Ya era marzo pero el coronavirus todavía parecía un problema estancado en Europa: un virus y un cuento de murciélagos que sonaba a ciencia ficción y que se llevaba puestos a los viejitos que estaban solos, también estancados en asilos. Ya era marzo cuando la noticia de que había una segunda muerte en Argentina activó la paranoia colectiva: el hombre en cuestión no era ni viejito ni estaba solo en un asilo: “¿Por qué la paranoia? Creo que muchos empezaron a sentir que las balas picaban cada vez más cerca”.
Quien habla con Infobae desde Resistencia, Chaco, es Graciela Cedro, la ex mujer de César Cotichelli, el segundo fallecido por COVID del país. “Cuando corrió la noticia de su muerte César estaba complicado pero todavía respiraba, no había muertes acá, no teníamos con qué comparar y creíamos que iba a salir adelante. Fue una fake news que nos dejó en shock, no sé quién pudo haber sido capaz de mentir por tirar una primicia o llamar la atención con un tema tan angustiante y doloroso”.
Graciela Cedro es ingeniera, docente y madre de dos de los cuatro hijos de César: los menores, dos varones que en ese momento tenían 16 y 17 años. César Cotichelli también era ingeniero y docente y no cumplía con la imagen que nos habíamos formado al comienzo de “un grupo de riesgo”: tenía 62 años y estaba activo, tanto que acaba de llegar de unas largas vacaciones familiares por Turquía y Egipto.
Pese a su perfil bajo -en aquel entonces daba clases a casi 200 kilómetros de Resistencia- Graciela tuvo que salir a redactar desmentidas en los medios porque, además de la falsa muerte, circulaba una versión de que los cuatro habían llegado de Europa y no habían hecho ningún aislamiento, por lo que “estaban esparciendo el virus por todos lados”.
Primero aclaró que César no estaba muerto sino “internado con un cuadro de neumonía y peleándola”. Y, sobre el final del comunicado, escribió: “Les reitero, no hay una documentación en mis manos (todavía no sabían que César se había contagiado) pero cumplí con mi deber de avisar a las autoridades de la situación para proteger a los demás y que se esté alerta, no en pánico. Recen por él y para la recuperación de todos los que están afectados. Piensen que mañana puede ser alguien cercano a ustedes”.
Más allá de lo poco que entonces se sabía, César sí era un grupo de riesgo: era hipertenso y había tenido una neumonía grave con derrame pleural una década antes, cuando todavía estaba casado con Graciela. “Aquella vez había estado un mes internado y había salido adelante, por eso creíamos que era lo mismo, que al final iba a mejorar”.
Lo internaron el lunes 9 de marzo, el mismo día en que los dos hijos de Graciela llamaron a su mamá para avisarle que su papá no se sentía bien. Ahí mismo, en el sanatorio Femechaco, Graciela supo que, por precaución y hasta que tuvieran el resultado del hisopado, iban a atenderlo con esos trajes de protección “tipo astronautas”. A ella y a sus hijos los mandaron a hacer aislamiento.
“No volvimos a verlo más. César no vio una sola cara conocida en los días finales de su vida, alguien querido que le agarrara la mano y lo acompañara. Creo que la gran diferencia con los que murieron al comienzo es que las despedidas hoy son más humanizadas, podés tener contacto”, piensa. “Yo pude hablar con él hasta que lo sedaron pero hubo gente a la que no le dejaron entrar el celular. El otro día una chica me decía que la peor parte había sido entrar con su mamá caminando a una guardia y no verla nunca más, como si hubiera desaparecido”.
Se refiere a que cinco meses después del inicio de la pandemia en Argentina -a finales de agosto- algunas jurisdicciones comenzaron a preparar protocolos especiales para visitar o despedir a pacientes críticos. La Ciudad de Buenos Aires, por ejemplo, estableció que los familiares podían entrar a verlos siempre y cuando cumplieran con dos reglas: usar el mismo equipo de protección que el personal de salud y firmar un consentimiento con el detalle de los riesgos de la visita.
Graciela y sus dos hijos no vivieron agresiones físicas pero sí recibieron mensajes de vecinos “que dolían”, recuerda. “Estábamos totalmente aislados, venían amigos o familiares a traernos comida y algunos vecinos no querían que saliéramos a la puerta a agarrar la bolsa. No sé qué esperaban, ¿que nos muriéramos de hambre?”.
Dos días después de la internación, Graciela seguía mandándose mensajes con César. “Sacá fuerzas de donde no tengas, tus hijos te necesitan”, fue lo último que ella le pidió, llorando, porque además de los varones, César era el padre de Karina y Valeria, de 28 y 33 años.
El miércoles lo sedaron y le colocaron un respirador, por la tarde llegó el resultado del análisis del que César no llegó a enterarse: tenía coronavirus. El jueves, cuando en Argentina sólo se había reportado una muerte y unos 30 contagios -un año después hay al menos 54.500 muertes-, circuló la fake news. Graciela escribió el comunicado convencida, César murió al día siguiente.
No había tests para los familiares por lo que Graciela quedó aislada con sus hijos sin saber si iba a pasarles lo mismo que a César.
“Yo no dormía casi, bajé mucho de peso. Iba a cada rato a ver si los chicos tenían fiebre, quedé en estado de alerta constante. A eso sumale la tristeza de no haber podido despedirnos, porque no se podían hacer velatorios. Se nos vino todo encima, no podíamos reaccionar, estábamos en shock y a la vez había que resolver cosas rápido, como la cremación que tenía que ser urgente y sin nadie”.
Recién cuando le dieron el alta Graciela pudo ir a buscar las cenizas de César para cumplir con un pedido de sus hijos: “Ellos necesitaban saber que las cenizas estaban en casa y no abandonadas en un depósito”, cuenta. “Estuvimos mucho tiempo en shock, nos costó salir de ahí. Hablábamos de él en presente, como les pasaba a los familiares de desaparecidos, al no haber podido despedirte sentías que iba a volver a entrar por esa puerta”.
Casi a fin de marzo -cuando Argentina ya llevaba 10 días de aislamiento total y cuando era difícil imaginar que, así y todo, un año después iban a haber más de dos millones de casos positivos- en Chaco hicieron un seguimiento de la cadena de contagios que César podría haber provocado: “No hubo ninguno, eso neutralizó la paranoia”.
Graciela y los cuatro hijos de César pudieron hacer una ceremonia íntima con un pastor de la Iglesia Evangélica Luterana recién un mes después de la muerte. “Fue la primera vez que pudimos llorar los cinco juntos”. Hubo lianas de las que se agarraron: “Lo comparábamos con los familiares del ARA San Juan. Pensábamos ‘al menos nosotros sabemos qué le pasó: sabemos que estuvo enfermo y tenemos sus cenizas. Hay familias que no tienen nada. No sé...pensábamos cosas que nos ayudaran a salir adelante”.
Salvo ese, no hicieron durante este año rituales demasiado explícitos. “En vez de hablar de él, que era difícil, hacíamos lo que hacía él, que era juntar a los hijos a comer asado los domingos. Fue una forma de recordarlo, era como sentir que él andaba por ahí”. La despedida pública, sin embargo, tuvo que esperar un año: 365 días para empezar a cerrar.
Sucedió la semana pasada, después de que el gobierno provincial les propusiera plantar un árbol en un acto público a modo de homenaje. César Cotichelli es el “kilómetro cero”, porque su muerte fue considerada por el gobierno de Chaco como el inicio de la pandemia en esa provincia. También era un homenaje a la comunidad toba, que perdió a muchos integrantes, “una muestra de cómo el virus nos afectó por igual a todos”.
Si bien los hijos de Cotichelli nunca hablaron en los medios y decidieron no hacer público su dolor, fueron al homenaje. “Es que la idea de plantar un árbol nos pareció buena”, cierra Graciela. “Es la idea de que él va a seguir estando en sus hijos, en sus nietos. Algo de él va a seguir vivo en todo lo que va seguir creciendo, como los árboles”.
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