“En lo que el Episcopado decía, en público o en privado, no era nada complaciente y, por momentos, muy severo”, afirmaba Giaquinta en 2003. Y criticaba a “políticos o periodistas, que entonces se borraron o fueron abiertamente procesistas o subversivos” y se erigen hoy “en jueces o pretenden hacer creer a los jóvenes que fue la heroica resistencia de ellos la que volteó al régimen militar”.
La desafiante declaración forma parte del libro En el ojo de la tormenta. Mártires en la Argentina de los setenta (Editorial San Pablo), de Marco Gallo.
“Quien tuvo la inquietud de profundizar y discernir acerca del asesinato de numerosos religiosos y creyentes, durante aquellos momentos oscuros comprendidos entre 1976 y 1983, fue monseñor Carmelo Giaquinta, ya fallecido -dice el autor del libro en la presentación-. De hecho, él mismo, en los años 90, elaboró la lista que comprende a un centenar de personas, entre los cuales aparecen religiosos, obispos, laicos, catequistas y pastores, no solo católicos, sino también de las diferentes confesiones cristianas” [ver lista al pie de esta nota].
Marco Gallo es italiano pero reside y trabaja en la Argentina desde hace muchos años. Licenciado en Filosofía en la Universidad La Sapienza de Roma, es director de la Cátedra Pontificia “Juan Pablo II, Benedicto XVI, Francisco” de la Universidad Católica Argentina y autor de varios ensayos sobre el pensamiento de Karol Wojtyla y Jorge Bergoglio, y sobre el diálogo interreligioso.
El libro evoca desde los casos más conocidos como los del cura Carlos Mugica, las religiosas francesas Alice Domon y Léonie Duquet, los sacerdotes palotinos masacrados en la Iglesia San Patricio o el obispo Enrique Angelelli hasta el de muchos otros menos conocidos: sacerdotes -incluso algunos extranjeros-, catequistas, teólogos y laicos comprometidos. También integran la lista cristianos de otras denominaciones, como el teólogo protestante Mauricio López, rector de la Universidad de San Luis, secuestrado y desaparecido en 1977, entre otras cosas en represalia por la generosa asistencia que organizó para los refugiados chilenos tras el golpe de Estado de 1973.
“Entre 2008 y 2009, monseñor Giaquinta interesó con esta lista al entonces cardenal Jorge Bergoglio, quien a su vez me la entregó para que pudiera estudiarla y reunir las informaciones que hubiera acerca de la contribución de los cristianos y su derramamiento de sangre en aquellos años”, dice Gallo.
El autor aclara que, “sin poner en duda la entrega y los ideales de justicia que movilizaron a muchos de los que fueron asesinados durante la última dictadura militar, cabe aclarar que existen casos en donde surgen algunas dificultades para discernir si fueron objeto de un verdadero martirio cristiano in odium fidei (en odio a la fe)”. Insta por lo tanto a distinguir entre ese martirio y quien ha sido “desaparecido y asesinado por sus ideales sociales o políticos, que se diferencian del modelo del martirio cristiano”, aclarando por supuesto que “cualquier asesinato se considera injusto e injustificable desde todo punto de vista”.
Por otra parte, con gran honestidad intelectual, Marco Gallo considera importante señalar que en esa siniestra etapa también “los verdugos” provenían “del mismo mundo cristiano, incluso católico”. “Podríamos decir -acota- que es un martirio que no nace de la premisa clásica de no creyentes que quieren perseguir a los cristianos, sino que se inserta y se desarrolla en un mundo cristiano que ha perdido las raíces de misericordia, de perdón y de solidaridad”.
En ese sentido, no omite señalar que hubo católicos que optaron por diferentes grados de “apoyo explícito” al régimen militar, otros, que lo hicieron por una “participación activa en la guerrilla y en la lucha armada”, bajo la consigna “cristianismo es revolución”; así como “una mayoría silenciosa que vivió estos años entre el miedo y el desinterés”.
En el repaso de los casos de cristianos caídos en esos años se incluyen los “de religiosos que asistieron espiritualmente a algunos grupos de jóvenes que pasaron a la lucha armada, pero que nunca tomaron las armas”, los de aquellos que optaron por la acción política e incluso los de quienes abrazaron o avalaron la lucha armada, casos en los cuales “el ideal evangélico quedó subordinado al ideal político”.
El libro busca homenajear a todas estas personas de fe, que asumieron riesgos en defensa de sus convicciones, sin necesariamente avalar sus opciones.
LAS MEMORIAS DEL ARZOBISPO CARMELO GIAQUINTA
Particularmente interesante es el testimonio dejado por monseñor Carmelo Giaquinta, redactado 20 años después de finalizada la dictadura en respuesta a un cuestionario del diario Norte (Chaco). El texto por lo tanto no es inédito pero sí poco conocido. Fallecido en 2011, Giaquinta había sido obispo de Posadas y arzobispo de Resistencia.
En las respuestas de quien en el momento del golpe era decano de la Facultad de Teología de Buenos Aires se mezclan recuerdos muy personales, como el disgusto de su padre el 24 de marzo de 1976 -”¡Vergüenza, voltear a una mujer! Los argentinos deberían estar orgullosos de tener a una presidente”- con reflexiones más generales sobre la estrategia adoptada por la conducción del Episcopado y en particular las culpas que, a posteriori, se volcaron casi exclusivamente sobre la Iglesia Católlica convertida en chivo emisario ideal por parte de sectores que promueven una lectura sesgada y sectaria de esos años.
“La opinión generalizada que hoy fomentan los medios -escribió monseñor Giaquinta- es que el Episcopado nunca habló. Pero ¿qué difusión dieron ellos a la declaración episcopal del mes de mayo del 76? ¿Y a las posteriores declaraciones, en especial al célebre documento del 7 de mayo de 1977, “Reflexión cristiana para el pueblo de la Patria”? Sería oportuno estudiar los titulares de los diarios, los editoriales, los comentarios radiales y televisivos. (...) ¿Se embarcaron decididamente en la defensa de los derechos humanos?”
Giaquinta cuestiona a una prensa que, en general, “en la década del 60 jugó muchas veces a la revolución, porque eso era vendedor” y luego en los 70 “fue benigna con la represión”, y “no pocas veces, la secundó con entusiasmo”. “Me gustaría conocer cuáles fueron los órganos de prensa que desecharon la publicidad del Proceso”, desafía.
Del conjunto del libro de Gallo y en especial de la descripción de Giaquinta, surge la imagen de una institución -la Iglesia- que está encarnada en la sociedad argentina porque es parte constitutiva de ella y, por lo tanto, no fue ajena a las contradicciones que la atravesaron y que en esa etapa adquirieron ribetes dramáticos. La Iglesia se vio afectada por las mismas fracturas que el conjunto del país y así como algunos de sus referentes avalaron el Proceso, también se vio infiltrada por las corrientes marxistas, foquistas y adeptas a la lucha armada. “Una de las ediciones de la Biblia Latinoamericana traía una foto de revolucionarios armados, donde se leía ‘¡Viva la revolución!’ -recuerda Giaquinta-. De la editorial católica española nos llegaba mucha basura, como el comentario marxista al Evangelio según san Marcos, en edición de bolsillo”.
La conducción del Episcopado optó en esos años por una estrategia de “denunciar cada tanto en público y dialogar todo lo que se pueda en privado” que, aunque poco eficaz en frenar la represión ilegal, Giaquinta no se siente en condiciones de condenar sin apelaciones. Como tampoco es sencillo asegurar que otro mecanismo sí hubiera sido eficaz.
Pero de ningún modo el accionar de la Iglesia puede encasillarse en uno de los dos polos que define la visión binaria promovida en los últimos tiempos, especialmente a partir de mediados de la primera década de este siglo, por la cual en particular los sectores que promovieron la lucha armada -y no la depusieron en democracia sino que la agudizaron contribuyendo a la ruptura institucional- posan hoy de víctimas o de héroes, olvidando su responsabilidad en el desencadenamientos de los hechos que llevaron a la masacre de una inmensa cantidad de argentinos, en especial jóvenes.
Giaquinta evoca con gran honestidad sus propias limitaciones; por caso, se reprocha no haber ido de inmediato a la iglesia donde masacraron a los palotinos, a varios de los cuales conocía personalmente.
A la vez recuerda que, el 15 de mayo, “a menos de dos meses del golpe, los obispos se largaron con una primera declaración pública”, de la cual cita algunas líneas: “El bien común y los derechos humanos son permanentes, inalienables y valen en todo tiempo-espacio concreto; sin que ninguna emergencia, por aguda que sea, autorice a ignorarlos”. Y advierte el Episcopado del error que consistiría en producir “detenciones indiscriminadas”, o la “ignorancia sobre el destino de los detenidos” o si “se suprimiera alguna garantía constitucional, se limitara o postergara el derecho de defensa”. El documento previene contra medidas económicas que puedan llevar “a la gente al borde de la miseria”; contra la tentación de censurar a la prensa; o “si buscando una necesaria seguridad, se confundieran con la subversión política, con el marxismo o la guerrilla, los esfuerzos generosos, de raíz frecuentemente cristiana, para defender la justicia, a los más pobres o a los que no tienen voz”.
La casa del propio Giaquinta fue tiroteada en la noche del 18 de julio de 1976. Era el tipo de intimidación que llevaba a repasar los posibles antecedentes: haber “hablado bien del padre Carbone, mi compañero de curso -supone Giaquinta-, a quien se lo implicaba en el secuestro del general Aramburu”. Él se negaba a hacer leña del árbol caído y no renegó de esa amistad. Pero aclara: “A todos, y en especial a los militares que me lean, les aseguro que por el secuestro y ulterior asesinato de Aramburu sufrí más que si hubiese sido mi hermano. Y hace años escribí que su muerte precipitó a la Argentina en el caos”.
Otro posible “crimen” era haber alojado al padre Justino O’Farrell, decano de la Facultad de Filosofía de la UBA durante el gobierno de Cámpora. “Giaquinta alberga a Justino. Seguro que es un montonero como él’. Así se razonaba públicamente en la Argentina de entonces”.
Y agrega: “Mi crimen más grave tal vez era que en mi casa vivía mi colega y amigo el padre Lucio Gera, considerado el mejor teólogo argentino, un hombre de diálogo (pero) nada complaciente con las ideologías en danza. A su análisis crítico se debe, en buena medida, que entre los cristianos de la Argentina no hayan prosperado corrientes sociales extremas”.
Finalmente, hace una larga referencia a la ya mencionada estrategia de denuncia y diálogo del Episcopado y evoca el documento del 7 de mayo de 1977, titulado “Reflexión cristiana para el Pueblo de la Patria de la Asamblea Plenaria del Episcopado”. Se incluía una descripción de los “hechos que observamos”, que Giaquinta define como una página de antología para conocer esa época. “Nos atrevemos a manifestar los siguientes hechos, que provocan en nuestro ánimo serias inquietudes: a) las numerosas desapariciones y secuestros, que son frecuentemente denunciados, sin que ninguna autoridad pueda responder a los reclamos (...); b) la situación de numerosos habitantes del país, a quienes la solicitud de familiares y amigos presentan como desaparecidos o secuestrados por grupos autoidentificados como miembros de las Fuerzas Armadas o policiales (...); c) el hecho de que muchos presos (...) habrían sido sometidos a torturas que, por cierto, son inaceptables en conciencia para todo cristiano (...); d) finalmente, algo muy difícil de justificar: las largas detenciones sin que el detenido pueda defenderse o saber, al menos, la causa de su prisión”.
“Al leer este documento -recuerda Giaquinta-, muchos exclamamos: ¡Finalmente se llama las cosas por su nombre!”
“Equivocada o no, esta fue la estrategia episcopal. Esto es lo que hoy se puede criticar. Pero no es honesto deformar la verdad y negar el papel cumplido por el Episcopado. Y menos que políticos o periodistas, que entonces se borraron o fueron abiertamente procesistas o subversivos, se erijan hoy en jueces o pretendan hacer creer a los jóvenes que fue la heroica resistencia de ellos la que volteó al régimen militar, cuando, en realidad, fueron unos cobardes”, sostiene Giaquinta, en uno de los párrafos más duros de su texto.
El arzobispo también evoca el papel crucial jugado por el Episcopado en evitar la guerra fratricida con Chile: “Por fortuna, los dos presidentes de las Conferencias Episcopales de la Argentina y Chile, el cardenal (Raúl) Primatesta y monseñor (Francisco de Borja) Valenzuela Ríos, adivinaron la paranoia de sus respectivos gobernantes”, e hicieron un llamado conjunto a la paz.
“Sobrevino luego la elección de Juan Pablo II. Y el cardenal Primatesta interesó al nuevo Papa en la mediación entre las dos naciones hermanas. Un día habrá que estudiar la figura de este hombre, ajeno a toda grandilocuencia, que no pudo detener la tragedia de los desaparecidos, pero que supo frenar la tragedia de la guerra entre la Argentina y Chile”, señala.
En su testamento espiritual, según el relato de Fabriciano Sigampa, que lo sucedió en el Arzobispado de Resistencia, monseñor Giaquinta expresó que sus dos grandes preocupaciones fueron la Iglesia y la Patria, y que lamentaba “no haberse preocupado lo suficiente” por estos temas.
La inclusión de su testimonio en el libro de Marco Gallo puede ser un primer paso para honrar ese legado y dar continuidad a sus preocupaciones.
LISTADO. Incluye sólo aquellos de los que se pudo reconstruir la historia
P. Dórñak
P. Carlos Mugica
Mons. Enrique Angelelli
Fray Carlos de Dios Murias
P. Gabriel Longueville
Wenceslao Pedernera
Mons. Carlos Horacio Ponce de León
P. Pedro Dufau
P. Alfredo Leaden
P. Alfredo Kelly
Salvador Barbeito
Emilio Barletti
Hna. Alice Domon
Hna. Léonie Henriette Duquet
Carlos A. Di Pietro
Raúl E. Rodríguez
Mauricio Silva
Fr. Armando Carlos Bustos
P. Francisco Soares
María del Carmen (Coca) Maggi
Horacio Roussin
Elisabeth Frers
Eduardo Ricci
María Clara Ciocchini
Néstor Junquera
María Gonzáles
P. Nelio Rougier
José Palacios
P. Miguel Nicolau
María Esther Lorusso Lammle
Ignacio Beltrán
P. Pablo María Gazzarri
Susana Carmen Moras
Susana Marco
Cecilia Laura Minervini
Victorio Erbetta
José Tedeschi (Giuseppe Tedeschi)
Pedro Fourcade
Elsa Carlota Guillermina Santamaría
Ricardo Leslie Moore Mc Caromic
Daniel Gustavo Torres
Zulma Zingaretti
Inés Adriana Cobos
Ernesto Lahourcade
Liliana Esther Aimetta Cortes
Néstor Julio España
Alba Garófalo
Óscar Alajarín
Mauricio López
Beatriz Ofelia Marabo
Alejandro Roberto Odell
Mónica Delgado
Alberto Carlos Molina Rizzo
Osvaldo Nereo de Pratti
Osvaldo Ricardo Viapiano
Héctor Federico Bacchini
Carlos Daniel Ponti Harvey
Juan Alberto Schidel Cerutti
Daniel Di Nella
Mercedes Maizategui
Edgardo Omar (Lalo) Moroni
Mónica Mignone
César Amadeo Lugones Casinelli
Adolfo N. Fontanella
Roque Agustín Álvarez
Luis Oscar Gervan
Oscar Mario Paluci
Daniel Antero Esquivel
Aníbal Eduardo Gadea
Jorge Luis Congett
Víctor Boinchenko
Marcos Cirio
Roberto Van Gelderen
Roberto R. Zapala Abad
Jorge Ardur
SEGUIR LEYENDO: