Flagelación, penitencia, crucifixión y el uso del cilicio hasta sangrar: cuando la religión se vuelve extrema

Desde el Siglo XI en el cristianismo, los rituales para infringirse heridas son practicados por numerosos creyentes. Aunque en muchos casos la Iglesia Católica se opone, en otros las propias regiones donde se hacen los usan como atractivo turístico. También los musulmanes chiítas y los hinduístas tamiles llevan a cabo prácticas donde se provocan lesiones con espadas, anzuelos y barras de hierro

Creyentes crucificados con clavos reales en Filipinas para Semana Santa. La Iglesia Católica local desaconseja estas prácticas (Shutterstock)

Flagelación. Cilicio. Penitencia. Apenas escuchamos estos términos y nuestras mentes vuelan hacia imágenes de monjes y monjas católicos pegándose latigazos en la espalda, hasta arrancar la piel. Pero estos rituales que no son solo patrimonio de los católicos, sino de otras religiones también.

La autoflagelación es una práctica de autocastigo que consiste en golpearse uno mismo repetidas veces en su cuerpo con un instrumento llamado disciplina para experimentar dolor. El término procede de la palabra griega: “autos” que significa de por sí y la latina “flagellum”, que significa látigo.

La cuestión es indagar un poco de donde proviene este estilo de devoción tan extrema. Según explica el teólogo belga Patrick Vandermeersch en su ensayo “Carne de la Pasión: Flagelantes y Disciplinantes. Contexto histórico psicológico”, este estilo de devoción tan intensa sucede desde los inicios del cristianismo. Se cuenta que el abad benedictino Pedro Damián fue el precursor de esta práctica, allá por el siglo XI, “para reprimir las tentaciones de los vicios y de los placeres de la carne” y mantener a raya a los diablos mentales –o no –. La personificación de la flagelación surge en 1260 en Perusa, Italia, de la mano de un conjunto de hombres -exclusivamente hombres-, que durante 33 días –acordes a los 33 supuestos años de Cristo en el momento de su crucifixión– se autolesionaban públicamente dos veces diarias y debían abstenerse de tener relaciones sexuales.

El abad benedictino Pedro Damián fue el precursor de la práctica de flagelarse en el cristianismo

Este dolor era considerado sagrado, porque así los flagelantes se acercaban a los padecimientos que había sufrido Cristo durante su pasión. Como podemos leer en los evangelios, en Mateo 27:26: “Entonces, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarle, se lo entregó para que fuera crucificado. ”La flagelación era un castigo muy cruel. Los judíos lo limitaban a cuarenta azotes menos uno. Para los romanos no había límite. Los flagelos eran de cuero con huesos o bolas de hierro en la punta. Las carnes se abrían, el dolor era muy intenso, sangraba todo el cuerpo, solían perder el conocimiento y podían morir. Estos instrumentos de tortura llenaban el cuerpo de tumefacciones, rasgaban la piel y podían llegar a dejar al descubierto las entrañas. Se solía respetar la parte del corazón para que el flagelado no muriese, pero, de hecho, no era infrecuente que muriesen en aquel tormento. Si seguían vivos quedaban desfigurados y, a menudo, se desmayaban a causa del dolor de los golpes. Entre los romanos la flagelación se imponía como castigo aislado o como preparación de la crucifixión.”

También debemos sumar la concepción filosófica-teológica que el cuerpo es una valla para alcanzar salvar el alma, porque aquel se inclina hacia el pecado y para lograr esto, debemos mortificar la carne que impulsa hacia abajo, a los deseos desordenados, a la lujuria y la gula; por tanto debemos castigar y domar al cuerpo con el flagelo. Pero para lograr este dominio total de los apetitos carnales que luchan contra el afán espiritual del alma que pugna por su santificación se inventó el cilicio y la penitencia, que se pueden utilizar durante todo el día.

Un grabado de flagelantes religiosos en el medioevo

Las procesiones de flagelantes alcanzaron tal grado de popularidad en España que hasta el don Quijote de Miguel de Cervantes se encontró con una en uno de sus viajes, arremetiendo contra los penitentes porque habían “capturado” a una hermosa doncella a la que llevaban en alza y que resultó ser una imagen procesional de la Virgen. En el año 1777 el rey Carlos III, con poco apoyo y muchas críticas, debido al gusto de la población por estas prácticas, prohibió a los flagelantes, empalaos –penitentes que portan en sus hombros dos grandes troncos atados por una soga, emulando a la cruz de Cristo– y a los disciplinantes por invitar al desorden y al libertinaje a través de unos actos sangrientos en los que parecía no haber normas.

Los "picaos" de San Vicente de la Sonsierra en España (Shutterstock)

La excepción sucede en el pueblo riojano de San Vicente de la Sonsierra donde los “picaos” vienen ejerciendo su voluntad de autolesionarse en la Semana Santa desde el siglo XV. Los requisitos fundamentales para poder ser un “picao” son tener más de 18 años, la obtención de un certificado del párroco que acredite el sentido religioso de la autoflagelación y no ser mujer. Y el 17 de febrero de 2005, por resolución 4607 del “Ministerio de Industria, Turismo y Comercio de España” se le concedió el título de “Fiesta de Interés Turístico Nacional” para los días jueves y viernes santo, donde posesionan “los picaos”.

Pero en otras localidades de España ocurre algo similar. No ya una flagelación propiamente dicha sino diversos modos de causar dolor al cuerpo, como por ejemplo en Valverde de la Vera, en Extremadura, están los “empalaos”. El “empalao” lleva una soga de 80 metros enroscada en su torso, mantiene sus brazos pegados a un tirante de madera, y dos espadas cruzadas sobre la espalda. Como dijimos, los brazos son sujetos por hierros, una corona de espinas, un velo que cubre su rostro y una enagua de mujer de cintura para abajo. Va descalzo. Todo el “vestido” pesa algo así como 15 kilos. Los brazos y el torso pueden sufrir graves perjuicios por la mala circulación sanguínea, y para poder desvestir un “empalao” en muchas ocasiones hace falta un médico.

Los Empalaos en Valverde de la Vera, Extremadura, España (Shutterstock)

Estas tradiciones llegaron a las antiguas colonias españolas. Causarse dolor, sobre todo en semana santa para imitar el sufrimiento de Cristo, ha recalado sobre todo en México y en Filipinas.

En Taxco, en el estado mexicano de Guerrero, cientos de penitentes –hombres y mujeres– recorren las calles encapuchados, descalzos o arrastrando cadenas que llevan sujetas a sus tobillos. Algunos de ellos, los encruzados, cargan pesadísimos rollos de espinas en sus hombros las cuales se le clavan en la piel, causando un dolor insoportable, mientras los flagelantes se azotan la espalda con látigos rematados con clavos, hasta dejarla en carne viva. Ni un gemido, ni una queja.

En Iztapalapa, también México, la representación comprende escenificaciones teatrales de pasajes de la vida de Jesús de Nazaret entre el Domingo de Ramos y la Pascua, teniendo como culmen la crucifixión de Cristo en la cima del Cerro de la Estrella. En esta crucifixión casi siempre se clava, literalmente, al promesante en la cruz con clavos verdaderos. La representación fue declarada “Patrimonio Cultural de la Delegación Iztapalapa”, y el 3 de abriel de 2012, dos años después, “Patrimonio Cultural Intangible de la Ciudad de México”.

Lo mismo ocurre en Filipinas, pero en este caso, la conferencia episcopal filipina y el ministerio de salud de esta nación han recomendado no seguir con esta costumbre de clavar a personas en cruces -de manera literal- en la semana santa.

Encruzados con espinas en Taxco, México (EFE)

Estos actos son puntuales para una fecha pero, como comentamos más arriba, hay maneras de “someter los deseos del cuerpo” usando cotidianamente un objeto llamado “cilicio”. Su nombre deriva del latín “cilicium”, que era una capa hecha de pelo de cabra de Cilicia, una provincia romana del sureste de Asia Menor y era muy desagradable al contacto del cuerpo. Muchos cristianos anacoretas en los primeros tiempos adoptaban esta vestidura áspera como penitencia. San Jerónimo menciona el uso del cilicio entre los santos de los primeros siglos como san Atanasio, Juan Damasceno y Teodoreto. Pero en esa misma época, san Casiano de Imola desaprobó su uso afirmando que satisfacía a la vanidad de quienes se mortificaban y que estorbaba la aplicación al trabajo manual.

Con el paso del tiempo, la camisa de tela rustica y áspera fue mutando, y este sufrimiento debía ser oculto a los ojos de todos basándose en una interpretación del evangelio en la que Jesús nos dice en Mateo 6:16: “Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que los hombres vean que ayunan; en verdad os digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava tu rostro para que tu ayuno sea visto no por los hombres, sino por tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.” Por tanto el dolor ofrecido debe ser oculto.

Un cilicio preparado para ser atado alrededor del torso (Shutterstock)

Y así aparecen los cilicios de cintura, de brazo o de pierna, compuestos por púas de metal que se clavan en la carne y pueden ser ajustados cuando el penitente lo considere necesario, pero que quedan velados a la vista de los demás. Estos se pueden usar por un periodo de tiempo o durante todo el día.

En la actualidad la Iglesia católica desaconseja el uso de estos instrumentos de penitencia, basados en la lectura de Mateo 22: 34-40: “En aquel tiempo, habiéndose enterado los fariseos de que Jesús había dejado callados a los saduceos, se acercaron a él. Uno de ellos, que era doctor de la ley, le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la ley?». Jesús le respondió: ‘Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente’. Este es el más grande y el primero de los mandamientos. Y el segundo es semejante a este: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’. En estos dos mandamientos se fundan toda la ley y los profetas”. Debemos amarnos a nosotros mismos y no torturarnos, porque para tortura, muchas veces; ya está la vida misma. Y si no nos amamos a nosotros mismos ¿Cómo podremos amar a los demás?

Flagelantes chiítas en la festividad de Ashura (AFP)

Pero no solo los cristianos católicos se auto infringen dolor para elevar su espíritu hacia la divinidad. Los musulmanes chiitas lo hacen durante la festividad de “Ashura”, en la que recuerdan el asesinato del imán Husayn Ibn Ali, al que consideran sucesor legítimo del profeta Mahoma, del que era nieto quien murió junto a 72 seguidores en la batalla de Kerbala, la cual duró 10 días en el año 680. Los lutos comienzan a primeros del mes de Muharram, con discursos en las mezquitas, colegios y otros lugares públicos en los que se llora su martirio. En los países de mayoría chiita se visten de luto y procesiones de flagelantes recorren las calles dándose golpes en la espalda con una cadena. Algunos -los más devotos-, llegan a sangrar y hay quienes se hacen una brecha en la frente con un sable. La máxima expresión de la conmemoración de la rama chiita del Islam es en Karbala, capital de la provincia de Al Kerbala, Irak, lugar donde se encuentra el mausoleo del imam Husein, que congrega hasta dos millones de creyentes. Los devotos desfilan hasta el santuario blandiendo en sus manos instrumentos de sacrificio y haciéndose heridas en el cuerpo hasta quedar completamente ensangrentados.

El ritual chiíta de Ashura (Reuters)

También los practicantes del hinduismo, poseen una festividad en la cual el dolor auto infringido es ofrecido a una divinidad. El Thaipusam se celebra en enero o febrero, y no solo en la India sino también en varias regiones con población tamil como Malasia, Singapur o Sri Lanka. Para muchos devotos, esta es la culminación de 48 días de ascetismo que implican ayuno, seguidos de una dieta estricta vegetariana o de frutas y leche únicamente, abstinencia sexual y plegarias constantes. Estas prácticas purifican el cuerpo y la mente. Y el punto culminante es cuando los devotos se perforan las mejillas y la lengua con pequeñas barras de hierro y se clavan anzuelos en el cuerpo, con los que incluso tiran de carros. También llevan encima estructuras de hierro con figuras o símbolos de dioses sobre ellos que pesan decenas de kilos y que se les clavan al cuerpo. Con la cara medio perforada y las pesadas imágenes clavados al cuerpo bailan e incluso saltan hasta llegar a su destino: la cueva Batu, a 15 km de Kuala Lumpur, un recorrido que hacen en 8 horas.

La Fiesta de Thaipusam del hinduismo (Shutterstock)

Dicen que los anzuelos clavados en la lengua y en la boca son para demostrar que el peregrino ha renunciado temporalmente a la capacidad de hablar para concentrarse en su divinidad y mostrar cómo ha dejado su destino en sus manos para que lo proteja de sentir ningún dolor. También para recordarse de la transitoriedad o temporalidad del cuerpo físico en contraste con la vida espiritual permanente de la verdad.

Como hemos visto, el auto flagelo del cuerpo en honor a una deidad es más común de lo que pensamos. Y quizá muchas veces nos parece que no es la manera más acertada de venerar a una deidad, pero cotidianamente observamos lo mismo por nuestros pueblos y ciudades y no nos asombra: ¿acaso el ayunar para estar delgados porque es lo que manda la moda -muchas veces llevando a la persona a enfermar de bulimia o la anorexia- difiere del ayuno religioso? ¿que algunos jóvenes se coloquen piercings en varias partes del cuerpo es muy diverso a los anzuelos que se colocan algunos devotos hindúes en la festividad del Thaipusam? ¿y los tatuajes, en los que muchos se pintan en el cuerpo homenajeando a su dios personal (que puede ser un jugador de futbol, una estrella de cine o un político) difiere de algún otro sacrificio corporal ofrecido a alguna deidad? Como vemos lo que nos causa sorpresa en otros lares, porque lo dedican a una deidad, lo asumimos como normal en nuestra sociedad contemporánea.

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