La noche del 5 al 6 de abril de 1811 fue testigo de una auténtica revolución popular en nuestro país, que tuvo por epicentro la histórica Plaza de Mayo, entonces llamada de la Victoria, en homenaje a la reconquista de Buenos Aires tras la primera invasión inglesa en 1806. Algunas pistas ayudan a entender los motivos por los cuales puede calificarse a este movimiento, como así también a sus dos líderes más emblemáticos, Tomás Grigera y Joaquín Campana, como los grandes olvidados de nuestra historia oficial. De ella dijo años más tarde Bartolomé Mitre, enemigo declarado de la presencia popular en los asuntos políticos al tiempo que experto en revoluciones orquestadas en oscuros salones, que “es la única revolución de la historia argentina cuya responsabilidad nadie se ha atrevido a asumir ante la posteridad a pesar de haber triunfado completamente”.
EL CAUDILLO QUE NO QUISO SER
En esto último tenía razón Mitre, puesto que la persona que el pueblo reunido en la plaza había elegido para que lo gobernara, el brigadier Cornelio Saavedra, presidente de la Primera Junta, no supo o no quiso aprovechar la oportunidad que la historia le presentaba, pareciendo preferir, en cambio, la aceptación de los miembros de la clase social a la que pertenecía y no el liderazgo del pueblo llano. Desde el 25 de mayo de 1810 la figura de Saavedra concitaba el mayor respeto y apoyo popular, y los ataques de Mariano Moreno hacia su persona no hacían más que acrecentar su popularidad.
El antagonismo entre ambos es harto conocido. En diciembre de 1810 Moreno perdió en términos políticos al tener que aceptar la incorporación de los diputados provinciales a la Junta. Aceptó una misión diplomática en Europa y murió en alta mar en marzo de 1811.
Pero Saavedra no aceptó el ofrecimiento que le harían los revolucionarios de abril de 1811 para que tomara en plenitud el mando político y militar, al tiempo que negaría en esos días y durante toda su vida haber estado atrás de la pueblada, esto a pesar de que Grigera y Campana eran personas que formaban parte de su círculo político. Si se me permite la comparación, es como si el 17 de octubre de 1945 Perón no hubiera querido tomar la palabra y dirigirse, desde los balcones de la Casa Rosada, a la muchedumbre congregada en la misma plaza.
Lamentablemente, la actitud huidiza del caudillo que no quiso ser, dejó la revolución en manos de personas que con ser patriotas decididos no estaban preparados para tomar las riendas del país en circunstancias tan difíciles.
Grigera era un alcalde de barrio en permanente contacto con los habitantes de la periferia de la ciudad, llamados despectivamente “orilleros” por la clase “de posibles” o más materialmente acomodada. Campana, por su parte, siendo abogado exitoso, era otro intérprete del elemento popular de la Buenos Aires de aquellos años. Aclaremos que se los llamaba despectivamente “orilleros” por vivir en las afueras de la ciudad, es decir, las zonas de quintas y los arrabales, generalmente personas humildes dedicadas a oficios manuales o trabajo semi-rural, a diferencia de quienes por preeminencia económica vivían en los solares que rodeaban la Plaza principal o las manzanas del hoy casco histórico de la urbe.
EL CLUB DE MARCO
No obstante el carácter totalmente pacífico de la revolución, en la cual no hubo un solo piedrazo, tiro o tumulto, ni nada que se le parezca, pese a las miles de personas congregadas (una verdadera muchedumbre poco vista hasta entonces en acto alguno que no fuera religioso), ello no ocultaba el hastío popular hacia, por un lado, la Junta Grande y sus indefiniciones respecto del rumbo del movimiento iniciado en Mayo de 1810, pero fundamentalmente contra el recientemente formado Club de Marco, precedente inmediato de lo que luego sería la Sociedad Patriótica.
De hecho, según coinciden varios historiadores, habrían sido los rumores de un posible golpe de estado contra la Junta Grande por parte de los integrantes del Club de Marco, así llamado por reunirse en el famoso Café propiedad de Pedro José Marco, en la esquina de Alsina y Bolívar de la ciudad de Buenos Aires, quienes se consideraban seguidores de Mariano Moreno en cuanto a la visión que tenían de la Revolución de Mayo. Entre sus contertulios se hallaban Julián Álvarez, Agustín Donado, Domingo French, Juan M. Beruti, entre otros. Su enemigo declarado era Cornelio Saavedra, de origen potosino, como así también esa Junta Grande que había incorporado a más provincianos en la conducción política, destacando la figura del Deán Gregorio Funes, representante de Córdoba. Es cierto que la Junta andaba desorientada, pero en todo caso los afrancesados del Club la criticaban más por sus aciertos y no tanto por sus errores.
Al decir del historiador Vicente Sierra, los integrantes del Club “por pueblo entendían la propia opinión, y la patria se limitaba a Buenos Aires”. “Se suponían herederos del jacobinismo [facción radicalizada de la Revolución Francesa], pero desconocían el contenido social que lo había determinado, puesto que se trataba de una juventud de mentalidad aristocrática para quien tirano era todo gobierno del que no formaban parte; no concebían la vida sin batallar, pero de las reuniones del café retornaban a sus hogares, no se enrolaban en los ejércitos de la patria naciente”, completa Vicente D. Sierra en su Historia de la Argentina.
Por lo tanto, no sólo el Club no traducía anhelos de las mayorías, sino que los ofendía como cuando por boca de Bernardo de Monteagudo, otro joven morenista, se ofuscaba por el protagonismo de las milicias populares y llamaba “la hez del pueblo” a los habitantes de los suburbios. Por ello, los miembros del Club quedaron horrorizados cuando, esa noche, y después de tanto invocarlo en sus divagues de café, finalmente el pueblo real se hizo presente para reclamar su lugar en la historia. Y ese papel que reclamaban parecía más encaminado a ser un protagónico y no uno secundario o de reparto.
PUEBLO O PLEBE
Para ser justos, los jóvenes morenistas de Buenos Aires reunidos en el Club, no hacían más que repetir prejuicios volcados por su mismo ídolo, Mariano Moreno, cuando siendo aún Secretario de la Junta, redactó el célebre decreto conocido como “de supresión de honores”, la misma noche que le fue negada la entrada al banquete que se ofreció para festejar el triunfo en Suipacha. Conocido por todos es el hecho anecdótico de que Atanasio Duarte, con unas copas de más, esa noche brindó en honor de Saavedra y su esposa como “futuros monarcas de América”. Menos conocimiento se tiene de los fundamentos del decreto redactado por Moreno, entre los que se lee que “privada la multitud de luces necesarias para dar su verdadero valor a todas las cosas…” y también “el vulgo, que sólo se conduce por lo que ve…”. Días después del decreto, al pedírsele aclaraciones respecto de lo que debía entenderse por “ciudadanos decentes”, Moreno sintetizó que debía tenerse por tal a “toda persona blanca que se presente vestida de fraque o levita”.
En rigor de verdad, esos miles de orilleros que se hicieron presentes en la plaza aquella noche, de manera pacífica pero firme ya que no se retiraron hasta que fue recibido el petitorio presentado, poseían algo que faltaba, en general, en los contertulios del Club. Eran en su mayoría descendientes de los primeros pobladores de Buenos Aires, de quienes acompañaron a Juan de Garay procedentes de Asunción del Paraguay, pero que dos siglos antes comenzaron a perder lenta pero inexorablemente el control político del Cabildo, institución que habrá de quedar en manos de quienes descendían, en cambio, de los viejos contrabandistas del puerto, dueños de importantes fortunas amasadas al margen de la ley.
Pero la revolución de los orilleros no sólo fue posteriormente denostada por los iniciadores de la historia oficial o mitrista, sino que también lo es por parte de un revisionismo histórico en modo “progresista” que parte de la falsa premisa según la cual la historia nacional sería la de la lucha entre vanguardistas y reaccionarios. Como ejemplo de ello puede citarse a Norberto Galasso quien, en Seamos libres y lo demás no importa nada, conjetura que “el 18 de diciembre de 1810, el saavedrismo, instigado por la burguesía comercial [¿?], da un golpe provocando la renuncia de Moreno, acción que completa el 5 y 6 de abril de 1811”, generalización infundada que no explica al menos dos cuestiones: la primera, que Moreno jamás gozó de popularidad alguna en su modo de entender la Revolución de Mayo, característica que se acrecentó cuando mandó fusilar al héroe de la Reconquista y primer virrey elegido por el pueblo, Santiago de Liniers, y luego cuando pretendió rechazar la incorporación de diputados de las Provincias a la Junta. Lo segundo, es erróneo atribuir al movimiento de abril de 1811 connivencia o complicidad alguna con lo que Galasso llama “burguesía comercial” porteña toda vez que, incorporados al gobierno algunos de sus hombres, una de las primeras medidas que adoptaría sería la de abolir el libre comercio decretado por la Primera Junta, asestando un duro golpe al minoritario pero poderosos grupo de comerciantes portuarios y los intereses británicos.
Al respecto afirma José María Rosa, en su Historia Argentina: “Advenidos los orilleros a la Junta, el tono de las relaciones con los ingleses cambiará radicalmente. Ya hemos visto la tremenda nota del 18 de mayo donde Campana se niega a la mediación británica, ‘que quiere darnos por favor mucho menos de lo que se nos debe por justicia’. El 21 de junio la Junta da otro golpe a los ingleses en lo que más les dolía, sus intereses mercantiles: a instancias del consulado prohibió la remisión de géneros ingleses al interior, derogando la disposición de Moreno que lo permitía”.
El petitorio entregado esa madrugada al Cabildo decía “El pueblo de Buenos Aires desengañado a vista de repetidos ejemplos, de que no sólo se han usurpado sus derechos, sino que se trata de hacerlos hereditarios en cierta porción de individuos, que formando una facción de intriga y cábala, quiere disponer de la suerte de las Provincias Unidas, esclavizando a las ambiciones de sus intereses particulares la suerte y la libertad de sus compatriotas”.
Fue, al decir de Rosa, “una reacción espontánea del pueblo bajo y medio sin artificios de retórica ni imitaciones a la Convención francesa contra los jóvenes alumbrados del Club que pretendían dar a la Revolución un giro extranacional”.
La presencia del pueblo en sus expresiones más genuinos en una Revolución que hasta entonces, en líneas generales, había carecido de ello, durará poco. En septiembre de ese mismo año, aprovechando la derrota patriota en Huaqui, la incursión frente a Buenos Aires de la flotilla realista apostada en Montevideo, y la ausencia de la Capital de Cornelio Saavedra que había partido rumbo al Alto Perú, los morenistas asestaron un golpe de timón que derivará en la formación del primer Triunvirato.
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