A Jorge Ronconi lo despierta la sirena de bomberos. Son las siete y media de la mañana de un sábado despejado, común y caluroso. Tiene 22 años y hace cuatro que forma parte del cuerpo de bomberos voluntarios de San Francisco, Córdoba, la primera dotación fundada en el interior del país en 1937. Se encuentra en la dependencia con otros cuatro compañeros. Los había llamado de urgencia la policía de la localidad de Sa Pereira, un pueblo santafesino ubicado a 72 kilómetros de distancia. La policía es, en verdad, el policía, el único de guardia que vigila el poblado un sábado despejado, común y caluroso.
Ignoran el desastre. El policía no les avisó. Infieren, desde el bagaje de su experiencia, que un conductor se había despistado del camino. Imaginan un accidente de autos con víctimas, tal vez fatales. Habían prestado asistencia en siniestros mortales: un saldo de dos fallecidos había sido lo más espeluznante de su servicio. Van cinco en una misma camioneta. La ruta nacional 19 conecta las capitales de las provincias de Córdoba y Santa Fe, en su derrotero une San Francisco con Sa Pereira. Es un trayecto recto, sin ondulaciones pronunciadas. Una ligera curva antecede la zona de acceso al pueblo. Cuando doblan, abren la boca y distinguen vagones de tren apilados, recostados en los campos contiguos al camino.
“Cada vez que paso por ahí se me cae una lágrima”, dice Jorge, 43 años después y por teléfono. El primer parpadeo lo tiene impregnado en la memoria: ve siete vagones tumbados, gente desesperada, gente herida. No es un accidente vial entre dos autos, es la segunda mayor tragedia ferroviaria del país, la más importante que haya ocurrido en el interior. Tal es el cúmulo de confusión, shock y necesidades que tarda varias horas en saber cómo había sido el incidente.
A las 7:22 del sábado 25 de febrero de 1978, un micro de larga distancia cruzó el paso a nivel. Las sirenas de las barreras estaban sonando. Detrás, un camión Ford F 600 modelo 1976 con caja y acoplado térmico, pesado, lento, con una carga con 25.000 kilos de grasa comestible y latas de corned beef, lo imitó. El tren Estrella del Norte que había partido de San Miguel de Tucumán con horas de demora por haber esperado una formación del tren Belgrano procedente de Jujuy no se detuvo. O no pudo. Viajaba rápido y cargado. Iban poco más de 2.100 pasajeros. La colisión se produjo en Sa Pereira, donde, por entonces, vivían 1.200 personas.
Hay más gente en el tren que en todo el pueblo. Hay un policía y un médico de guardia cuando Arnaldo Ruben Bianchini creyó conveniente atravesar las vías del ferrocarril. Antonio Gore, el maquinista a cargo de los relevos, no evita la colisión. El tren que había hecho la última escala en Rafaela y que debía llegar esa noche a la estación de Retiro está ahora disgregado, volcado, aplastado en las afueras de un pequeño pueblo santafesino.
“El tren no arrancó el chasis del camión sino el acoplado. Lo arrastró, iba levantando durmientes, rieles, piedras”, detalla Ronconi. Cuenta doce vagones. Los primeros se habían despatarrado por los campos lindantes a la ruta. El anteúltimo se había incrustado en la vía. El último lo había embestido. En un espacio de seis metros están todas las víctimas fatales del siniestro: en total 55 muertos. Lo más grave del segundo siniestro ferroviario más grave de la historia argentina son, según la precisión del bombero, la impotencia y la agonía.
“Cuando llegamos a las 8:30 había al menos seis personas que estaban vivas. Escuchábamos los pedidos de auxilio desde dentro del vagón. Hasta la una de la tarde escuchamos los gritos de las personas que quedaron atrapadas y nunca pudimos hacer nada para sacarlas. Por varios días, cuando me concentraba o hacía silencio podía escuchar esos gritos”, confiesa Ronconi. Es más, reconoce que volvió a conciliar el sueño una semana después del siniestro, cuando el recuerdo de esos gritos se diluyó.
Llega, se baja de la camioneta. El escenario, el caos no admite demoras ni conmoción. Eran cinco dispuestos a ayudar contra más de 2.000 personas que necesitaban ayuda. Su equipamiento era precario. Cuando advierten la urgencia y establecen un circuito de prioridades, descubren que necesitan cortar los fierros del vagón de donde provienen los alaridos. En esos seis metros, se apretaban 60 cuerpos, 60 asientos, dos baños y algunas vidas. Solo disponen de una soldadora autógena. Pero no hay forma de descomprimir la presión del interior del coche sin herir o sin matar. “Recién cuando falleció la última persona se abrió el vagón para rescatar los cuerpos. Antes era imposible”, lamenta.
Ronconi está ahí para servir. Pero la demanda y las necesidades son múltiples. “Querías hacer un paso y te llevaban personas para otro lado. Había gente que no encontraba a la hija, que había perdido a la familia. Las primeras horas las pasamos muy mal”. Dice que vio todo lo que quiere ver en su vida: además del desastre, la fatalidad y la impotencia, recuerda los robos entre los mismos sobrevivientes, el aprovechamiento vil del desconcierto.
La sensación que permanece en su memoria es de desolación, de tristeza. Permanece, también, dos horas y media junto a otros cuatro compañeros tratando de ayudar en una catástrofe sin precedentes en el interior del país, en un pueblo saturado que dispone de un dispensario de salud. A las 10:30, dos helicópteros del ejército aterrizan en las inmediaciones. Bajan 25 soldados. Establecen un cordón rodeando los vagones, circunscripto al acceso de bomberos y enfermeros. Rige el orden en la zona. Argentina vive una dictadura: recién empieza 1978, los militares ocupan el poder, el presidente de facto es Jorge Rafael Videla y faltan cuatro meses para el comienzo de la única Copa del Mundo que se jugará en el país. Llegan, al rato, cuerpos de bomberos y postas de médicos desde Esperanza, Santa Fe y Rosario.
Horacio Baccaro está en un aula de la única escuela de Sa Pereira. Tiene nueve años. No vive en el pueblo ni concurre a ese colegio. Está ahí por primera vez -y un sábado-, como sus otros cuarenta compañeros del sexto batallón de exploradores de la iglesia Don Orione del barrio porteño de Villa Lugano. Los acompañan el capitán, el segundo jefe, las esposas de ambos y la cocinera, los únicos mayores del grupo. Horacio entendió por qué estaba ahí cuando una de las mujeres se quebró en llanto y abrazó a su marido. “Ahí tomé la real dimensión del asunto. Eso me conmovió, nos pusimos a llorar yo y varios de mis compañeros”, relata hoy, con 52 años y desde la localidad bonaerense de Mariano Acosta.
Había caminado desde el lugar del accidente hasta la escuela rural cruzando todo el pueblo. Lleva los recuerdos del viaje: volvió con más bolsas de las que fue. Estuvo tres semanas acampando en El Cadillal, Tucumán. El año pasado había ido a San Clemente del Tuyú. Al año siguiente irá a Asunción de Paraguay: algunos de sus compañeros no se animarán a volver a subirse a un tren. Ahí, en el verano del ’78, los niños de entre 8 y 16 años del batallón de exploradores lloraban sin entender bien lo que habían vivido.
Horacio comprenderá después que hubo quienes murieron por ellos. Lo describe como “un milagro de Don Orione”. Recuerda lo que ninguno de su grupo: “Nosotros veníamos en el vagón 04, que era el mismo en el que fuimos desde Retiro a Tucumán. Teníamos asignado ese coche. La formación se numeraba específicamente para el convoy más allá del número de serie que tienen los vagones. Se dibujaban los números con tiza. Repasando las fotos de la tragedia se ven los números en grande en tiza en la punta de cada coche. Antes de salir de la terminal de San Miguel de Tucumán, vi cómo sacan la formación del lavadero, todo el convoy recién lavado. Estaba nuestro vagón con el 04 grande: ‘Ahí está nuestro coche’, dije. Al rato un empleado ferroviario con un trapo mojado le cambia el número y al que decía 04 le pone 01, y al nuestro lo ubicó más cerca del coche comedor, entre los primeros cinco vagones”. El tren de larga distancia Estrella del Norte, dice, se nutría de coches comedor, coche correo, coche camarote y furgones para el equipaje. Ellos van en clase turista, en el vagón 04: “Me llamó la atención el detalle. Ahí se produjo el milagro: todas las víctimas iban en el vagón 01, el que nos habían cambiado”.
Detrás del 01 viene el 32. No hay correlatividad en la numeración de los vagones. El camión cruza. El tren lo embiste. El vagón 01 no descarrila. Lo hacen los de adelante. “Lo recuerdo por la pulverización de piedras de la vía y el golpe de los astillones de los durmientes contra las ventanas”, acredita Horacio. El 32 tampoco se tumba y entra con violencia en el vagón que le antecede: se mete hasta la mitad apilando butacas y personas. “Era una chorreadera de sangre -describe-. Los gritos, los lamentos, los quejidos de dolor, no me los olvido más. Imaginate el grito de una persona sufriendo durante horas atrapada entre los fierros. Nos tuvieron que llevar a las afueras del pueblo para que no presenciáramos ese desastre”.
Camina 500 metros desde los límites del casco urbano para llegar al colegio. Desde ahí aún puede escuchar las campanas del paso a nivel sonando varias horas después del accidente. Esa mañana de sábado el sol ilumina el nacimiento del día, prescinde de la niebla y limpia el horizonte. Viaja con tres compañeros en asientos enfrentados. A él se le cae un pasajero que había subido en La Banda, a Hugo Delgadino, uno de sus amigos, lo aplasta otro hombre. Había gente que viajaba parada y durmiendo en los baños. El tren está sobrepoblado y, ahora, los pasajeros intentan romper los cristales y escapar por las ventajas.
Sa Pereira se despierta con un ruido atronador. Los pasajeros doblan a la población de la comuna. Un policía, un médico, una guardia insostenible, un dispensario precario. “Era una cosa dantesca”, dice Horacio. La explosión vino después de que el tren pase el pueblo, un puentecito y un arroyo. Los tamberos acuden con agua fresca en los recipientes para leche. Las farmacias vacían su stock. Los recursos del pueblo no dan abasto. “Los vecinos tratamos de colaborar con lo que teníamos: vehículos, tractores, escaleras. Lo que había se prestaba para esa situación. La gente que se había salvado estaba en movimiento. Quedó dando vueltas por el pueblo durante varias horas, había muchas personas shockeadas que no sabían qué hacer ni hacia dónde ir”, grafica José Luis Manzoni, hoy jefe de la comuna, en aquel entonces un joven de 18 años.
“El ruido de las ambulancias y los bomberos era desesperante. El despliegue duró hasta la noche. Yo vivía en la casa de mis padres pegado al SAMCO local. Empecé a ver toda la gente que estaba lastimada. Las traían los vecinos en sus camionetas: había personas que le faltaba el pie, el brazo. Es triste por ver cómo estaban, cómo sufría. El pueblo completo paró lo que estaba haciendo para ayudar a la gente. Los mecánicos trataron de improvisar con sopletes para cortar los fierros. Una situación realmente patética”, contextualiza.
El centro de salud abre el patio, la recepción y todas las salas para atender a los cientos de heridos. La escuela, la comuna y la iglesia también sirven de asistencia excepcional. La comisaría, a sesenta metros del dispensario, esconde al responsable: Arnaldo Ruben Bianchini, el conductor del camión, es detenido automáticamente y puesto a resguardo del rencor popular en la celda de la dependencia. “Si la gente lo encontraba lo mataba”, sostiene Ronconi, el bombero, que ese día regresó a su casa a las diez de la noche y que nueve años después ejerció de jefe del cuartel de San Francisco. No hubo condenas ni investigación judicial: gobernaban los militares.
Por la noche, un tren de emergencia llega desde Rosario a Sa Pereira en reversa. Los varados deben emprender el viaje de regreso. Sus familias los esperan. “Viajamos en un furgón de correo con puertas corredizas de alambrado hasta Rosario Norte, la estación del Mitre. De ahí a Buenos Aires vinimos en Pullman. La tragedia fue el sábado 25 y nosotros habremos llegado el lunes 27 a la mañana a Retiro”, relata Horacio.
Al desastre también lo atraviesa la respuesta estatal. La dictadura militar no invierte esfuerzos en coordinar la contención de los familiares damnificados. El hermetismo de los años oscuros es metódico. Los padres de Horacio lo padecen: la odisea del regreso. “En casa no teníamos teléfono -cuenta-. Éramos una familia humilde. Mi vieja va al Batallón, donde nos iban a recibir. Se encuentra con una mamá de un compañero muy nerviosa, que le dice lo que había pasado. Mi papá se había enterado al escuchar la radio pero no se lo dijo. Se fue a trabajar al Correo, de ahí pidió permiso y fue a Retiro a averiguar. Y en la terminal, obvio, no le daban ninguna respuesta”.
Los rebotan, le niegan información y el trato es penoso. Desde Rosario, entablan comunicación con la iglesia. Están todos bien, con rasguños y con miedo, pero sanos. La mayoría vuelve en micro. Algunos regresan en autos particulares de padres desesperados que viajaron hasta Santa Fe. En Retiro, la guardia de los padres es eterna. Nadie les dice cuándo ni cómo vuelven los pasajeros del tren siniestrado. Los medios también esperan.
El lunes a la madrugada ingresan a la terminal. “Mis padres nos veían detrás de una reja. Me acuerdo ver a mi mamá llorando, desesperada desde atrás de un portón. Nos custodiaron los soldados del ejército y nos condujeron a una playa de estacionamiento. Nos subieron directamente al colectivo y de ahí a la parroquia. La gente que nos habían esperado horas y horas no nos pudo ni abrazar”. La pesadilla, de todos modos, ya había terminado.
43 años después, la mayor catástrofe ferroviaria del interior del país perdura, indeleble, en la retina de sus protagonistas: los que asistieron y los que sobrevivieron.
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