Lo más extraño y sorprendente de aquella noche inolvidable de hace 35 años, fue que Luis Puenzo pensó que había perdido el Oscar. Y no, su película, La Historia Oficial, había ganado no sólo el premio máximo que la industria del cine americano depara al Mejor Film en Idioma Extranjero, sino que también se había alzado con el primer Oscar para la Argentina y el primero para esta parte del continente.
Todo sucedió el 24 de marzo de 1986, a exactos diez años del golpe militar que había instaurado la más violenta dictadura militar de la historia del país, y el Oscar distinguía a una película que se metía de lleno en una historia lateral, pero colectiva, de aquel drama.
Una historia sencilla pero trágica: una profesora de historia en un colegio secundario que empieza a sospechar que su hija adoptada, una adorada nena llamada Gaby, puede ser uno de los chicos “apropiados” por la dictadura. Empieza a sospechar luego de hablar con una vieja amiga, de revisar la conducta de su marido y de encontrarse con una Abuela de Plaza de Mayo.
La película contaba con unas actuaciones espectaculares: Norma Aleandro encarnaba a la profesora, Héctor Alterio a su marido, Chunchuna Villafañe a la amiga, una inolvidable Chela Ruiz a la Abuela de Plaza de Mayo y, en una breve escena y una igual de breve lección de actuación, un enorme Guillermo Battaglia, ya en el final de su vida, que encarnaba al suegro de la profesora. Sólo esas actuaciones, más la batuta sutil y penetrante de Puenzo, merecían el Oscar. Pero allí, nunca se sabe.
“Allí”, era el Dorothy Chandler Pavillon del Music Center de Los Ángeles, donde entonces se celebraban las entregas de los Oscar. Como enviado especial de dos revistas, me disculpo por el tono personal, yo había asistido en 1975 a la aventura de Sergio Renán con La Tegua, protagonizada por Alterio, Ana María Picchio y, en un breve papel, la Aleandro. Y en 1985 había cubierto otra aventura del cine nacional, Camila, de María Luisa Bemberg, con Susú Pecoraro, Imanol Arias y Alterio, un abonado a las candidaturas argentinas del Oscar, como el rudo padre de Camila O’Gorman. ¿Sería esta tercera vez la vencida? Méritos sobraban. Presentimientos también. A favor y en contra.
Puenzo creía que el Oscar era posible. La película había sido un éxito enorme en Argentina donde la habían visto novecientos mil espectadores. Había ganado el Premio del Jurado del Festival de Cannes y el Globo de Oro, el premio que otorga, antes de los Oscar, la Asociación de Prensa Extranjera de Hollywood. Era una premonición: si ganás un Golden Globe… Pero allí, nunca se sabe.
Aleandro, en cambio, pensaba que la película tenía pocas chances. Era una especulación, pero válida. La Academia la había designado para presentar precisamente el Oscar a la Mejor Película Extranjera y, con buen criterio, veía difícil que el premio fuese a parar a manos de quien lo anunciaba. Pero allí, nunca se sabe.
Entre murmullos, se mencionaba otra posibilidad: La Historia Oficial estaba también postulada para llevarse el Oscar al Mejor Guión Original, escrito por la recordada Aída Bortnik y por el propio Puenzo. ¿Y si La Historia… recibía el Oscar al guión, pero no a la película? ¿Los dos Oscar era soñar un imposible?
Los periodistas no teníamos presentimientos: sacábamos cuentas. La Historia… competía con otras cuatro películas. Todas muy buenas y una muy peligrosa. Francia era candidata con una comedia ligera: Cinco Hombres y un Biberón, de Coline Serreau. Seguía Cosecha Amarga, de Alemania, dirigida por Agnieszka Holland. Una candidata peligrosa era Papá Salió en Viaje de Negocios, de Emile Kusturica, por Yugoslavia. Y también competía como película extranjera Testigo en peligro, del australiano Peter Weir, aquella peli protagonizada por Harrison Ford, metido a proteger a un chico amish testigo de un crimen.
Pero el gran cuco era la excelente Coronel Redl, de Istvan Szabo, por Hungría. Era, en efecto, una gran película protagonizada por Karl María Brandauer, que esa noche era candidato a Mejor Actor de Reparto por Out of África, que aquí se llamó África mía. Como la película de Puenzo, la de Szabo contaba una historia que novelaba lo real, la del coronel Alfred Redl, miembro de los servicios de inteligencia del imperio austro-húngaro que iba camino a la destrucción. Era un tipo complejo que, antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, terminó por vender algunos secretos a potencias extranjeras. Una vez descubierto, sus camaradas no le dejaron otra opción que una pistola sobre una mesa.
Si La Historia… perdía con Coronel Redl, no hubiera habido motivos de queja: era un duelo entre titanes. Pero Puenzo estaba “agrandado”, como confesó luego: sus esperanzas estaban muy fortalecidas. La fecha del 24 de marzo no pasaba inadvertida para nadie y él había preparado unas palabras para decir en inglés, si era que ganaba el Oscar. Sospechó que tenía que tragárselas cuando pensó que lo había perdido. En cambio, sí subió al escenario para agradecerlo y, con la estatuilla en la mano, dijo: “No puedo dejar de olvidar que hace diez años, en un día como hoy, se daba el último golpe militar en mi país. No puedo olvidar esa pesadilla. Hoy ha empezado una nueva época, con nuevos sueños.”
Después todo fue alegría y emoción. La celebración anduvo de alboroto por los pasillos del Dorothy Chandler. Fue un festejo medido, sin estridencias, sin desborde. El Oscar, eso sí, pasó de mano en mano, y, disculpen de nuevo la referencia personal, hasta me atreví a pedirlo prestado por un minuto a Aleandro, que me lo cedió sin apartarse un centímetro de mi lado. Sepan que es pesado; es más bello en persona que por tele y sostenerlo, sopesarlo, te da una especie de gozo interno muy particular, aunque no sea tuyo. Le rogué a mi colega, el fotógrafo Rudy Hanak, que tomara para mí esa foto porque era la primera y última vez que tendría un Oscar en mis manos. Hanak se tomó su tiempo, enfocó, pero no disparó; pasaron diez segundos que parecieron diez días, hasta que Norma se inclinó para besar el perfil de la estatuilla. Entonces sí, Rudy disparó, y allí está esa foto que me ridiculiza pero por la que guardo enorme cariño.
En el 8334 de Marron Lane, la casa que los Puenzo habían alquilado en West Hollywood, hubo largos brindis, largas comunicaciones con Buenos Aires, y allí fue donde Aída Bortnik se sinceró sobre su Oscar que no fue: “Era raro y difícil que nos premiaran con dos. El Oscar a la mejor película premia todo. Y no me parece mal para empezar. No acostumbro a llorar lo perdido cuando hay algo ganado.” Y sin dejar el “muñequito”, aferrado en su mano derecha, Puenzo reveló la historia de su confusión, como se hundió en su butaca, apenado por haber perdido su chance, sin saber que la había ganado y cómo fue que el abrazo de quien entonces era su mujer lo sacó del error.
Basta de misterios. ¿Por qué pensó Puenzo, al borde del infarto, que La Historia… había perdido?
Porque Aleandro, emocionada, cuando debió decir el nombre de la película, en inglés, The Official Story, lanzó un inesperado y agradecido “God bless you”, (“Dios los bendiga”) y recién después dio el título de la película.
En su butaca, Puenzo creyó escuchar Angry Harvest, Amarga Cosecha, la peli de Holland; los periodistas buscamos cuál era esa película extranjera que empezaba con “God...”, extrañados de no tenerla en carpeta, ¿qué había pasado? Todo habrá durado pocos segundos, cinco, ocho, de azoramiento. El tiempo hizo que hoy, todo parezca gracioso. Pero aquello fue, por unos segundos, muy turbador. Y muy confuso.
La historia secreta de aquellos instantes es esta. Robin Williams, en la cumbre de su carrera, cuando nada hacía sospechar la tragedia íntima de drogas y alcohol que lo llevó al suicidio en 2014, tuvo a su cargo la presentación de los presentadores. Nombró a Aleandro con un extraño acento, dijo: “Norma Alejandro”, con la jota aspirada, y luego hizo un par de bromas sobre quien iba a anunciar el Oscar junto a Aleandro. Era Jack Valenti, presidente de la Asociación Americana de Cine (MPAA, Motion Pictures American Association).
Valenti era un tipo con una historia fascinante: a los diez años barría los pisos de algunos cines de su Houston natal; en los años 60 había sido enlace de los medios de comunicación con el presidente John Kennedy y, luego, había sido asesor del sucesor de Kennedy, Lyndon Johnson, hasta convertirse en presidente de la MPAA y un lobista incansable, y exitoso, de la industria del cine en Washington y en la Casa Blanca.
Para mí, Valenti, hijo de emigrantes sicilianos, guardaba una historia muy particular: como texano y asesor de la Casa Blanca, había estado en la caravana presidencial de Dallas el 22 de noviembre de 1963, cuando Kennedy fue asesinado en la Plaza Dealey. Yo guardaba una fotografía legendaria y dramática de aquel día: la del juramento de Johnson en el avión presidencial, dos horas después del crimen, con Jackie Kennedy y su vestido rosado manchado con la sangre de su marido y, a la izquierda, hundido en un asiento contra las ventanillas del Air Force One, un demudado Valenti testigo de aquel juramento dramático.
De modo que Aleandro salió al escenario del Dorothy Chandler Pavilion con un pedazo de historia a su lado. Pelo suelto, muy rizado, un vestido de encaje negro, bordado sobre raso de seda natural rojo, creación de Elsa Serrano, que la diseñadora había ideado y armado a ciegas, sin poder probarlo porque Aleandro andaba de gira de promoción de La Historia…
Con ese vestido había salido de la habitación 235 del Beverly Hills Hotel, enfrentado a un grupito de estudiantes argentinos que le alcanzaron un Oscar imitación y había llegado al Music Center. Allí renacieron sus ilusiones: recordó que Los Ángeles Times había publicado un sondeo hecho a quince críticos: trece dijeron que el Oscar era para La Historia…. Vio venir a Murray Abraham, Oscar el año anterior por su Salieri de Amadeus, de Milos Forman, que se arrodilló y le besó los pies. “Me dijo que me había visto en la película la semana anterior”, recordaría luego Aleandro. Y segundos antes de salir al escenario, escuchó a Istvan Szabo que le dijo: “Norma, se lo llevan ustedes”. Contestó: “Me va a dar mucha pena por ustedes”. Y Szabo: “No lo lamenten que ustedes lo merecen”.
Ya en el escenario Valenti y Aleandro, con un ligero temblor en las piernas, dijeron un par de frases sobre la importancia del cine en el mundo y nombraron, una a una, a las candidatas al Oscar al mejor film extranjero.
A las 20.41. Valenti le dio el sobre que contenía el nombre de la ganadora, Aleandro se acercó al micrófono y dijo las palabras mágicas: “And the winner is…”. Entonces no se decía “And the Oscar goes to…”. Después, intentó romper el sobre lacrado. La solapa se partió a la altura del lacre y el sobre quedó abierto sólo hasta la mitad. Murmuró, con una nerviosa sonrisa: “Too much” (“Demasiado”) y con un manotazo veloz y ante la sonrisa de Valenti, rasgó el resto del sobre que quedó hecho trizas. Extrajo el papel, descubrió que no llevaba sus lentes, vio el título en inglés e hizo una pausa que pareció eterna. Más rápido que el hambre, Valenti ya había leído para sí el nombre de la película. Le susurró a Aleandro: “¡Norma, léelo! ¡Es The Official Story! ¡Léelo!”, enarboló una amplia sonrisa y alzó sus brazos. Todos entendían nada.
Aleandro diría luego: “Me quedé parada, no sé qué me pasó. No sé qué me detuvo. No me salía The Official Story”. Fue entonces cuando volvió a acercarse al micrófono y dijo aquello de “God bless you”.
Y así fue que Puenzo pensó que La Historia Oficial había perdido.
Pero no.
Aquella noche de hace 35 años fue pura emoción. Al margen de la que produjo La Historia Oficial, en aquel escenario del Dorothy Chandler Pavilion del Music Center de Los Ángeles pasaron muchas cosas.
Fue el año de África Mía de Sydney Pollack, que se llevó el Oscar a la Mejor Película y al Mejor director. La película tuvo once nominaciones y se llevó siete estatuillas. Fue la edición 58 de los Oscar y no fue presentada por una estrella, como había sucedido antes con Johnny Carson o Bob Hope: la presentaron Jane Fonda, Alan Alda y Robin Williams, en el punto más alto de su carrera.
África Mía se impuso a otra gran película: El Color Púrpura, de Steven Spielberg, que también tuvo once nominaciones y no ganó ningún Oscar. Una de las actrices de El Color Púrpura era Oprah Winfrey, que no ganaba entonces nueve millones de dólares por entrevistar al príncipe Harry y a su mujer, Meghan Markle. Winfrey competía por el Oscar a la Mejor Actriz de Reparto, que se llevó Anjélica Houston por su papel en El honor de los Prizzi, dirigida por su papá, John Houston. Anjélica llegó a la ceremonia acompañada por quien era su pareja, Jack Nicholson, candidato al Oscar al Mejor Actor por El Honor… Pero el Oscar se lo llevó William Hurt, por El Beso de la Mujer Araña, de Héctor Babenco, candidato al Oscar a mejor director, que ganó Pollack.
Hurt se llevó una gran ovación incluso de sus rivales: Harrison Ford, por Testigo en peligro, James Garner por El romance de Murphy, Jack Nicholson, por El honor de los Prizzi y Jon Voight por Escape en tren. Al agradecer el Oscar, dio un discurso breve y sentido en el que habló de la saudade que sentía por Brasil. Por entonces, los ganadores del Oscar no recitaban una larga lista de nombres a quienes tenían algo que agradecer: se dejaban llevar por sus emociones, que parece lo más natural. Pero hoy lo natural cedió paso a lo políticamente correcto.
Hubo otras tres grandes ovaciones en la noche. Para otorgar el Oscar a la Mejor Película subieron al escenario tres glorias del cine: John Houston, Billy Wilder y Akira Kurosawa. Parecía increíble ver a esas tres glorias, juntas, nerviosos como principiantes, hacerse cargo de la ceremonia. Los ovacionaron de pie.
El Dorothy Chandler también se paró para aplaudir al ganador del Oscar al mejor actor de reparto, otra gloria del cine, Don Ameche, por su papel en Cocoon. Y la otra ovación fue para la ganadora del Oscar a la Mejor Actriz, la legendaria Geraldine Page, la “Primera Dama del Teatro Americano”, por su papel en The trip to Bountiful, En busca de la plenitud en Argentina. La presentó Murray Abraham, la llamó “la más grande actriz de habla inglesa” y se arrodilló a sus pies, como había hecho antes con Norma Aleandro, cuando Page subió al escenario. Sus rivales de esa noche la aplaudieron a rabiar. Eran: Anne Bancroft, por Agnes de Dios, Whoopi Goldberg por El color Púrpura, Jessica Lange, por Dulces sueños y Meryl Streep por África Mía.
La película de Pollack dejó en el camino a sus competidoras El beso de la Mujer Araña, El color Púrpura, El honor de los Prizzi y Testigo en peligro. Y Pollack dejó atrás a Héctor Babenco (El beso de la mujer araña), a John Houston (El Honor de los Prizzi), a Akira Kurosawa (Ran).y a Peter Weir (Testigo en peligro).
Como cierre, Sally Field anunció un Oscar honorífico para Paul Newman. El tipo lo merecía. Pero estaba en Chicago, de modo que hubo una conexión virtual, un término desconocido en aquellos años. Newman fue sincero hasta el hueso. Dijo: “Preferiría que mis Oscar estuvieran delante de mí, y no a mis espaldas”.
Y reíte de lo políticamente correcto.
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