La Guerra Fría estaba en uno de sus puntos más altos y el muro partía en dos a Berlín cuando en 1962, quizás motivado por el potente clima anticomunista y el temor al avance soviético en Europa, el capitán Waldemar Pabst se jactó de haber cometido el crimen político más resonante de la Alemania previa al nazismo.
“En enero de 1919 yo participé de una reunión del KPD (Partido Comunista Alemán), durante la cual hablaron Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo. Me llevé la impresión de que los dos eran los líderes espirituales de la revolución y me decidí a hacer que los mataran. Por órdenes mías ambos fueron capturados. Alguien tenía que tomar la determinación de ir más allá de la perspectiva jurídica. No me fue fácil tomar la determinación de que los dos desaparecieran. Defiendo todavía la idea de que esta decisión también es totalmente justificable desde el punto de vista teológico-moral”, confesó Pabst a los 82 años, con una tranquilidad tan pasmosa como paralizante en un país que todavía no podía absorber el genocidio cometido por el gobierno de Adolf Hitler.
Las palabras del ex capitán de la Wehrmacht confirmaron lo que la historia no oficial de Alemania venía diciendo desde hacía más de cuatro décadas: que el 15 de enero de 1919 Rosa Luxemburgo no había sido asesinada por una turba enloquecida cuando trataba de huir luego de ser detenida, sino que su muerte había sido una decisión tomada en las más altas esferas del gobierno socialdemócrata recién instaurado después de la abdicación del Kaiser Guillermo II tras la finalización de la Primera Guerra Mundial.
Para entonces, Rosa Luxemburgo -”El Águila de la Revolución”, como la había llamado Lenin; “Rosa, la Sangrienta”, como la bautizaron sus enemigos- era la mujer más famosa de Alemania: líder del recién creado del Partido Comunista, autora de varios libros de teoría marxista, impulsora de una liberación de la mujer que sólo podría alcanzarse junto con la revolución socialista, oradora flamígera y combatiente decidida de la lucha insurreccional que se desarrollaba en las calles.
Porque en aquel frío enero de 1919 una ola revolucionaria sacudía a Alemania, pese a que algunos líderes comunistas -incluida Rosa Luxemburgo- no habían promovido esa explosión insurreccional. En respuesta al levantamiento, Friederich Ebert, el presidente de la inestable República de Weimar -como se llamó Alemania tras la derrota en la Primera Guerra Mundial- y líder socialdemócrata, dio vía libre a los “Cuerpos libres”, una milicia nacionalista de ultraderecha, para que reprimieran el levantamiento y se deshicieran de sus dirigentes. De ellos, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht fueron las primeras víctimas, ejecutadas por orden secreta de un gobierno que nunca lo quiso admitir.
De Polonia a la Revolución
Rosa Luxemburgo nació el 5 de marzo de 1871 -hace exactamente 150 años-, en Zamość, cerca de Lublin, Polonia, por entonces dominada por la Rusia zarista, en el seno de una familia de origen judío. Era la quinta hija de un matrimonio de comerciantes acomodados. A los cinco años, un diagnóstico equivocado de tuberculosis ósea la obligó a permanecer con una pierna enyesada durante casi un año, lo que le provocó una cojera permanente.
Contra las costumbres de la época, sus padres decidieron que estudiara. Asistió al Liceo Femenino en Varsovia y ya en su adolescencia, con sólo 15 años, se sumó al partido izquierdista Proletariat. Esa militancia la obligó en 1889 a refugiarse en Suiza para huir de la represión y en la Universidad de Zurich estudió de manera simultánea filosofía, historia, política, economía y matemáticas.
Allí conoció los textos de Marx y se especializó en sus escritos económicos, al tiempo que intensificaba su militancia socialista. Desde fuera de su país natal, pero en contacto con otros dirigentes, participó de la creación del Partido Socialdemócrata del Reino de Polonia, cuyos principales documentos teóricos escribió desde el exilio.
Creía que una revolución socialista en Polonia no era posible por sí sola, sino que sería consecuencia de lo que ocurriera en Rusia, Alemania y Austria. Eso la decidió a radicarse en Alemania. Corría 1898 y cuando contaba con 27 años, obtuvo la ciudadanía alemana. Se casó con Gustav Lübeck, el hijo de una amiga alemana, y se radicó en Berlín. Fue un casamiento de circunstancias, aceptado por su flamante “marido”, ya que Rosa Luxemburgo tenía una pareja estable con Leo Jogiches, también revolucionario polaco y radicado en Suiza.
Toda Europa estaba en ebullición por la Revolución Bolchevique de 1917, por el fin de la Gran Guerra que había dejado 20 millones de muertos y porque todavía seguían en armas millones de soldados, los del Ejército Rojo soviético y las tropas rusas blancas aliadas a más una decena de naciones de Europa oriental que querían ahogar aquella marea comunista.
Mujer, líder revolucionaria y pacifista
En Alemania, Rosa Luxemburgo se incorporó al ala izquierda del Partido Socialdemócrata, donde su formación teórica y su compromiso político hicieron que pronto se transformara en una de sus dirigentes.
Por esos años, otro líder socialdemócrata –también de origen judío como ella– la describía así: “Rosa era pequeña, con una cabeza grande y rasgos típicamente judíos, con una gran nariz, un andar difícil, a veces irregular debido a una ligera cojera. La primera impresión era poco favorable, pero bastaba pasar un momento con ella para comprobar qué vida y qué energía había en esa mujer, qué gran inteligencia poseía, cuál era su nivel intelectual”.
También demostró ser una gran oradora, incluso en un idioma que no le era propio. En una carta a Jogiches -su compañero sentimental- le cuenta: “No tienes idea del efecto que han tenido mis intentos de hablar en reuniones públicas. ¡Yo no creía que podía hacerlo! Pero aproveché una oportunidad y ahora estoy segura de que en cuestión de seis meses seré una de las mejores oradoras del partido. La voz, el lenguaje... Todo me brota con precisión. Y lo más importante, me paré en la tribuna con tanta calma que parecía que lo hubiera estado haciendo durante 20 años”.
Su ascenso en el Partido Socialdemócrata Alemán era imparable. Enseñaba marxismo y economía en la “escuela de dirigentes” del partido, que en 1907 la envió a Londres como representante al V Congreso del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso, donde se entrevistó con Lenin. En 1912 participó del congreso de los partidos socialistas europeos, donde junto con el francés Jean Jaures propuso que, si estallaba la guerra, los partidos obreros de Europa debían llamar a una huelga general.
Para entonces, el gobierno alemán la tenía en la mira, tanto por su marxismo como por posición pacifista en oposición a la inminente guerra y por sus abiertos llamados a la objeción de conciencia para evitar la incorporación al Ejército. La detuvieron varias veces por “incitar a la desobediencia contra la ley y el orden de las autoridades”.
En 1914 se alejó del Partido Socialdemócrata porque, finalmente, esa fuerza política cambió de rumbo y dio su apoyo al Kaiser Guillermo II para que Alemania entrara en la guerra. La desilusión y el enojo de muchos socialistas llevó a la creación de la Liga Espartaquista donde Luxemburgo y Karl Liebknecht se erigieron como líderes. Los espartaquistas comenzaron con un proselitismo abierto contra la guerra y denunciaron la “claudicación” de los socialdemócratas, quienes le garantizaban al Kaiser que no habría huelgas mientras durara el conflicto armado.
Rosa, la feminista proletaria
Al mismo tiempo que ganaba peso como dirigente socialista, Rosa Luxemburgo inició una militancia feminista, a la que no concebía separada de la lucha revolucionaria. “Quien es feminista y no es de izquierda, carece de estrategia. Quien es de izquierda y no es feminista, carece de profundidad”, sostenía.
Por esos años se vinculó con Clara Zetkin, una de las principales impulsoras del movimiento de la liberación femenina a nivel internacional y directora del periódico femenino “Igualdad”, en el que escribía. Juntas impulsaron la creación del Día Internacional de la Mujer Trabajadora.
En 1914 escribió “La mujer proletaria”, donde sostiene: “El capitalismo fue el primero en sacarla (a la mujer) de la familia y ponerla bajo el yugo de la producción social, forzada a los campos de otros, a talleres, edificios, oficinas, fábricas y almacenes. Como mujer burguesa, la hembra es un parásito de la sociedad; su función consiste en compartir el consumo de los frutos de la explotación. Como mujer pequeña burguesa, ella es un caballo de batalla para la familia. Como mujer proletaria moderna, la mujer se convierte en un ser humano por primera vez, ya que la lucha (proletaria) es la primera en preparar a los seres humanos para que contribuyan a la cultura, a la historia de la humanidad”.
Dice, además, que el antagonismo hombre - mujer se da en el marco del antagonismo de clases: “La mujer burguesa no tiene ningún interés real en los derechos políticos, porque no ejerce ninguna función económica en la sociedad, porque disfruta de los productos terminados de la dominación de clase (…) La mujer proletaria necesita derechos políticos porque ejerce la misma función económica, la esclaviza el capital de la misma manera y es desangrada y reprimida por el Estado de la misma manera que el proletario masculino. Ella tiene los mismos intereses y toma las mismas armas para defenderlos. Sus demandas políticas están arraigadas profundamente en el abismo social que separa la clase de los explotados de la clase de los explotadores, no en el antagonismo entre hombre y mujer sino en el antagonismo entre el capital y el trabajo”.
El final de la guerra y el doble poder
El final de la Primera Guerra Mundial en 1918 dejó al Kaiser Guillermo II con los días contados. El 9 de noviembre de 1918, en medio de una gran conmoción política y social -motorizada por levantamientos obreros- debió abdicar y se formó un gobierno socialdemócrata conducido por Philipp Sheidemann, que proclamó la República alemana desde una ventana del Reichstag.
Pero el poder estaba en disputa: pocas horas después Karl Liebknecht, que dirigía junto con Rosa Luxemburgo la Liga Espartaquista, anunció la creación de la República Socialista Libre de Alemania, que incluía la formación de consejos de obreros y soldados, como había ocurrido en la Revolución Rusa en octubre de 1917.
El gobierno socialdemócrata -claramente anticomunista- logró el apoyo del Estado Mayor del ejército para reprimir los levantamientos y frenar la insurrección revolucionaria. Para lograrlo de manera completa, ordenó acabar con los dirigentes espartaquistas. Pero la oleada revolucionaria parecía imparable. Para enero, los espartaquistas -sin el apoyo de Luxemburgo ni de Liebknecht- volvieron a las calles. Ante el hecho consumado, los dos dirigentes decidieron sumarse.
La represión, ahora en manos de grupos paramilitares, fue sangrienta.
El asesinato y la fábula
El 15 de enero de 1919, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht fueron detenidos y trasladados a la sede de la Guardia de Caballería de los freikorps, un grupo paramilitar de ultraderecha, en el Hotel Eden. Apenas los tuvo en sus manos, el jefe del grupo, el capitán Waldemar Pabst, se lo informó al ministro del Ejército, el socialdemócrata Gustav Noske, y le preguntó qué debía hacer con ellos. Recibió la orden de matarlos, pero sin que quedara en evidencia la responsabilidad del gobierno.
El primero en morir fue Liebknecht. Lo llevaron a un parque cercano al hotel y lo fusilaron. La versión fue que había intentado escapar y que había sido capturado por civiles que lo mataron a balazos.
Rosa Luxemburgo sobrevivió apenas unas horas. Su asesinato, según el relato hecho por Pabst en 1962, fue así: el grupo de ejecución estaba al mando del teniente Vogel, Luxemburgo fue tomada de los pelos y arrastrada escaleras debajo de la habitación del hotel donde estaba cautiva, mientras le pegaban. El soldado Otto Runge la golpeó con la culata de su fusil en la cabeza y la dejó inconsciente. Agonizante, la subieron en un coche donde el oficial Hermann Souchon le dio un tiro final en la sien. Su cuerpo fue arrojado en un canal, donde apareció flotando cuatro meses después. Fue identificada por sus ropas.
En este caso, el relato oficial fue similar al de la muerte de Liebknecht: “Rosa, la sangrienta” había huido del hotel y fue reconocida por una turba que la capturó y la mató.
“¡El orden reina en Berlín! ¡Estúpidos secuaces!”
La noche previa a su detención, Rosa Luxemburgo ya sabía que el levantamiento había fracasado. Dejó constancia de esa derrota -pero también de su confianza en una victoria futura- en último texto que escribió: “El liderazgo ha fallado. Incluso así, el liderazgo puede y debe ser regenerado desde las masas. Las masas son el elemento decisivo, ellas son el pilar sobre el que se construirá la victoria final de la revolución. Las masas estuvieron a la altura; ellas han convertido esta derrota en una de las derrotas históricas que serán el orgullo y la fuerza del socialismo internacional. Y esto es por lo que la victoria futura surgirá de esta derrota”.
Y terminaba: “¡El orden reina en Berlín! ¡Estúpidos secuaces! Vuestro ‘orden’ está construido sobre la arena. Mañana la revolución se levantará vibrante y anunciará con su fanfarria, para terror vuestro: ¡Yo fui, yo soy, y yo seré!”.
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