-A mí me tocó la secundaria a caballo, entré con el gobierno peronista y salí con Videla. Recuerdo bien el corte muy abrupto después del 24 de marzo de 1976. Fue un pasaje sin transición del quilombo típico de cualquier colegio secundario al silencio, un silencio muy radical, un silencio atronador – dice.
El doctor en Filosofía y docente Pablo Alabarces cursaba cuarto año en la Escuela Normal Superior “Mariano Acosta” cuando las Fuerzas Armadas derrocaron al gobierno de María Estela Martínez de Perón e instalaron la última dictadura cívico-militar de la Argentina.
Alabarces había empezado el secundario en 1973, casi al mismo tiempo que Héctor J. Cámpora había llegado a la Casa Rosada. Después de la muerte de Juan Domingo Perón la persecución en la vida estudiantil se volvió muy dura con la llegada de Oscar Ivanissevich al Ministerio de Educación. Sin embargo, el golpe del 24 de marzo de 1976 significó un giro casi copernicano en los colegios argentinos.
Las aulas se convirtieron en un frente de batalla más considerado estratégico por los militares en la llamada “lucha contra la subversión”.
Desde la semana misma del golpe, las escuelas y colegios públicos vivieron un abrupto cambio de autoridades para instalar directivos adictos al régimen. Los nuevos directivos debían alinearse con la persecución a las agrupaciones estudiantiles y el despido de docentes. Y tan importante como eso: impartir contenidos educativos que significaron cambios en los programas de casi todas las asignaturas, con especial énfasis en las humanísticas.
El titular de la cartera de Educación era Ricardo Bruera, cuyos antecedentes no eran otros que haber ocupado el mismo cargo con las dictaduras de los generales Roberto Levingston y Alejandro Lanusse.
Fue con Bruera en el Palacio Pizzurno que se produjo el secuestro de estudiantes platenses conocido como La noche de los lápices, cuando diez estudiantes secundarios fueron secuestrados y seis de ellos permanecen desaparecidos. Bruera no movió un dedo por esclarecer semejante barbarie y no recibió a ninguno de los familiares de las víctimas.
“Subversión en el ámbito educativo”
Al año siguiente, ese primer disciplinamiento, silencio y miedo pasó a formar parte de una estrategia mucho más clara y definida.
En efecto, a principios de 1977 el Ministerio de Educación cambió de manos. Fue Juan José Catalán, un civil con ínfulas de uniformado quien produjo un documento titulado “Subversión en el ámbito educativo - conozcamos a nuestro enemigo”.
El título lo dice todo. En sus páginas se planteó la importancia de controlar a la comunidad educativa, debido a que “la estrategia y el accionar político de la subversión considera a los ámbitos de la cultura y de la educación, como los más adecuados para ir preparando el terreno fértil hacia la acción insurreccional de masas, ya que por medio de su acción en ellos, pretende orientar subjetivamente la conciencia de los futuros dirigentes del país, lo que le permitirá desviar el sistema político de la Nación hacia el marxismo que sustenta”.
El flamígero documento fue distribuido en todos los colegios del país. Sin embargo, el control de los contenidos y la política represiva hacia el interior de los establecimientos no fue igual en todos los casos. El universo a abarcar era inmenso y el factor humano contaba.
-Yo no diría que todo mi colegio tuviera una ideología cercana a la dictadura. Yo iba al Normal 4 y había una gestión puesta por las autoridades de Educación de la época, pero también había docentes que se salían de eso hasta donde podían. Claro que también hubo profesoras que la pasaron bastante mal, hubo estudiantes desaparecidas -explica Lila Luchessi, doctora en Ciencias Políticas, directora en el Instituto de Investigación en Políticas Públicas y Gobierno de la Universidad de Río Negro y docente de la UBA.
“La subversión” y los docentes
El “manual” de la dictadura no daba lugar a dudas acerca del rol del Ministerio de Educación. Si el objetivo de “la subversión” en las escuelas era captar a los estudiantes para destruir la Nación, el aparato pedagógico debía detectarlos, darle parte a los militares y que los grupos de tareas procedieran.
“El accionar subversivo –dice su texto- se desarrolla tratando de lograr en el estudiantado una personalidad hostil a la sociedad, a las autoridades y a todos los principios e instituciones fundamentales que las apoyan: valores espirituales, religiosos, morales, políticos, Fuerzas Armadas, organización de la vida económica y familiar”.
Lo que sigue es muy confuso en su redacción, pero no da lugar a dudas respecto de que las escuelas se convertían –en la mirada del documento ministerial- en trincheras.
“Se asiste así –continúa- a una curiosa evolución de ideas (no original en nuestro país), que lleva a una parte de los estudiantes a convertirse en enemigos de la organización social en la cual viven en paz y en amigos de los responsables de los disturbios que los fanatizan a favor del triunfo de esta otra ideología ajena al ser nacional.”
Es decir, las escuelas dejan de ser ámbitos de educación para convertirse en lugares donde detectar enemigos y amigos. Cabe preguntarse –según estos cronistas- de dónde abrevó este manual y, sobre todo, qué consecuencias tuvo esa política –que no puede llamarse pedagógica- sobre quienes hicieron el secundario en dictadura.
Para lograr esas metas, según el manual, los docentes debían operar de distintas maneras como detectores (de amigos y enemigos) y de transmisores (a una cadena que podía terminar en los grupos de tareas). De acuerdo al manual, no todos los profesores resultaban iguales.
El instructivo ministerial se ocupó de caracterizarlos en diferentes categorías: 1) Personal docente marxista, aprovechando la intimidad de las aulas para impartir el contenido de sus materias bajo el enfoque ideológico que lo caracteriza; 2) Personal docente no marxista que -no obstante conocer la actividad de determinados profesores, preceptores o alumnos enrolados en esa ideología- son incapaces de oponerse a la acción destructora que ve a su alrededor y que conscientemente no comparte, ya sea por comodidad, por temor o por el conocido “no te metás”; y 3) Personal docente que por indiferencia, motivada en especial por su situación socio – económica, adopta una posición no acorde con la responsabilidad que como educador le compete y que es tan decisiva en los momentos actuales.
Del manual a la clase
Con respecto a la actitud de los docentes frente a estas directivas, Pablo Alabarces recuerda a algunos que jamás se salían del libreto, aunque también señala que había otros que marcaban la diferencia, aún con un lenguaje adecuado a la época represiva.
-Había chispazos –dice Alabarces- que aparecían con algunos profesores piolas, de guiños, de “guarda con esto”, para que nos cuidemos, “ojo, no digas aquello”. Me acuerdo de una profesora de literatura de quinto año mirando al techo mientras nos decía -para no mirar a nadie en particular, porque yo sabía que me tenía que mirar a mí por algo intrascendente que yo había escrito en un trabajo para ella-: “Miren, les quiero contar que nosotros tenemos órdenes estrictas de denunciar cualquier caso sospechoso de alguna tendencia ideológica extraña entre los estudiantes”.
Reprimir y uniformar
La pretensión de adoctrinar a los estudiantes mediante docentes controlados y obedientes no se limitaba a los contenidos que la dictadura pretendía imponer, sino que avanzaba hacia la vida privada de los chicos. En ese sentido, la vestimenta y el aspecto era otro de los ejes represivos.
Lila Luchessi dice al respecto:
-El colegio era autoritario, todo era sancionatorio, hasta te ponían amonestaciones por tener las medias corridas. Yo se los cuento ahora a mis alumnos y no me creen que me arrancaban el dobladillo si yo pegaba un estirón y el guardapolvo me quedaba arriba de la rodilla en lugar de quedarme abajo. Teníamos una suerte de requisas todas las semanas, donde venía la jefa de preceptoras, se sentaba en el escritorio y pasábamos una por una.
El Normal 4 era solo de chicas y, como muestra, basta un aro.
-Por ejemplo –continúa Luchessi-, si yo tenía unos aritos puestos me los hacían sacar, poner en una bolsita y alguno de los padres podía buscarlos. Otra: en esa época se usaban los flequillitos, que eran dos o tres pelitos en la frente; pero, si te caían en la cara, te ponían amonestaciones. Muchas usábamos vincha, no porque nos gustara, sino para que el pelo no se nos viniera a la cara y evitar así que nos amonestaran. Éramos como blancos móviles porque teníamos que llevar en el guardapolvo bordado nombre y apellido, año y división... era para identificarnos rápido, sobre todo a la hora de poner sanciones”.
En los colegios mixtos o de varones no era diferente.
-El Mariano Acosta –dice Alabarces- era el único secundario de la capital en la que los alumnos usábamos guardapolvo por la tradición normalista, pero debajo del guardapolvo te ponías lo que quisieras. Apenas empieza la dictadura se transformó en que abajo del guardapolvo había que tener camisa, corbata. Y la cuestión del largo del pelo claro. Sin embargo, para los que habíamos ingresado con la primavera camporista, nunca se tradujo en un control estricto; era una continua negociación con las autoridades. Claro que ya estábamos casi terminando, lo que supimos es que al año siguiente de que nos fuimos eso se radicalizó en un disciplinamiento minucioso y capilar.
Muertes y desapariciones
No existe un registro exacto de la cantidad de estudiantes secundarios desaparecidos durante la última dictadura. Un trabajo del CELS recoge 130 casos, de los cuales el 75% se produjo entre el 24 de marzo de 1976 y mediados de 1977.
La elección de las víctimas no se dio en todos los colegios por igual, sino que el foco de los represores apuntó a los establecimientos más politizados. En el ámbito de la Capital Federal y la Provincia de Buenos Aires los más castigados fueron El Colegio Nacional Buenos Aires – dependiente de la UBA -; los colegios secundarios dependientes de la Universidad de La Plata – Colegio Nacional “Rafael Hernández, Liceo “Víctor Mercante” y Escuela de Bellas Artes -, entre los cuales se cuentan las víctimas de “La Noche de los Lápices”; El Normal Antonio Mentruyt de Banfield con su “división perdida”; y el Nacional de Vicente López.
Uno de los asesinatos emblemáticos de un chico de secundaria es el de Floreal Avellaneda, militante de la Federación Juvenil Comunista, que vivía en el norte del Gran Buenos Aires y cursaba el secundario nada menos que en la Escuela de Mecánica de la Armada. Fue llevado a Campo de Mayo y torturado salvajemente hasta la muerte. Lo asesinaron el 14 de mayo de 1976, el día que cumplía 16 años.
Dice Alabarces:
-Creo que la represión tuvo que ver con el nivel de militancia y conflictividad que había en cada colegio antes de la dictadura y el Mariano Acosta había pasado más por quilombero que por politizado. Ni tuvimos desaparecidos entre los que hacíamos el secundario. Por un lado, no hubo preceptores que fueran ‘servicios’, casi todos eran exalumnos y algunos eran tipos muy piolas; por otro lado, está cuestión de que no había casi profesores fachos, cosa que por lo que cuentan fue mucho más notorio en colegios como el Buenos Aires.
El mundial y la primavera
En medio del clima represivo se buscaban válvulas de escape, en algunos casos en directo enfrentamiento con las autoridades de los colegios, en otros mediante negociaciones y una actitud más relajada de los directivos.
En ese sentido, en el Mariano Acosta casi siempre se prefería aflojar un poco la disciplina en determinadas ocasiones antes que reprimir o prohibir. Alabarces recuerda los festejos del triunfo de la selección argentina en el Mundial del 78:
-Al día siguiente de la final con Holanda entramos con mucho cántico y grito. Rápidamente hubo una suerte de negociación entre los de quinto y los preceptores, de ‘loco hoy no nos van a romper los huevos, nos vamos a ir del colegio les guste o no les guste para ir a festejar’. Rápidamente autorizaron que nos fuéramos del colegio. Cuando salíamos, uno de los pibes gritó “Vamos a la plaza de mayo a saludar a Videla”, y todo el mundo se dio vuelta y lo insultó. Nos fuimos al Normal 8, que quedaba cerca, a buscar a las chicas para festejar.
Lo mismo sucedía en muchos colegios el 21 de septiembre -día de la Primavera y día del Estudiante-. La dictadura había quitado el feriado en que los estudiantes solían hacer los tradicionales picnic. La reacción era negociar el asueto o directamente no ir al colegio en masa, asumiendo que se les iba a contar la ausencia.
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