-Señores, están rodeados. Pongan sus armas en el piso, dejen las manos en alto, mis soldados van a revisarlos. Después, dan media vuelta y se van a sus casas.
La orden del coronel Jorge Felipe Sosa Molina sonó contundente en el silencio arbolado de la Quinta de Olivos. Minutos después, la poderosa custodia personal de José López Rega quedaba desarmada y dispersa. En el césped de la quinta presidencial quedaban escopetas Itaka, ametralladoras israelíes Uzi, por entonces joyas de la bijouterie armada, pistolas automáticas, fusiles belgas y granadas de mano: un arsenal con el que aquella banda en desbandada, había asolado a aquella Argentina que se asomaba de buen talante al abismo.
Era la tarde del 19 de julio de 1975 y la estrella de López Rega se había apagado para siempre. El otrora súper ministro del tercer peronismo se preparaba para huir del país. Su custodia había ido a buscarlo donde no estaba, en Olivos, para quedar encerrada en un operativo militar.
Fue la economía, no la política, ni siquiera las andanzas de la banda terrorista de ultraderecha Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) que López Rega comandaba, la que apagó su estrella. La economía, el retiro del apoyo sindical, el hartazgo de las fuerzas armadas, en especial del jefe de la Armada, Emilio Massera, y la sensación de que el ministro podía hacerse cargo de la conducción del país ante la debilidad de la Presidente, fue el cóctel explosivo que selló su destino.
López Rega, “Lopecito”, como lo llamaba Juan Domingo Perón con benevolente desprecio, ya había sido súper ministro durante el breve gobierno de 49 días de Héctor J. Cámpora, entre el 25 de mayo y el 13 de julio de 1973; siguió super poderoso durante el gobierno de ocho meses y medio de Perón, entre el 12 de octubre de 1973 y el día de su muerte en Olivos, el 1 de julio de 1974, y pasó a dominar el escenario político de la Argentina como ladero de Isabel Perón.
Su caída, disfrazada de un cargo inexistente de embajador plenipotenciario en ninguna parte, reúne un par de anécdotas que merecen ser recordadas.
Aquel país de mediados de 1975 se hundía en la crisis económica, muerto y enterrado casi con Perón el Plan Social que el General había soñado para su tercera presidencia. López Rega había hecho nombrar a un nuevo ministro de Economía, Celestino Rodrigo, un hombre de su confianza. Juró el 2 de junio de ese año y dos días después aplicó un duro plan de ajuste: el dólar aumentó el 100 por ciento, las tarifas aumentaron entre el 75 y el 120 por ciento, los combustibles el 180 por ciento y los pasajes de transporte, colectivos y subterráneo, entre el 50 y el 120 por ciento. Los salarios fueron ajustados el 46 por ciento.
El plan tomó el nombre del ministro, “Rodrigazo”, y tuvo como autor intelectual al economista Ricardo Zinn, que en los años 90, y durante el menemismo, sería asesor de María Julia Alsogaray en las privatizaciones de ENTel y Somisa. Zinn murió en un accidente de aviación, en 1995, junto al titular de YPF, José Estenssoro.
Con el Rodrigazo en marcha, el enfrentamiento entre López Rega, la CGT en manos de Casildo Herreras y la entonces poderosa UOM de Lorenzo Miguel, fue veloz y durísimo. También imposible de evitar. López Rega tomó distancia del clima levantisco y se fue un par de días a Río de Janeiro. Volvió con las pilas recargadas y el tono zafio pulido: “Llego al país con ánimo renovados para darles duro a quienes no quieren colaborar con la patria. Y a los que tengan la cabeza dura, les vamos a encontrar una maza adecuada a su dureza: el quebracho de la Argentina es muy bueno”.
En la Plaza de Mayo, sin embargo, no pensaban en las bondades del quebracho. Las manifestaciones sindicales gritaban una consigna terminante: “Isabel, coraje / al Brujo dale el raje”. Fue en esos días en los que la Casa de Gobierno vivió un episodio de inusitada violencia.
En medio de una manifestación contra el ministro, López Rega le exigió a la Presidente que saliera al histórico balcón de la Rosada no sólo a calmar los ánimos, sino a reivindicar su alicaída figura. Isabel se negó, empalideció, perdió sus ojos en un punto del salón, el cuerpo rígido, tembloroso, los labios en un rictus. López Rega, entonces, la abofeteó.
Lo que ocurrió después es en parte leyenda, en parte crónica fiel de aquellos hechos. El coronel Sosa Molina contaba que esa noche un oficial de Granaderos lo había llamado para narrarle el episodio, le dijo que un joven oficial del regimiento había visto cómo López Rega abofeteaba a la Presidente, había empuñado su pistola, había puesto el caño en la cabeza del ministro y le había preguntado a Isabel: “¿Qué quiere que haga?”.
Otras versiones dan como dueño del arma, y de la intención, al entonces edecán naval, Pedro Fernández Sanjurjo. Lo cierto es que hubo una pistola y un “¿Qué quiere que haga?”, porque la respuesta de Isabel fue: “Por favor, déjelo. Lo hace para devolverme a la realidad. Es para ayudarme. Me revitaliza. Yo, a veces, me confundo”.
Las crónicas de la época aseguran que Massera, enterado del episodio, llamó a Sanjurjo y le dijo: “La próxima vez que suceda algo así, lo mata”.
La relación entre el jefe de la Armada y el ministro, en otros tiempos idílica, había terminado en desastre. Los tres comandantes en jefe, Massera, el general Alberto Numa Laplane y el brigadier Héctor Fautario, exigían la renuncia de López Rega. El pedido de los jefes militares le llegó a Isabel por vía del ministro de Defensa, Jorge Garrido, antes cuasi eterno escribano mayor de Gobierno.
La bronca entre Massera y López Rega venía de antes de las célebres bofetadas del ministro a la Presidente. El marino era el mayor enemigo del ministro entre los uniformados. Una noche de otoño, Massera invitó a su mujer y a sus hijos a cenar en el Hostal del Lago, de Palermo. Los custodios del almirante sorprendió merodeando la puerta de entrada a dos hombres armados y presumieron, con acierto, que su intención no era la de cenar esa noche en un prestigioso restaurante. Les quitaron las armas, los apalearon un poco y los mandaron a casa.
En la siguiente reunión con Isabel, y con López Rega, Massera contó el episodio. López Rega entonces recurrió a lo que pensaba era su arma favorita: su poder de convicción. Estaba errado. Pero igual le dijo a Massera: “Eso no puede ser, almirante. Le ofrezco mi propia custodia para vele por su seguridad”. Massera, que también sabía sincerarse cuando quería, le contestó: “Mire, prefiero mi custodia, que es de marinos, en vez de la suya, que es de asesinos”. La Presidente fue testigo y guardó silencio.
Nueve días después del Rodrigazo, López Rega renunció como ministro, junto con los de Defensa, Adolfo Savino y de Interior, Alberto Rocamora. Rodrigo sólo duró una semana más: renunció el 18.
Desde el día de su renuncia hasta el de su huida del país, López Rega digitó la entrada de ministros y funcionarios a Olivos, donde Isabel estaba recluida, sin digerir el golpe que implicaba no contar más con López Rega a su lado.
El sábado 19 de julio empezó a cocinarse la manera más elegante de hacer salir del país a López Rega sin que pareciese lo que en realidad era. Se dispuso que partiera en el avión presidencial, que quedó alistado y en espera en Aeroparque. En aquellos días de delirios, todo fue un zafarrancho de circo. López Rega dejó Olivos y fue a la casona de Gaspar Campos 1065, que había sido la vivienda de Perón desde su primer retorno al país, en noviembre de 1972. Pero su custodia, armada hasta los dientes, fue a buscarlo a Olivos. Intentaron ingresar a la residencia por los portones de la calle Villate. Amenazaron con usar la fuerza.
-¿Qué hacemos? –preguntó un oficial a Sosa Molina– ¿Les impedimos la entrada?
El jefe de Granaderos presintió una masacre y ordenó el desplazamiento de cuatro carros blindados M-113, y desplegó un escuadrón reforzado, ciento cincuenta hombres, para “embolsar” a la banda lopezreguista si usaban la fuerza. Finalmente, los portones se abrieron, la banda entró por su jefe, se vieron encañonados y oyeron a Sosa Molina decir aquello de “Señores, están rodeados”.
La Presidente creyó que había llegado el golpe que tanto temía.
-Coronel, ¿estoy presa?
-Señora, estamos asegurando su vida. Tenga la seguridad de que la estamos defendiendo.
Isabel pidió a su lado al subcomisario Rodolfo Almirón y a Miguel Ángel Rovira, brazos y armas derechas de López Rega, sindicados también como jefes de la Triple A.
Al anochecer de aquel día agitado, una caravana de autos encaró desde Gaspar Campos hasta el Aeroparque. Un oficial debió regresar a la casona de Vicente López con un ruego extraño: “Falta el diploma”, dijo. Le alcanzaron entonces un tubo negro, de plástico, que supuestamente contenía el nombramiento de López Rega como embajador. Así subió al avión presidencial: “¡Soy embajador! ¡Soy embajador”!
En marzo de 1986, once años después de estos hechos, el FBI lo pescó en Miami y Estados Unidos lo extraditó a la Argentina. Murió el 9 de junio de 1989 preso, solo, casi ciego. Jamás fue a ajuicio, acusado como estaba de unos crímenes que jamás hallaron castigo.
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