Las terribles confesiones de los militares que participaron de los vuelos de la muerte en la dictadura

El silencio que existió en las Fuerzas Armadas de la dictadura sobre la horrorosa práctica de arrojar detenidos con vida al Río de la Plata fue casi total. Sin embargo, algunos -por motivos diversos- terminaron reconociendo sus crímenes. ¿Quiénes fueron y por qué hablaron los primeros policías y militares que reconocieron la existencia se ese método siniestro?

Raúl Vilariño en las páginas de la revista La Semana. Eligió ese medio para contar su participación en los vuelos de la muerte

-Eran “vuelos sin puertas”.

Así los nombró el ex cabo de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) Raúl Vilariño. Había pasado menos de un mes de la asunción de Raúl Alfonsín. El jueves 5 de enero de 1984 los kioscos exhibían el número 370 de la revista La Semana con una entrevista a un ignoto suboficial que, en apariencia, no tenía ningún motivo para pegarse un tiro en el pie.

“Yo secuestré, maté y vi torturar en la ESMA” era el título de tapa del semanario en el que Vilariño contaba atrocidades que desde hacía años denunciaban las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, que habían sido consignadas por la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en septiembre de 1979 y que, más tempranamente, fuera denunciado por el escritor y militante Rodolfo Walsh en su “Carta a la Junta Militar” distribuida el 24 de marzo de 1977, a un año del golpe de Estado y un día antes de ser detenido y asesinado precisamente en la ESMA.

Sin embargo, la novedad era que Vilariño hablaba desde adentro, no solo señalaba a los mandos de la Armada sino que hablaba en primera persona, con un cinismo brutal, con expresiones que podían transmitir culpa pero que, ante todo, corrían el velo: la cara y la voz de un asesino serial con uniforme público no habían ocupado un lugar en los medios de comunicación desde el mismo golpe cívico-militar.

El número 370 se agotó y el reportaje a Vilariño continuó en las ediciones de los dos jueves siguientes. No es preciso ser un estudioso de los medios de comunicación: el primer impacto de un artículo que está fuera de agenda resulta conmovedor mientras que la proliferación de noticias vinculadas a esos temas, por más trágicos que sean, generan una especie de naturalización. En palabras de la filósofa alemana Hannah Arendt, “se banalizan”. Ella cubrió el juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén para la revista The New Yorker, una publicación seria, de baja tirada pero de gran prestigio. Su trabajo muestra, entre otras cosas, cómo lo terrible se vuelve cotidiano, cómo lo espantoso ingresa en laberintos que le restan el impacto inicial. Las sociedades tienen capacidad para sacudirse y paralizarse, pero también para negar, mirar al costado y “digerir” el horror.

Sin embargo, a la par que Vilariño hablaba, la Comisión Nacional de Desaparición de Personas (Conadep) recibía miles de denuncias, muchas ya realizadas ante otros organismos, y Raúl Alfonsín tenía decidido que los responsables de los crímenes no eludieran la Justicia.

Un cuerpo atado, de los tantos que aparecieron en Uruguay y fueron arrojados al Río de la Plata en los Vuelos de la Muerte (CIDH)

La confesión de un policía en Suiza

Tres años antes, en 1981, otro suboficial, esta vez uno que reportaba en la Policía Federal, habló. El caso resultó muy curioso. Luis Alberto Martínez, alias el Japonés, había logrado llegar a Suiza, tras un largo raid delictivo que incluía secuestros extorsivos junto a otros camaradas. La Justicia argentina, en plena dictadura, hizo un pedido de extradición de Martínez y éste, para evitarla, decidió dar un testimonio ante la sede en Ginebra de la Federación Internacional de los Derechos Humanos (FIDH).

Martínez quizá pensó que podía “politizar” y frenar su extradición dando abundantes datos precisos sobre los crímenes de los que fue testigo en la sede de la Policía Federal donde reportaba, Azopardo 680.

Según consta en el testimonio membretado por la FIDH, en el tercer piso de ese edificio, los detenidos eran interrogados bajo tortura. Luego eran llevados a Aeroparque para los que Vilariño llamó “vuelos sin puerta” y más tarde se conocieron como vuelos de la muerte.

“Oficiales y suboficiales llevaban a los prisioneros en furgones cerrados con destino a Aeroparque –dejó constancia Martínez-. Antes de llegar a la vía había una entrada guardada por efectivos de Aeronáutica. Estos traslados tenían lugar de noche. Al llegar recibían una inyección, se les decía contra las fiebres. Eran somníferos que venían en paquetes con etiquetas del Ejército. Los prisioneros eran embarcados a bordo de un avión Fiat Albatros. Después de quince minutos, ya dormidos, eran desnudados. Luego de media hora eran arrojados al mar a la altura de Mar del Plata”.

El "Japonés" Martínez, uno de los torturadores de la ESMA. Nunca fue condenado.

Martínez aseguro que el método de desaparición forzada por vía de arrojar cuerpos al mar había comenzado aún antes del 24 de marzo de 1976.

La voz incómoda de un contraalmirante

Numerosas investigaciones dan cuenta de que el golpe fue planeado con mucha antelación y que sus máximos responsables –Jorge Videla y Eduardo Massera- sabían que, por más control que ejercieran sobre los medios, no iban a poder matar sin juicio previo a miles de opositores. No solo porque la pena de muerte había sido derogada en la Argentina sino porque ni los jueces ni la cúpula eclesiástica iban a avalar fusilamientos ilegales.

De allí que las instrucciones secretas de la Junta Militar y en cada una de las tres armas era no dejar evidencias de lo que acontecía en los cuarteles convertidos en centros de detención clandestinos y, además, enterrar clandestinamente los cuerpos de las víctimas o bien arrojarlos al mar o en diques como El Cadillal en Tucumán o el San Roque en Córdoba.

Pasaron tres años y medio de la barbarie sin que la Junta Militar respondiera a los reclamos por el destino de los detenidos de modo ilegal cuando en una conferencia de prensa otorgada por el dictador Videla, el periodista José Ignacio López le preguntara por los desaparecidos. La respuesta todavía resulta desgarradora.

-Son una incógnita, no tienen entidad, no están ni vivos ni muertos.

Era la primera vez que el dictador se refería a esto. Lo hizo con torpeza y de modo incoherente. Pero el contexto al interior de las Fuerzas Armadas, además de las denuncias internacionales, no mostraba disciplina ni uniformidad.

Foto de cadáveres que aparecieron en las costas uruguayas. Eran de aquellos arrojados tras ser torturados en la ESMA (CIDH)

En efecto, el contralmirante Horacio Mayorga siempre había hablado, además de hacer. Participó de modo activo en el intento de golpe a Juan Perón en junio de 1955 cuando la aviación naval provocó más de trescientos muertos en la Plaza de Mayo e inmediaciones. Avaló que en agosto de 1972 en la Base Almirante Zar de la Armada no hubo un intento de fuga sino un fusilamiento de los 19 prisioneros y no tuvo medias palabras para justificar las masacres.

En 1985, cuando se juzgaba a las Juntas Militares, ya retirado, Mayorga le dio una entrevista a la periodista norteamericana Tina Rosemberg. En un momento, él mismo hizo una pregunta retórica:

-¿Sabe cuántos Astiz (por Alfredo, apodado “el Ángel Rubio”) hay en la Armada?

Sin que la entrevistadora emitiera palabra alguna, Mayorga le espetó:

-Trescientos Astiz, ¿que han matado gente? Claro.

Y como si pudiera hacer de entrevistador y entrevistado, dijo:

-Me preguntará por qué teníamos que gastar una inyección en esos prisioneros.

Mayorga vivió en su hermoso caserón estilo inglés de Belgrano C y nunca fue a los tribunales. Murió en 2016, a los 91 años.

“Jeringa”

Víctor Basterra era obrero gráfico y militante del Peronismo de Base. En agosto de 1979 fue llevado a la ESMA por una patota. No sólo vivió para contarla sino que en los últimos tiempos de su estancia en el centro clandestino de exterminio pudo sacar material gráfico, fotos y documentos que presentó en el juicio a las Juntas Militares de 1985. Basterra fue de los últimos en salir del infierno, a fines de 1983, por eso quizá los miembros del grupo de tareas 3.3.2 no detectaban que en las salidas temporarias que le permitían hacer –bajo un supuesto estricto control- se llevaba piezas claves para llevar al banquillo a los marinos.

Veinte años después de recuperar la libertad, Basterra se quedó petrificado cuando reconoció un rostro publicado en la prensa.

-¡Es él! ¡Es “Jeringa”!

La escena era propia de Apocalypse Now, el gran film de Francis Ford Coppola estrenado el mismo año en que habían “chupado” a Basterra.

Juan Lorenzo Barrionuevo, diputado provincial electo por Tierra del Fuego en las listas del peronismo y ex coordinador de Salud de esa provincia desde un año y medio antes, estaba en la pantalla. Era diciembre de 2003, gobernaba Néstor Kirchner y habían sido derogadas las leyes de impunidad.

¿Cuál era el pasado de Barrionuevo? Siendo suboficial enfermero de la Armada pasaba sus horas de servicio en el sótano del Casino de Oficiales de la ESMA. Su sobrenombre: Jeringa. Su misión: recauchutar a los torturados para que les pudieran seguir aplicando los tormentos y, además, suministrar inyecciones de Pentotal para atontar a quienes iban a ser arrojados vivos al mar.

Vïctor Basterra en la ESMA. Su testimonio y la documentación que pudo sacar cuando estuvo detenido allí fue clave para conocer cómo funcionaba el centro de torturas

Como Barrionuevo murió en 2008 de cáncer y Basterra murió en noviembre de 2020, estos cronistas dialogaron con Carlos García, también obrero gráfico, también del peronismo combativo y que también pudo vivir para dar testimonio.

-Todos los miércoles, de madrugada, del sótano, por una puerta de metal, sacaban a los compañeros. A veces, se llevaban 12, otras más, a veces 20… “Jeringa” les daba lo que llamaban el “Pentonaval” –dice García que pasó tres años en las mazmorras y también dio testimonio en 1985 y en todos los juicios posteriores.

García recuerda de manera muy vívida el caso de Oscar De Gregorio, montonero, que había sido detenido en noviembre de 1977 en Uruguay por fuerzas militares de ese país. Allí de Gregorio intentó fugarse, lo hirieron gravemente y luego el Grupo de Tareas de la ESMA fue a buscarlo.

-Estaba muy mal físicamente, le habían hecho un ano contranatura. Pero De Gregorio tenía un ánimo extraordinario. A las pocas semanas, Jeringa le aplicó la inyección –recuerda García.

Luego, como al resto de los “trasladados”, su destino fue un vuelo de la muerte.

Volviendo a la imagen que dejó helado a Víctor Basterra cuando vio a Jeringa en 2003 en el rol de un político consumado, hizo la denuncia judicial. La causa recayó en el juez federal Sergio Torres quien pidió su detención. Pero había un detalle: Jeringa tenía fueros parlamentarios. En efecto, al ser electo en junio de ese 2003 debía asumir en diciembre de ese año y solo podía proceder su detención si la Legislatura fueguina votaba por quitarle los fueros.

El programa PuntoDoc le hizo un lugar a Basterra. Una de sus frases muestra la conducta del entonces suboficial enfermero devenido en diputado electo.

Juan Lorenzo "Jeringa" Barrionuevo, torturador de la ESMA que llegó a legislador en Ushuaia 162

-Después de ser torturado estuve tres días sin tomar agua, desesperado, dolorido, tirado las veinticuatro horas en una colchoneta roñosa dentro de un cubículo, encapuchado, esposado, con grilletes y pidiendo agua. Entonces Jeringa gritó: “Así que éste quiere agua”, y me descargó un baldazo de agua fría, en pleno agosto. Ese rostro y esa voz me quedaron grabados a fuego –dijo Basterra frente a la cámara de PuntoDoc.

Basterra fue a Ushuaia para ratificar su denuncia. García hizo lo propio. El juez Torres debió trasladar el pedido de desafuero a la Justicia Federal fueguina. La Legislatura debía tratar el caso.

El periodista Diego Martínez, investigador de los vuelos de la muerte escribió:

“Contó Jeringa que un día se cansó de inyectar Pentonaval y pidió volar. ‘Yo tenía miedo de no animarme a empujar a la gente al vacío, pero me animé. Me sentía Dios, estaba en mi mano la vida o la muerte. Podía sentir la vibración de los cuerpos por los temblores que causa el miedo’.

Martínez tomó esta confesión de la que, a su vez, Jeringa le había hecho a un guardia del Hospital de Ushuaia. Mientras este largo proceso judicial y legislativo se llevaba a cabo, Jeringa Barrionuevo contrajo un cáncer galopante. Murió en 2008, a los 54 años, impune, en libertad.

SEGUIR LEYENDO: