Ahora es un esqueleto. Peor, la carcasa casi fósil de un monstruo esplendoroso que reinó, como los grandes saurios, seguro de su marcha y su futuro. No es ya nada de lo que fue, sólo el recuerdo. Sólo el pasado. Una metáfora de la Argentina. Hace 107 años, Buenos Aires se paralizó por la apertura de Harrods, la hermana menor de la gran tienda londinense, que prometía el oro, el moro, el lujo, la comodidad, el confort, la moda, el futuro y la gloria. Todo en una tienda que se ufanaba, arrogante, con un lema fantástico: “Everything under the same roof”. Todo bajo el mismo techo. Y todo era todo.
La ciudad, el sector más acomodado y la clase media con aspiraciones, se acercó expectante y temblorosa a la dirección que iba a ser leyenda: Florida 877 y a un edificio que estaba sin terminar, pero que prometía ser un emporio a todo lujo. Aquel 31 de marzo de 1914, todavía en plena obra, se habilitaron apenas dos pisos de la gran tienda. Todo estaba organizado para recaudar fondos, las ventas de ese día destinadas a las arcas de la Sociedad de Beneficencia y las mujeres que integraban la comisión directiva de esa Sociedad, pertenecientes a las más tradicionales familias porteñas, hicieron las veces de vendedoras. ¿Quién podría resistirse?
Fue un acontecimiento nacional. Si alguien aguzara el ojo más fino entre la bruma del tiempo, vería ahora a ese hombre, un poco achacoso que inspecciona la nueva Harrods de Buenos Aires con asombro y orgullo. Es el ex presidente Julio A. Roca: ha caminado las pocas cuadras que separan su casa, en la calle San Martín, de la nueva maravilla: morirá siete meses después de este día.
En esos dos pisos flamante, los curiosos y compradores, que los hubo, tenían a mano: tejidos refinados, sedería, perfumería, lencería, corsés, guantes, pañuelos, joyerías, cintas, puntillas, tules, voiles, batones y “layettes” para los bebés por venir o recién llegados, bomboneras, juegos de té, costureros y sombrillas de satiné. Para dos pisos, bastante. Sólo faltaba una cosa: el sector de caballeros. Pero qué barbaridad, che, ¿cómo puede ser? No fue por mucho tiempo. En setiembre ya se habían alzado los siete pisos, de estilo arquitectónico eduardiano, y decoración y detalles importados: pisos de cedro y de roble, mármoles para las escaleras y columnas y de carrara, veteado de gris y negro, en los lavabos y para lo que cuadre; espejos y cristales biselados, ventiladores con palas de bronce, arañas de alabastro.
Para un país que miraba a Europa, con un Teatro Colón italiano, una Avenida de Mayo española, y con Madame Ivonne en París, un poco de ambiente británico no venía nada mal. Era Inglaterra la gran madre que había cobijado, casi desde la independencia, el desarrollo controlado de una Argentina que, con los años, iba a aspirar a ser “desde el punto de vista económico, una parte integrante del Imperio Británico”, según dijo en 1933 el vicepresidente Julio Roca, hijo de aquel Roca que se paseaba por el Harrods flamante hace 107 años.
Los tejidos refinados que la gran tienda ofrecía aquella tarde de su nacimiento en Buenos Aires, eran parte de la relación comercial argentino británica. El país de 1914 exportaba alimentos y materias primas, compraba bienes de consumo importados, como los tejidos refinados, era deudor de grandes centros financieros y de países poderosos y padecía de una escasa industrialización. No parece que todo haya cambiado mucho en un siglo y moneditas.
Harrods se transformó en el centro social de la ciudad. La tradición, de espíritu británico, decía que a las cinco de la tarde había que tomar el té en la suntuosa confitería de la gran tienda, si es después de las compras, mejor. Los hombres arreglaban el mundo que siempre fue más fácil que arreglar el país, en la peluquería para caballeros y niños. Salvo que aquel mundo no tenía arreglo. En cuatro meses un estudiante bosnio iba a asesinar al archiduque de Austria, Francisco Fernando, y a su mujer y Europa se iba a enfrascar en una gran guerra. Nadie la vio venir. En los salones de Viena, militares y diplomáticos prometían, mientras bailaban Strauss: es una guerra sin importancia, en quince días, estamos de regreso.
Harrods soportó los cambios del mundo con la entereza de un monstruo espléndido. Así lo habría querido el empeñoso Henry Charles Harrod que, en 1849, compró por chelines un almacén chiquito que vendía té, jabones y velas, en una calle embarrada del barrio de Knightsbridge, en Londres, armó la que armó y le puso su nombre.
En los años que siguieron a su apertura en Buenos Aires, a su conversión en centro de la vida social, Harrods vivió y peleó con otras grandes tiendas: Gath y Chaves, La Piedad, San igual, Las Filipinas, McHardy Brown: la competencia era dura. Sin embargo, esa manzana, hoy silenciada, de Florida, Córdoba, Paraguay y San Martín, conservó siempre un imán especial. Algo de ese espíritu, pero muy poco, algo de esa fidelidad a la tradición y de ese apego a códigos cerrados no exentos de calidez, pervive en el Florida Garden, que hace esquina con el dinosaurio apagado.
Harrods inventó el shopping. Tuvo esa genial visión comercial de adelantarse a lo que no existía y de exhibirlo todo en vidrieras enormes, abiertas, claras, transparentes, siempre con algo de verde inglés en el decorado que también lucía hasta en las latitas de mentas que era imposible no saborear. El lema tácito era: lo que no se ve, no existe, y lo que no existe, no se puede vender. Hizo más: impulsó la entrega a domicilio, en carros primero y en camionetas después, de todo lo que el cliente quisiera llevar, lo que era lógico porque llegó a vender pianos alemanes, y si algo tiene un piano es que es muy difícil de envolver y más difícil de transportar. Hizo más: montó espectáculos, a cuál más audaz, para atraer clientes y promover sus ventas. Llegó a exhibir un elefante de la India, vivo por si alguien pregunta, y a meter en su gigantesco salón de ventas de la planta baja un típico ómnibus londinense, de dos pisos, rojo como una tarde de verano.
En diciembre y en enero, visitaban Harrods Papá Noel y los Reyes Magos, gente muy activa y cumplidora. Era entonces, en aquellas agobiantes tardes del verano porteño al que Piazzolla todavía no le había dedicado una de sus estaciones, cuando los chicos más humildes, los que vivían lejos de centro, acaso en el límite oeste de la ciudad, los chicos del sur, del conurbano que no se llamaba así, llegaban con sus papás o con sus mamás, o con ambos, a pedirle a esos buenos señores los juguetes imposibles, y a mentirles que nos habíamos portado como duques. Muchos de esos chicos veían el centro por primera vez, muchos llegaban a la Plaza de Mayo por vez primera, casi todos descubrían el asombro. Harrods lo hacía posible. Porque, además, hacía gala de otro eslogan fantástico: “Lo que usted quiere, Harrods lo tiene, lo hace, o se lo consigue”. Okey, Harrods, envolvélo para regalo.
En 1922 llegó a fusionarse con Gath y Chaves, que habían fundado en 1833 el inglés Adolfo Gath y el santiagueño Lorenzo Chaves, en otra audacia, la unión corporativa, que no era de la época. Nació, colateral a esa fusión, el Club Harrods Gath y Chaves, que funcionó primero en Vicente López y hoy se alza en Belgrano, cerca de donde Virrey del Pino sobrevive a las Barrancas.
La decadencia de Harrods corrió paralela a la decadencia económica y a la inevitable decadencia social que sacudió a la Argentina. Llegó con los embates de la inflación voraz, de las crisis indetenibles, de los zarpazos de los golpes de mercado. Empezó entonces una larga batalla legal, enmarañada y de laberinto, que recurrió a los tribunales del país y de Gran Bretaña: trabajo para Teseo.
En 1985 Mohamed Al-Fayed compró Harrods de Londres en 344 millones de dólares. Antes había querido comprar Harrods de Buenos Aires, sin éxito. Al-Fayed pensaba en ese emporio para su hijo Dodi, que se mató junto a la princesa Diana en el Puente del Alma de París, el 31 de agosto de 1997. Harrods de Buenos Aires estuvo en la mira de Falabella, de Chile, de El Corte Inglés, de España y de Printemps, de Francia. Pero nada. Finalmente, cerró sus puertas en 1998, hace 23 años.
Desde entonces, como las ruinas de los grandes teatros griegos, su esqueleto fue usado para espectáculos organizados por el Gobierno de la Ciudad, la fachada Eduardiana de Harrods es patrimonio de la ciudad y circularon decenas de rumores, todos auspiciosos, de reapertura.
Harrods reabría para recuperar su esplendor, y hasta iba a volver a funcionar la calesita bajo techo que hizo temblar de emoción a generaciones de chicos. Pero no. Iba a ser una gran tienda para el público gay, hotel incluido. Pero no. Todo fue en vano. Los proyectos que no claudicaron por agobio, por hastío o exuberancia, sucumbieron a la hiperinflación de Alfonsín en 1989, a la de Menem en 1990, al corralito de Cavallo en 2001.
Allí está, silenciosa y a oscuras la cáscara vacía, el recuerdo del esplendor, lo que pudo ser. Algo de verde inglés queda en sus persianas, tal vez estén intactos sus pisos de cedro y de roble. Quién sabe cuál será su destino, qué le tienen planeado, cómo intentarán revivir al monstruo entrañable y si es que pueden volverlo a la vida.
También es difícil intuirlo. Los gigantes mueren en silencio.
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