Pasaron casi 40 años y Jorge Norberto Tolosa, hombre de pocas palabras, de rostro bondadoso, de fijar de tanto en tanto la mirada al suelo, aún se quiebra cuando recuerda su última charla con el sargento ayudante cocinero Edgar Néstor Ochoa.
“Yo de acá, Tolosa, no me voy, me voy con las patas para adelante. Hágale saber esto a mi esposa y a mis hijos”, fue el pedido de ese suboficial recto, severo, pero justo y muy protector de sus soldados. “Quiero que le cuente a mi familia todo lo que pasamos acá”.
En las primeras horas del 14 de junio, el destino quiso que una de las últimas bombas disparada por una fragata inglesa le provocara la muerte en el patio de una casa en Puerto Argentino.
Tolosa, un conscripto afectado al rancho del Regimiento de Infantería Mecanizado 6, era un muchacho al que la guerra lo hizo crecer de golpe, como a muchos, pero que no supo entonces cómo cumplir con esa última y difícil misión encargada por el sargento ayudante, al que apreciaba como un segundo padre.
Un equipo de Infobae reunió en la ciudad de Navarro a siete soldados que estuvieron bajo las órdenes de Edgar Ochoa, el único cocinero fallecido durante el conflicto del Atlántico Sur.
Además de Tolosa, estuvieron presentes Oscar Alfredo Onetto, José Luis Pitrau, Raúl Burgos, Lisandro Quiroga, Fernando Ferrero y Daniel Michalkow, todos integrantes de la compañía servicios “Tucumán”, del Regimiento de Infantería Mecanizado 6. Todos recordaron a Juan Dodaro, un compañero fallecido unos años atrás. El encuentro fue en el Parque del Bicentenario donde Malvinas tiene una fuerte presencia, con monumentos, esculturas y placas, todo armado por los propios veteranos. Muchos, no se veían hace tiempo, otros solo habían hablado por teléfono y las bromas por la silueta perdida de aquellos jóvenes de 18 años enseguida afloraron. Llegaron acompañados por esposas, hijos y nietos. Algunos nunca habían sido entrevistados.
Todos tenían algo en común: su propia historia con Ochoa.
El padre de todos
El sargento ayudante -ascendido a suboficial principal post mortem- había nacido el 12 de agosto de 1940 en Oliva, Córdoba, una ciudad que tiene tres muertos en combate. Se había casado con Antonia y tenía dos hijos, Edgar Daniel y Marta Edith, cuyas fotos guardaba celosamente en el interior de su casco. Al momento de estallar la guerra vivía en Mercedes, casi a la vuelta del Regimiento 6 donde estuvo en el grupo Rancho y en la Compañía Servicios.
Todos lo conocieron de la época de la colimba. Tolosa, entonces un chico humilde corto de palabras, fue uno de los más cercanos. Trabajaba de carnicero junto a su padre, en Navarro. El propio Ochoa se había ofrecido como su padrino de confirmación, ya que su familia vivía demasiado lejos. Ese carácter fuerte que exhibía en el cuartel, “para que los soldados no tomasen mucha confianza”, contrastaba con su comportamiento en su casa. “Ahí era otra persona”, explicó.
Para todos, Raúl Burgos es Luli, aunque Ochoa le decía “Gringo”. El suboficial encontró en él al colaborador perfecto. “Era recto y exigente. Siempre le cumplí. Me sacó dragoneante y así salí en la primera baja”, recuerda. Y sonríe al admitir que poco sabía de cocinar y que Ochoa le enseñó a preparar y a condimentar la comida para todo un regimiento. Era el mejor tirador de la compañía pero terminó en el rancho por el consejo de un soldado viejo. “En el rancho no hacés guardia”, lo avivaron. Lo que Burgos no imaginó fue que debía levantarse a las 5 de la mañana para darle de comer a 800 personas y acostarse recién a medianoche.
Lisandro Quiroga, que en la posguerra negaba haber estado en Malvinas por el temor de ser tratado de loco y que evitaba hablar porque no quería que lo vieran llorar, coincide en que Ochoa “era como un padre que daba claridad en todo y que nos protegía”.
A Quiroga la vida lo enfrentó a varios desafíos. Primero fue la guerra y a comienzos del 2000 sufrió un ACV, que le dejó secuelas. Sus compañeros le envidian su fortaleza de espíritu y esas ganas de salir adelante. Él, auxiliado con un bastón, acota que tuvo “el ataque” justo a veinte años de Malvinas. De la guerra contó que ellos, a pesar de ser cocineros, también pasaban hambre, porque priorizaban a los que estaban en las trincheras, y explica los malabares que hacían para estirar los guisos que terminaban siendo sopas, usando fideos porque con el correr de los días la carne ya no se conseguía.
Oscar Alfredo Onetto luce en su camisa una escarapela con la figura de las islas Malvinas. Era el colimba de 18 años que sus padres, que vivían en el campo, no lo visitaban ni iban a buscarlo al Regimiento. Y Ochoa se lo llevaba el fin de semana a su casa, en la calle 2 y 17, de Mercedes, donde era tratado como un hijo más. “Cuando entraba al Regimiento, ahí cambiaba. Pero era como un padre”, recuerda.
Hace poco que el vasco José Luis Pitrau se animó a hablar de Malvinas. Se emociona y se disculpa. Fue muy fuerte el impacto que sufrió cuando, en un regreso de vacaciones, pasó por el museo dedicado a las islas en Oliva, y se encontró con el uniforme y pertenencias de Ochoa. No lo podía creer. Desde chico, trabajó en una carnicería y dice que no se arrepiente de haber levantado la mano para ir al rancho. Para él, Ochoa era como un padre estricto, cuenta a Infobae, mientras mira a sus compañeros. “Ahora que los veo a ellos se me vinieron más recuerdos…”. Siempre quiso volver a verlos y justifica su emoción: “Uno se pone grande y más flojo, ¿no?”
Con Fernando Ferrero, sus amigos concuerdan en algo: nunca lo acompañarían a Malvinas sabiendo de antemano que no respetaría las restricciones que los británicos imponen a los visitantes argentinos, empezando por el sello en el pasaporte. Igual dice que no le interesa ver cómo está todo allá, solo iría para visitar a los muertos. “Yo los tengo acá”, y se señala con convicción el corazón.
Fue a la guerra sabiendo cocinar lo básico, y todo lo aprendió de Ochoa, “un padrazo”. Hasta le indicó cómo usar la cuchilla mocha sin riesgo a cortarse. “Con su disciplina, el hombre la tenía clara, era muy didáctico”.
Y para Daniel Michalkow, el del apellido ruso polaco, todo lo que aprendió de Ochoa le sirvió para implementarlo en la vida cotidiana. Y dice que fueron tan precisas las indicaciones del sargento ayudante que los soldados desarrollaban las tareas en forma muy coordinada y no necesitaban órdenes ni indicaciones.
Cocinar en la guerra
Trabajaban en condiciones adversas. “La ‘morocha’, la cocina de campaña, fue nuestra compañía en las islas, fue por la que nos preocupábamos y vivíamos con ella”, dice Tolosa. Cocinaban a leña, escasa, que luego se reemplazó por turba, de bajo poder calórico. A alguien se le ocurrió incluir gas oil, y todos terminaron con el rostro oscuro del combustible quemado, por la densa humareda que desprendía, y que el agua y jabón no podía quitar. Solo se les distinguía el blanco de los ojos y los dientes, recuerdan. Recién de regreso al continente se pudieron lavar. “Pero la cocina nunca dejó de funcionar”, aclaran orgullosos. Hasta aún como prisioneros en el aeropuerto se las arreglaron para hacer un guiso con fideos y con pedazos de carne congelada que cortaban con las tapas de las latas de paté.
Burgos casi tuvo pie de trinchera. Tenía los dedos amarillos y violetas, producto de trabajar en ese pisadero de barro y agua helada que se colaba por los borceguíes. Onetto recuerda que siempre tuvieron el mismo par de medias y los mismos calzoncillos.
Pitrau describió que todos los días era “levantarse temprano, trabajar y trabajar”. De madrugada, en un Land Rover iban a un galpón en Moody Brook a buscar víveres, “y siempre nos daban menos. A la mañana preparábamos mate cocido, al mediodía guiso, a la tarde otro mate y a la noche nuevamente guiso. Y luego, de cada comida, debíamos lavar la cocina. Era una intensa labor que no tenía descanso. Llegó el momento en que las provisiones empezaron a escasear y se daba una sola comida”, se lamentó Burgos.
Con la comida lista, se largaban al campo a abastecer a los soldados de la Compañía A, a la Comando y a los del Regimiento 1 de Patricios. Muchas veces salían sin saber que se había declarado una alerta roja. Había que rogar que no comenzara un tiroteo, porque debían volverse con la comida. La muerte de Ochoa los golpeó.
Una triste despedida
El sargento ayudante insistía que no regresaría vivo al continente. “Como su hubiese tenido una premonición”, concuerdan sus viejos soldados. “Pero nosotros éramos chicos -dice Tolosa- no sabíamos qué decirle”.
Lo trasladaron al puesto comando del regimiento. Ese 12 de junio se despidió de sus soldados, como intuyendo el final. Lo abrazó con fuerza a Burgos, luego de mostrarle la foto de su familia. “Nos saludó de una forma que nunca olvidaré”.
Onetto acota que “si se hubiese quedado con nosotros, no se moría. Perdimos un padre, pero no podíamos darnos el lujo de quedarnos, había que seguir adelante”. Otros, al enterarse, se abrazaron y lloraron “por todo lo que había hecho por nosotros”, explica Quiroga mientras busca con la mirada a su hija -con un tatuaje de Malvinas en su brazo-, “en homenaje a él”, y a su nieta.
A Tolosa le gustaría poder encontrarse con los hijos de Ochoa y hablarles del padre. “Si ellos me dan una oportunidad, es una carga que aún llevo”.
Ferrero acota que el 14 de junio era una tarde luminosa, y llamaba la atención el silencio. Se habían terminado el ruido ensordecedor de las bombas y el tableteo de las ametralladoras. La explicación la encontraron cuando vieron sobrevolar un helicóptero con una bandera blanca. En ese momento recuerda que se enteró de la muerte de Ochoa. “Fue una gran tristeza”. Junto con Ochoa también falleció el sargento ayudante Eusebio Aguilar.
La vida para los soldados de Ochoa continuó. Algunos volvieron a sus antiguos empleos, formaron familia, otros con los años viajaron a las islas, pero están los que se niegan como Michalkow, que sostiene que a sus compañeros los guarda en el corazón y que no necesita ir al cementerio de Darwin para llorarlos.
Tolosa confiesa que “superé cosas que no creí que podría”. El vasco Pitrau destacó el papel de la familia, “que son los que me hicieron salir adelante”. Cuando regresó al continente, recuperó cartas que sus seres queridos le habían mandado y que nunca habían llegado a las islas. Aún no las abrió. Promete hacerlo cuando su nieto, de dos años, tenga edad para comprender.
A poco de terminar la guerra, un veterano logró ubicarlo. Lo buscó por guías telefónicas. Solo quería decirle que, gracias a la comida que preparaban, le había salvado la vida. Nunca supo su nombre.
Los restos de Ochoa -que en una carta escrita desde las islas le decía a su madre que había ido “como buen argentino y militar que soy”- descansan en la tumba 8 de la primera hilera del cementerio de Darwin. La cruz de su primera sepultura, con la flor de tela que le pusieron los británicos, se exhibe en el Museo de Oliva junto con su uniforme, sus cartas y fotografías. Por ley 24950, fue declarado, como tantos otros, “héroe nacional” y los familiares recibieron la medalla La Nación Argentina al muerto en combate. En Oliva, además, un monumento lo recuerda. Y el próximo 2 de abril, el Ejército y la especialidad a la que pertenecía, le harán un merecido homenaje.
Quiroga, al despedirse de sus compañeros, señaló la cocina de campaña que el veterano del Regimiento 6 Carlos Di Santo restauró, y dijo que “cuando veo una de éstas, me pongo a llorar de la emoción”.
Antes de partir, todos posaron junto a la “morocha”, esa cocina fiel que cumplió con creces. Como el padrazo Ochoa y sus soldados cocineros, que la pelearon hasta el final.
Agradecimientos: Carlos Di Santo; Daniel Torres, presidente del Centro de Veteranos de Guerra de Navarro; Gabriel Fioni, fundador del Museo Nacional de Malvinas; Coronel (r) VGM Jorge G. Zanela, Jefe de la Oficina de Coordinación de Veteranos de Guerra del Ministerio de Defensa.
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