguiente se presentó Kalmen con un bolso de mano y una pequeña mochila para cargar a su espalda. La nena ya estaba preparada, la apretamos sobre nuestro corazón y sin pérdida de tiempo la acomodamos en el bolso, con su mamadera. Le deseamos suerte y éxito en el emprendimiento, mientras Regina la bendecía y se despedía de ella en polaco, como si entendiera…”
Antes de que la llevaran, revisaron minuciosamente el cuerpo de la beba. Ese gesto sería clave para la recuperación de la niña.
“No lo acompañamos por razones de seguridad y cuando se fue, ambos nos arrojamos sobre la cuna y besamos angustiados los pañales, rogando a Dios para que guiara al vecino en su cometido, tal como el Jazán pide en Iom Kipur: ‘Hazme recorrer con éxito el camino por el que ando’”.
“Nos mantuvimos pegados a la ventana hasta que lo vimos llegar con el bolso vacío y prorrumpimos en un llanto amargo y doloroso. El vecino nos relató en una larga exposición que esta había sido su mejor salida porque no hubo ningún tipo de controles”.
Mientras tanto, los jóvenes judíos del gueto se preparaban para defenderse de los nazis. El mismo hombre que había llevado a Rosa a una zona más segura comenzó a introducir armamento y municiones en el gueto. Ya desde mediados de 1941 sabían de las deportaciones de judíos a los campos de exterminio. Salomón escribió sobre un grupo de jóvenes que escaparon del traslado en trenes y gritaban “hermanos, no vayan a los vagones, todos serán quemados, nadie queda vivo, son engañados con la promesa de un trabajo. Los llevan a la muerte, ¡y qué muerte! Quemarlos sin compasión”.
Pero fue recién a fines de 1942 -cuando las deportaciones sumaban casi 300 mil personas y en el gueto sólo quedaban 100 mil habitantes- que se creó la Organización Combatiente Judía (ZOB según la sigla en polaco). “Estábamos dispuestos a caer, si junto a nosotros también caían nuestros enemigos. Cada habitante del gueto tenía esa firme convicción y no existía la más mínima duda al respecto. No íbamos a morir como ratas. Ya teníamos preparados revólveres, fusiles, granadas y botellas con material explosivo. También bayonetas y algo de municiones. Cada bala debía servir para matar a un alemán”, sentenció Salomón.
Luego de algunos éxitos iniciales y poner en fuga varias veces a los alemanes, el 8 de abril (para el calendario judío, 19 de abril en el gregoriano) un gran número de tropas alemanas asaltaron el gueto. Querían deportar a los últimos 60 mil judíos que aún vivían en el gueto. Unos 700 combatientes los enfrentaron. Pero la suerte estaba echada. La disparidad de fuerzas, esta vez, fue demasiada. Aún así, los judíos del gueto resistieron más de un mes. El 16 de mayo de 1943 la rebelión terminó. De los más de 56.000 judíos capturados, alrededor de 7.000 fueron fusilados, y los restantes fueron enviados a campos de exterminio.
Regina y Salomón fueron detenidos un poco antes y deportados en tren el 8 de mayo. Cerca de Lublin, la formación se detuvo. Un oficial de las S.S. gritó “quién es carpintero, que salga”. Regina instó a su esposo a levantar la mano. La idea era que se salvara y luego intentar rescatarla. Al principio, él se negó. Pero en la segunda pasada, Regina insistió y levantó la mano. “Antes de separarme del grupo Regina alcanzó a tomarme la mano y decir: ‘Viviremos los dos y veremos a nuestra hija sana y salva’. Lloré calladamente”, escribió Salomón. Nunca más se vieron.
Rosa pudo reconstruir, por su parte, lo que sucedió luego. Desde Miami, donde pasa un tiempo en casa de uno de sus dos hijos, Miguel, contó su propia odisea: “Yo pasé de mano en mano. Mis padres se desprendieron de mí por un acuerdo con un trabajador que salía todos los días del gueto hacia las dependencias donde ejercía sus actividades con los alemanes. No se si fue mediante un pago, un intercambio con otros elementos de valor. El hecho fue que les costó mucho conseguirla, porque era un riesgo de vida para él y para mi también. Mi tía, una hermana de mi mamá, no me podía tener. Vivía del lado ario, y era evidente que si se quedaba con una niña abandonada había muchas sospechas de que fuera judía. Pasé de mano en mano en un periplo que nunca conocí y mis padres tampoco. Y finalmente fui depositada, bastante tiempo después, en un orfanato que estaba dirigido por monjas católicas. En un convento, digamos. Guardaban muchos niños, muchos de ellos judíos. Las monjas se arriesgaban mucho, porque la SS venía muy a menudo a controlar si todo estaba en orden. Mis padres habían tomado una sola precaución en esta despedida que fue desgarradora, y muchos años después supe que habían estudiado con un detenimiento inusual cada parte de mi cuerpo. Y habían tomado la decisión de atarme al cuello una bolsita, dentro de la cual había un nombre, un papel con un nombre falso, que era el que yo portaría de aquí en más en vez de mi verdadero nombre y apellido de niña judía. Mi nuevo nombre era Wanda Darlewska, bien polaco, no había ninguna duda sobre ello. Y así es como mi padre intentó, una vez terminada la guerra, encontrarme con ese nombre”.
-¿Qué recuerdos de esa etapa en que fue Wanda?
-Nada recuerdo. Es un agujero en mi historia. Mucho tiempo después intenté recuperar parte de esa historia, pero recién lo logré hace unos cinco años. En el año 2015 decidí viajar a Polonia. Y uno de los objetivos era justamente visitar ese orfanato donde yo me había salvado. Era en Varsovia mismo, llegó a haber casi 600 niños. No estaba dentro del gueto, estaba en otra zona, pero así y todo había sido alcanzado por las bombas. Fue una experiencia muy importante para mi. En una de las páginas de unos enormes libros, fechada en el año 1942. constaba -y pude fotografiarlo y leerlo y emocionarme- mi nombre escrito y al final de la página decía en polaco, por supuesto, que “su padre la retiró en mayo de 1945”. Es decir, apenas había acabado la guerra. La directora me llevó por el lugar, porque yo tenía la íntima convicción de que algo iba a reconocer, que algo iba a aparecer en mis recuerdos, y no fue así.
-¿Alguna vez intentó averiguar por qué ese blanco en su memoria?
-Muchas veces, lógico. Uno es la historia que tiene, que ha vivido. Por ejemplo, siempre quise saber lo que sucedió con mi madre. No llegué a conocerla. Pasó de campo en campo: primero Treblinka, luego Skarżysko-Kamienna y finalmente a Bergen Belsen. Muchas veces tuve la fantasía si allí habría conocido a Anna Frank. Me dio mucha pena conocer los detalles de su vida y su muerte recién cuando llegué a la Argentina de ese viaje, porque hubiera ido, por lo menos, a ver su tumba. Porque tengo el número de su tumba y el lugar donde está enterrada. Pero de alguna manera se había cerrado el círculo de mi historia, porque yo nunca había sabido nada de ella, a pesar de las intensas búsquedas, tanto de mi padre, de mis hermanas y mías después de la guerra. En casa siempre se habló de la guerra. Mi padre siempre contaba todas las penurias y todas las peripecias por las que había pasado en los campos. Y de mi madre nunca se supo nada. De alguna manera, no digo que esto me reconfortó, pero le dio un punto final a mi búsqueda. Fueron fácil 70 años. Estoy con la conciencia tranquila. Lamentablemente no la conocí, no tengo siquiera una foto de ella, no se si alguno de mis hijos o de mis nietos se le parecen. Pero merecía de alguna manera en mi historia y en la de ella misma y en la de mi familia, saber qué había sido de ella en este periplo tan terrible que fue el Holocausto.
-¿Cómo fue esa búsqueda?
-Un trabajo muy lento, de muchos años. Con las nuevas técnicas digitales se aceleró. Yo había abierto -y mis hermanas también, porque querían saber qué había pasado con la familia de mi padre-. Mi padre después de la guerra, una vez que me encontró a mí y tuvo la certeza de que mi madre no vivía más, constituyó una nueva familia. Tengo tres hermanas de ese segundo matrimonio de mi padre. Y entre todas siempre quisimos saber la historia de la familia. Yo no conocí a nadie, salvo mi tía que me recibió al salir del gueto y un tío que apareció muchos años después pero que no pude relacionar con mi historia. No tuve primos, tíos ni abuelos. No sé cuántos murieron. Se reconstituyó pidiendo datos a la Cruz Roja Internacional, al Museo del Holocausto de Washington, una búsqueda intensa. En el Instituto Histórico de Varsovia pude encontrar datos del resto de la familia. En general provenían de Bad Arolsen, el centro que tienen registradas las historias de víctimas de la Segunda Guerra Mundial.
Cuando terminó la guerra, Salomón regresó a Polonia con un sólo objetivo: reunir a su familia. Con él viajaba una mujer llamada Miriam y su hija, Flora, que habían esquivado los peores horrores con documentos polacos falsos. Llegaron a Lublin -que ya estaba liberada- y pusieron un restaurante. Cuando Varsovia fue liberada por los rusos, se dirigieron allí.
Cuando arribó al convento les ofrecieron agua. Salomón respondió que buscaba a su hija. Dio el nombre falso que le habían puesto para protegerla: Wanda Darlewska. Como carecía de papeles, al principio las religiosas se rehusaron a responderle si la niña estaba allí. “Me arrojé llorando al suelo, gritando que después de todo lo que había pasado, luchando en el gueto de Varsovia y sufriendo en los tres campos -Plaga Laszkewicz, Budzyn y Krasznik- necesitaba encontrar a mi hija”, narró el hombre.
Finalmente, la Madre Superiora le pidió una prueba, una seña. “Le dije que nació con un pequeño orificio en el borde superior de la oreja derecha”, relató Salomón. Las monjas fueron a cerciorarse y regresaron con buenas noticias. El momento lo describió así: “De repente se abrió una puerta del salón, a unos 20 metros de donde estábamos y aparecieron dos religiosas trayendo por sus bracitos a una nena que ni bien entró, clavó su mirada en mí como si me conociera. Y en esos ojazos magnéticos vi reflejados los míos. Quedé pegado al piso. No pude contener mi emoción y rompí en un fuerte llanto”.
Los cuatro se marcharon de Polonia rumbo a Francia. En Estrasburgo, en un campo de refugiados, un amigo polaco con el que Salomón se reencontró le contó Regina había muerto. “Una compañera de vagón, durante la deportación, la había visto sin vida… Fue muy dolorosa esa constatación, pero me obligó a reorientar mi vida y eso fue lo que hice al llegar a Francia”, relató sobre el terrible momento en que supo el destino final de Regina.
Del campo de refugiados se fueron a París. Allí vivieron durante cinco años. En 1946, Salomón y Flora -que también había quedado viuda- se casaron. Enseguida, Rosa también comenzó a llamar mamá a Flora.
“Mi padre, después de la guerra, tomó la decisión de migrar. Fue muy difícil. Europa era un cementerio, había que irse de ahí -cuenta Rosa-. La primera idea fue vivir en Israel, luego en Estados Unidos y por último donde se consiguiera visa. La posguerra era un caos. Había que rearmarse y asentarse en algún lado que diera una cierta tranquilidad para vivir y criar a sus hijos”.
-¿Cómo fue ese trayecto?
-Yo me veo en un barco, a la edad de 9 años, cruzando el Atlántico. No veníamos a la Argentina. Íbamos a Bolivia. Recuerdo mirar por la barandilla a la gente del puerto en Buenos Aires. Mis padres miraban a la gente que venía a recibir a los pasajeros del buque, el SS Florida. Llegamos en septiembre de 1950. Mi madre vino con dos hijas y estaba embarazada. Flora fue la única madre que conocí, que me crió y gracias a la que estoy aquí. Mi padre tuvo el tino de casarse con ella, que había estado en la guerrilla en el gueto, formó parte de la resistencia hasta que la capturaron. Mis dos madres demostraron ser valientes y fuertes. Tanto la que me dió para salvar mi vida como la que me aceptó para cuidarme y educarme el resto de mi vida.
Para Rosa, aunque cerca de tener paz, la vida no fue fácil: “Yo creo que llevo el estigma de la guerra. Siempre fui una niña solitaria. Me cuidaban con esmero y cariño excesivo, cuidando que no me pase nada. De manera que me vi privada de muchas actividades de niña y adolescente. Era una nena enferma. Salí del orfanato con características de desnutrición e infecciones varias. Recuerdo los años de París. Yo iba de médico en médico. Quería ser igual a todos los chicos y no lo era. No aceptaba situaciones adversas… Es el día de hoy que grandes multitudes y cosas demasiado movilizantes me intranquilizan”.
Por consejo de un amigo de Salomón se quedaron en Buenos Aires. Aqui, Rosa estudió, fue investigadora y docente de la Facultad de Farmacia y Bioquímica de la Universidad de Buenos Aires. Se casó con Carlos Rosenztroch, médico psicoanalista, fallecido hace dos años “después de 53 años juntos”. Tuvieron dos hijos -Carolina y Miguel, que viven en Estados Unido- y cinco nietos. “Soy una feliz abuela”, concluye.
Salomón murió a los 95 años en abril de 2005. A Rosa, el recuerdo de su lucha en el gueto de Varsovia aún la estremece: “Él quedó dentro del gueto con su familia. Perdió cinco hermanos allí. Era joven, tenía 32 o 33 años, no quería rendirse, peleaba por el honor, era impensable que se avecinaba algo tan terrible como lo que terminó siendo. Me contó anécdotas: una vez estaban escondidos en un búnker y apareció entre los disparos de los alemanes uno de sus hermanos, abrió su campera, que tenía muchos bolsillos internos, y en cada uno tenía una granada. Y le dijo ‘con esto no tengo por qué tener miedo’. Y fue una de las últimas veces que se vieron. Los actos heroicos eran muchos. El levantamiento es histórico. Un puñado de jóvenes enfrentados a un ejército es inconcebible. Hay que hacerlo conocer, difundirlo. En ese sentido, el Museo del Holocausto de Buenos Aires no sólo es una obra arquitectónica y estética maravillosa, sino que hace un tremando trabajo en la difusión de lo que fue la Shoa”.
El acto
Hoy, a las 18:00 horas, la DAIA y el Museo del Holocausto de Buenos Aires realizarán el acto central conmemorativo por el 78° aniversario del Levantamiento del Gueto de Varsovia q será transmitido de forma online a través de las dos cuentas de Facebook (https://www.facebook.com/museoshoa y https://www.facebook.com/DAIAArg). Participarán, entre otros, el ministro de Educación, Nicolás Trotta y el presidente de la Cámara de Diputados, Sergio Massa. En representación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires estarán el Secretario General y Relaciones Internacionales, Fernando Straface y la Subsecretaria de Derechos Humanos y Pluralismo Cultural, Pamela Malewicz. También participarán los embajadores de Israel, Alemania y Polonia, y representantes de la comunidad judía.
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