Federico Fellini nunca tuvo demasiada fe en esa película. Le costó mucho empezar a filmarla, hace ya casi sesenta años. Cuenta la historia de un director y guionista, Guido Anselmi, tal vez el propio Fellini, que atraviesa una enorme crisis creativa en la que se mezclan, se entrometen, su musa inspiradora, Claudia, y su amante, Carla. Siempre pasa algo así. La crisis de Guido Anselmi-Fellini es más que creativa: es existencial; es la desesperación de un hombre que se aferra a los recuerdos, y a sus sueños, para enfrentar el peso de la vida, los cachetazos de la realidad.
Pese a su mala uva para con la película, 8 ½ ganó el Oscar, sostenida también por las actuaciones fantásticas de Marcello Mastroianni, Claudia Cardinale, Sandra Milo y Anouk Aimée. Fellini la bautizó 8 ½ porque hasta ese momento había filmado siete películas y la media que le agregó al título eran sus colaboraciones en films en los que había compartido la dirección con otros creadores.
Quiso el destino, o no, que la angustia de Guido Anselmi, su soledad, su estrategia para integrarse a aquel mundo que cambiaba minuto a minuto, haya regresado del pasado para ser la película que exhibió el único cine de la calle Corrientes que reabrió después del mazazo de la pandemia. El único de los tres que quedan. Es el cine Lorca y exhibe 8 ½ casi como un desafío.
El Lorca abrió en 1968 sobre el que había sido el cine Lion, que había sido antes el cine Éclair, siempre al 1400 de Corrientes. Fue uno más en los “Cines de la L”, junto al Lorange, Lorraine, Losuar y Loire. Todos al amparo de Alberto Kipnis, que murió en 2017, y que también hizo de las suyas en la sala del Cine Arte, en la galería de Cerrito y Diagonal norte, subsuelo. Pasada la mitad de los años 60, en el Arte todavía había sillas de madera que se agregaban a las butacas escasas. Alguna vez alguien aplaudió la figura del dictador Juan Carlos Onganía cuando apareció en el consabido Sucesos Argentinos y volaron trompis, patadas y las sillas. La grieta no es nueva.
Los “Cines de la L” eran de autor. El Lorraine armaba unos ciclos fantásticos, con unos programas que eran enciclopédicos y hasta se coleccionaban: ficha de la peli, sinopsis, comentarios críticos. Eran los años de la cinefilia lanzada, de los debates sobre Ingmar Bergman, sobre cuánto había perdido el Ulysses de Joyce en su versión para cine, sobre la crudeza de Morir en Madrid y sobre el enigma de Adorado John.
Hubo un tiempo ya lejano, en el que los cines de la calle Corrientes, también los de Lavalle, trazaban la radiografía social de la Argentina. Pasó no hace mucho y no tan lejos. Corrientes era “la calle que nunca duerme”, mucho antes que Frank Sinatra consagrara a New York como la ciudad insomne del mundo. El cine era entonces una cita obligada para la familia. Una película argentina de 1960, dirigida por Fernando Ayala, lo proclamaba en su título: Sábado a la noche, cine.
Cine, pizza a la salida, casi nunca había presupuesto para más en la clase media, tal vez un café y acaso un libro en aquellas librerías que no cerraban nunca y permitían a los pobres de toda pobreza “leer de ojito”, eran la fiesta quincenal de aquellos años, o semanal, en los escasos tiempos de gloria. Hubo cines famosos que se han perdido; pizzerías legendarias que acaso perviven: la Roma de Lavalle, Los Inmortales, Las Cuartetas, Güerrin, sobre Corrientes; bares y cafés que se adaptaron o murieron como el Ramos, que ya no es, La Paz, el Suárez, La Giralda, que está cerrada, El Vesubio, que acaba de cerrar.
En aquellos cines de Corrientes aprendimos a mirar, a soñar, acaso aprendimos a enamorarnos, furtivos y asombrados; supimos de la cobardía de Ricardo III que quería cambiar su reino por un caballo, temblamos con las ofertas que no podías rechazarle a Don Corleone, decidimos ir algún día a Grecia después de ver a Anthony Quinn encarnar a Alexis Zorba, sufrimos el día más largo del siglo y después ayudamos a rescatar al soldado Ryan, comprendimos la acritud inevitable de la nostalgia, gritamos “No me van a tener” junto al protagonista de La estación de nuestro amor; vivimos al cine como a un hermano del alma, irreductible, férreo, bello y obstinado.
En 8 ½, Guido Anselmi enfrenta las preguntas de la prensa en una fiesta que dan los productores de su película en barbecho: pero no tiene respuestas, si hay una, no atina a enarbolarla, se revuelve en su soledad y, casi como en el regazo de una madre, lentamente se refugia debajo de una mesa.
Frente a una cultura que se desmigaja día a día, o que se pierde a paladas sin que ese inquietante horizonte en movimiento muestre un amago de relevo, un atisbo de renovación, un ademán siquiera de sucesión enriquecida, como debería ser, 8½ volvió a la calle Corrientes, bajo la mesa de una realidad que cambió nuestras vidas para siempre y amparada en un cine que fue leyenda.
La pandemia diseñó un nuevo mundo del que sabemos nada, dejó chupando un palo a una nueva sociedad, impredecible y turbadora; las plataformas televisivas nos atornillan en el sillón frente a la tele y garabatean una nueva forma de hacer y de ver cine, incluidas sus series para “maratonear”, verbo obsceno si los hay, que también pinta los arrabales de una nueva cultura. El Lorca, Fellini, Anselmi, y 8 ½ han regresado del ayer para espejarnos en lo que fuimos; no para decirnos que todo tiempo pasado fue mejor, sino para atestiguar que todo tiempo pasado fue pasado. Y diferente.
Fellini decía que él tornaba a los recuerdos para cobrar valor. Eso es lo que busca Anselmi debajo de la mesa. Allí es donde nos encuentra a todos.
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