Una noche de otoño 91 personas murieron, 191 sinagogas fueron incendiadas, 7.000 comercios saqueados y 26.000 judíos arrestados. El jueves 9 de marzo de 1939, los vidrios astillados de las tiendas asaltadas esparcidos en la calle le pusieron nombre al primer capítulo del horror nazi: “Kristallnacht” o “la noche de los cristales rotos”. El pogromo fue celebrado por cien mil alemanes en Nuremberg. Fue el germen del plan de aniquilación racial. Se encadenaron multas de mil millones de marcos para reparar los gastos sufridos, expulsión a los niños judíos en las escuelas, la persecución y prohibición de la población judía en la sociedad alemana.
El papá de Ana María Wahrenberg fue detenido esa noche. Efectivos con camperas negras se lo llevaron de su casa. Lo enviaron al campo de concentración de Sachsenhausen. Lo liberaron 29 días después. Ella presenció el secuestro con apenas ocho años de edad. Aún hoy, 83 años después, recuerda el drama con nitidez: “De ahí en adelante mi vida cambió totalmente, vivimos siempre amenazados de muerte”. La solución era huir. Dejar la vida en Berlín en el pasado. Dejar recuerdos y amistades. Conservó documentos de su infancia. Una libreta, por ejemplo, con un mensaje especial: “Si algún día, en tus últimos años, tomás este librito entre tus manos, ¡recuerda lo hermoso que fue habernos conocido!”. La firma: “Tu amiga Ilse”. La fecha: marzo de 1939.
Con Ilse iban al mismo colegio. “Los niños judíos no eran admitidos en otras escuelas del barrio porque los alemanes querían mantener su raza limpia y consideraban que no podíamos mezclarnos con ellos. La comunidad judía tuvo que preocuparse de formar colegios para judíos”, relató en una entrevista con Sputnik. Jugaban en sus casas porque, al ser judíos, su asistencia en espacios públicos como parques y cines estaba restringida. Tampoco podían interactuar con otros niños. “A ellos les prohibían hasta saludarnos”, detalló.
No poder subirse a una hamaca de la plaza le dejó una huella. Se reconoce consciente de la exclusión y la discriminación. Recuerda con olores frescos y dolor sin desgastar la despedida con Ilse: “Fue muy terrible porque las dos nos queríamos mucho. El día que sabíamos que teníamos que separarnos, nos juntamos en el patio del colegio, bajo un gran árbol. Nos abrazamos, lloramos mucho y prometimos escribirnos, lo que nunca hicimos”.
La familia de Ilse huyó primero, rumbo este. Se dirigió a uno de los pocos puertos abiertos en Shanghai, China, para recalar años después en la costa este de los Estados Unidos. La familia Wahrenberg escapó hacia el oeste, primero España. En Bilbao, Ana María recuperó la paz. “Me acosté esa noche en la cama con una almohada, me sentí tan acogida y tranquila. Miraba la puerta y sabía que no se iba a abrir para que entrara los de la SS”, dijo en diálogo con CHV Noticias. De Europa, un embarque clandestino a Panamá y de ahí, una nueva travesía hacia el sur. El punto del mapa elegido estaba en territorio chileno. “De Chile no sabíamos nada. La cosa era salir de las llamas. No importaba hacia dónde”.
La niña tenía ya 9 años. En su primer domingo en Chile volvió a sentir el viento en la cara: “Mis padres me llevaron a la Plaza de Armas y de ahí fuimos caminando hasta el Parque Forestal. Me pude subir a un columpio. Estaba libre, podía hacer de todo, podía caminar sobre la vereda, podía ir al colegio”. Se instalaron en un departamento con otros inmigrantes judíos. Su madre, que no tenía profesión, pidió trabajo en una carnicería: “El dueño de la carnicería nos regalaba salchichones y podíamos comer pan con algo. Así empezamos”.
Ana María Wahrenberg, después de volver a subirse a una hamaca, después de volver a comer pan con algo, vivió una vida normal. Aún la vive. Tiene 91 años y la plenitud y la voluntad de una mujer obstinada, dedicada a recordar. Las charlas, conferencias y seminarios que brinda como sobreviviente del Holocausto la mantienen activa. En pandemia, el confinamiento impulsó la virtualidad. En el aniversario de 2020 de “la noche de los cristales rotos”, desplegó su testimonio en un encuentro organizado por la Red Latinoamericana para la Enseñanza de la Shoá (LAES), una institución que se creó en tiempos de coronavirus y que une a distintas instituciones latinoamericanas para la enseñanza del Holocausto.
Narró su historia. Contó detalles. Ita Gordon, una archivista del Instituto para la Historia Visual y la Educación de la Shoá (USC Shoah Foundation, por sus siglas en inglés), estuvo atenta al relato. Un fragmento de la historia le despertó curiosidad. La mujer hablaba de una amiga y de una promesa trunca: recopiló un nombre y algunos datos biográficos. Ita rastreó a Ana María en los 55 mil archivos de la organización sin fines de lucro creada por Steven Spielberg en 1994, cuyo objetivo radica en grabar y conservar los testimonios de sobrevivientes y de testigos. No la encontró.
Pero halló la otra cara de la historia. Una mujer de nombre Betty Grebenschikoff la había citado en una entrevista realizada en 1997. En el minuto 14:23 de su relato, interrumpe: “Tenía una amiga en particular que siempre digo su nombre cuando hablo sobre mi vida. ¿Puedo decirlo aquí? Su nombre es Anna Marie Wahrenberg. Nunca supe lo que pasó con ella y siempre me pregunto si algún día ella escuchará esto. Ella era mi amiga, fuimos al colegio juntas desde muy pequeñas y jugábamos juntas. En 1939 nos tuvimos que despedir; mi familia se iba a China, fue muy difícil porque éramos mejores amigas. Se suponía que nos escribiríamos pero nunca lo hicimos y nunca más volví a escuchar de ella. No sé lo que le pasó… quizás murió en la guerra, pero no estoy segura”.
“Me emocioné mucho. No lloré ni nada, pero lo que hice fue quedarme muy callada y decirme a mí mismo: ‘puede que tengas que actuar, pero ahora mismo, siéntelo’. Porque podría existir la posibilidad de que dos queridos amigos estén juntos de nuevo”, le contó Ita a Rachel Cerrotti, fotógrafa, escritora y educadora galardonada, autora del texto que se publicó en la USC Shoah Foundation.
Cruzaron las declaraciones. Las fechas y las historias coincidían. Los nombres no. El sitio Ynet Español contó que se contactaron con Michelle Reich, una de las responsables del Museo Interactivo Judío de Chile, institución fundadora de la red LAES. “Cuando le contamos acerca del testimonio que encontramos de una mujer en Estados Unidos, nos dijo que no, su amiga no se llamaba Betty, sino Ilse, y que se había ido a Shanghai”.
Ilse Kohn, en efecto, emigró con su familia a la capital china. Eso fue lo último que Ana María supo de su amiga. El devenir de Ilsa continuó por Australia y culminó en los Estados Unidos con un nuevo nombre: Betty Grebenschikoff. Desde Miami y Santiago de Chile, las mujeres hacen lo mismo: Ana María colabora en el Museo Interactivo Judío de Chile y Betty en The Florida Holocaust Museum; ambas dan charlas en instituciones educativas donde predican el ejercicio de la memoria, ambas plasmaron sus historias en libros autobiográficos. Sus vidas, descubrieron los investigadores, estaban espejadas.
La red LAES coordinó el reencuentro virtual con los dos museos. Se celebró los últimos días de noviembre de 2020 a través de Zoom. Del evento también participaron sus familiares. “Hola”, dijo Betty. “Hola Betty. ¿Puedes verme? Y también veo a Ana María”, intervino la moderadora. “Sí, las puedo ver a las dos”, respondió Ana María, mientras aparecían sus rostros en la pantalla. Volvían a verse las caras 82 años después. Los nervios impidieron que la charla fluyera. Hubo silencios y emociones los primeros cinco minutos. Después llegaron las reflexiones y también las trivialidades.
“¿Esto que ocurrió con nosotras es un milagro, no?”, preguntó Ana María. A Betty las ideas y las palabras se le acumulaban: “Tengo… estoy tan… no tengo palabras. Para esto que estamos… después de tantos años, después de 80 años, nos hemos juntado nuevamente. Es un regalo”.
Los presentes se conmovían desde el anonimato: sus micrófonos y sus cámaras estaban apagadas, y su participación quedaba relegada al silencio y la sombra. “Fue tan natural para ellos”, interpretó Lucas Kirschman, uno de los siete nietos de Betty. “Estaban hablando de cosas al azar como si no fuera gran cosa... Y es casi como si el idioma pudiera haber sido una barrera, pero no lo fue en absoluto. Nunca antes había escuchado a mi abuela hablar alemán”.
La charla duró casi dos horas. Un brindis con champagne cerró la cita. Todos alzaron las copas. “Ver a Ana María y Betty en la videollamada, junto con sus familias sanos y felices, fue ver el triunfo definitivo sobre el odio”, concluyó otro espectador del encuentro íntimo.
La relación continuó recomponiéndose. Las dos mujeres de 91 años ya entablaron varias conversaciones por Whatsapp y por Zoom. Ana María Wahrenberg también siente que la reaparición de su amiga de la infancia es un regalo del que estará infinitamente agradecida. “Hablamos todos los domingos durante aproximadamente una hora. Nunca nos pondremos al día. Nuestras conversaciones son geniales, todavía tenemos intereses en común y, por supuesto, muchos, muchos recuerdos que aún compartimos. En cuanto salgamos de esta horrible pandemia, intentaremos reunirnos en algún rincón del mundo”, contó la chilena al medio The Times of Israel.
Betty, la estadounidense, recordó que su mejor amiga de la escuela aún estaba buscando refugio cuando ella y su familia huyeron de Berlín hacia la ciudad portuaria en China. “Nunca pude encontrarla. La busqué en el Museo del Holocausto de Washington y en la base de datos. Mencionaba su nombre cada vez que daba una charla en la que hablaba del Holocausto y nunca pasaba nada. No puedo creer que ella esté ahí. Es maravilloso”, sostuvo.
Por su memoria, por su deferencia, por su insistencia, por seguir nombrándola, por la curiosidad de Ita Gordon, por la gestión de la red LAES, los museos y la USC Shoah Foundation, por la vocación de ambas, Ana María Wahrenberg y Betty Grebenschikoff volvieron a encontrarse 82 años después de que el nazismo las obligara a emigrar de Alemania. Aún adeudan el abrazo, el mismo que se dieron cuando tenían ocho años y lloraban abajo del árbol del patio del colegio.
SEGUIR LEYENDO: