Durante la tormentosa noche del 9 de marzo de 1990 en los alrededores del Acapulco, un albergue transitorio frente al cementerio de la Recoleta, no hubo otro vestigio humano que una silueta agazapada bajo el alero de una florería.
Mientras tanto, los ocupantes de una suite del cuarto piso estaban enredados en una discusión. El hombre, un contador asimilado a la Armada con grado de capitán, se llamaba Carlos Di Nucci; la mujer, que decía ser modelo, era Ana María Blassi.
Él quería poner fin al vínculo que los unía con el pretexto de un viaje a Francia; ella, esgrimiendo un supuesto contrato para desfilar en París, amenazaba con subir al mismo avión. Ambos, muy contrariados, se retiraron de allí media hora antes de finalizar el turno.
Exactamente a las 22.30, la silueta agazapada los vio asomarse a la calle y, empuñando un viejo revólver calibre 32, se encaminó con sigilo hacia ellos. Hubo entonces un arrebato, gritos y disparos.
El agresor, con la cartera robada bajo el brazo y el arma aún humeante en la mano, fue detenido a dos cuadras. Y en el lugar del hecho, Di Nucci sostenía a la señorita Blassi entre los brazos; él tenía las piernas baleadas y ella, un tiro en la cabeza. Agonizaba.
A simple vista lo ocurrido no pasó de ser un hurto con epílogo sangriento. Nadie imaginaba que ese asunto desembocaría en uno de los expedientes más extravagantes de la historia policial argentina. La prensa lo bautizó "El crimen de la modelo".
Encaje para un arrebato
El individuo arrestado ya se encontraba en la comisaría 19ª cuando la pareja herida llegó en ambulancia al hospital Fernández. La modelo -absolutamente desconocida en el medio– estaba descerebrada pero aún con vida. Y para que fuera atendida con rapidez, Di Nucci proclamó a los gritos:
–¡Esta mujer es hija del conde de Luxemburgo!
Ese asombroso detalle le fue comunicado por teléfono al comisario Carlos Caporaletti desde el centro asistencial. Su interlocutor –un cabo que intervino en el traslado– también dijo que ella acababa de fallecer. Caporaletti maldijo por lo bajo.
En un rincón de su despacho estaba el victimario esposado y con los ojos fijos en la cartera arrebatada. El policía vació su contenido sobre el escritorio; así pasó del mal humor a una segunda sorpresa: entre otros efectos personales, había 18 billetes de 100 dólares y un pasaporte expedido horas antes. No era usual –pensó Caporaletti– que alguien anduviera de noche con tanto dinero.
En ese instante, para ahondar su desconcierto, el detenido rompió el silencio. Entonces confesó haber sido contratado por esa misma mujer para asesinarla junto al amante. Dijo que tan extraño encargo fue pactado el día anterior en el bar Los González, un tugurio pegado a la estación San Martín. Apuntó hacia un tal Aníbal como intermediario del asunto. Reveló que su paga había sido fijada –casualmente– en 1.800 dólares. Y el remate fue:
–La chica no quería vivir. El tipo le había contagiado el Sida.
A Caporaletti le costó digerir esa historia. Porque Juan Martín Colman, alias "Tito", no parecía un sicario. En realidad se trataba un ladrón de poca monta, un "cachivache", como se le llama en la jerga tumbera a quienes hacen de la cárcel su hogar. De hecho, aquel hombre de 50 años venía de estar 28 tras las rejas. Y hacía sólo tres semanas que estaba en libertad.
La siguiente disfunción del caso lo aportó el azar tribunalicio: aquella noche estaba de turno el juez Remigio González Moreno, un ser muy ambicioso que vio en aquella trama un trampolín hacia la celebridad. De modo que no tardó en filtrar los detalles al periodismo. Y ya por la mañana su estampa enfundada para la ocasión con un piloto tipo Marlowe fue exhibida por los noticieros.
Devoto era una fiesta
Los días fueron pasando sin que nadie cuestionara la hipótesis del auto-crimen por encargo. Abonaba tal creencia el perfil psicológico de la víctima: bipolar y afecta a maquillar su biografía con variadas fantasías, como su falsa condición de modelo, su pretendido linaje nobiliario y su empeño –en un gesto titánico de coquetería– por acusar 28 años cuando ya había cumplido los 42.
Claro que los investigadores tampoco pasaban por alto su propensión al suicidio ni sus medios para intentarlo; en una oportunidad Di Nucci –según su testimonio– la sorprendió tras una reyerta manipulando el cableado de un televisor con un pie metido en un balde lleno de agua.
En tanto, los hombres de Caporaletti buscaban afanosamente en los bajos fondos de San Martín al "gestor" Aníbal. Nadie lo conocía.
Y mientras se esperaba el resultado del análisis de HIV –cuya demora en esa época era de 4 días–, se hizo la reconstrucción del asesinato. Fue un evento sublime: en aquella escenografía lindante entre el camposanto y el hotel por horas, el juez parecía un director de cine y Di Nucci actuaba de si mismo ante una multitud de periodistas, policías y curiosos. Pero la diligencia judicial no logró echar luz sobre el caso.
Dos días más tarde, González Moreno cubrió la causa con un súbito secreto de sumario. La razón: el análisis de Sida fue negativo. De modo que la versión de "Tito" comenzaba a tambalear.
Él ya se encontraba alojado en un pabellón de Villa Devoto; allí se sentía a sus anchas. Su madre, doña María Sofía, le manifestó al autor de esta nota –en una entrevista publicada el 16 de marzo de 1990 por el diario Nuevo Sur– su preocupación al respecto: "En la cárcel está lo más bien. Y como es de mucho cocinar, los otros presos están chochos con él. No sé… en la calle se deprimía y al final se mandó una macana para volver a estar preso".
Su felicidad penitenciaria se vio favorecida por un acontecimiento familiar: el reencuentro con su único hijo, Juan Carlos, quien purgaba una condena por robo. "Estar en el pabellón con papá era bárbaro. Cuando él me despertaba, yo creía que era la requisa; pero no: era papá que venía con tortas fritas", recordó el vástago en una nota televisiva al ser excarcelado.
En el invierno de 1990 el juez González Moreno debió apartarse de la causa por un motivo ajeno a su voluntad: se lo acusó de extorsionar a los directivos del Sanatorio Güemes. Ello propició su mudanza a esa misma cárcel, donde fue vecino de su ya famoso procesado. Vueltas de la vida.
Colman fue condenado en 1993 a 25 años de prisión. Durante el proceso, la hipótesis del pacto con la víctima fue desestimada.
A fines de 2003 quien esto escribe lo entrevistó para el programa televisivo "Historias del crimen" en la Colonia Penal de Santa Rosa. Y él aún se aferraba a la versión del crimen por encargo.
Aquel hombre ya tenía 63 años, acumulaba 41 en la sombra y poseía salidas transitorias. Sin embargo, dicho beneficio no lo satisfacía; su abogado, Rubén Encinas, creía saber el motivo: "Tito se acostumbró tanto a la reja que cuando lo ponen al aire libre le baja la presión y se desmaya".
Juan Martín Colman tuvo en 2010 la desdicha de quedar en libertad.
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