Después de casi un año de charlar por teléfono por la pandemia, Juana Leszcz (82) y Edith Jarabroviski (58) se vieron en persona por primera vez. En el encuentro -que logró estrechar un lazo creado para paliar la soledad del encierro- Pudieron mirarse a los ojos, con miradas cómplices y, pese a la distancia que mantuvieron en este contexto, sus corazones se abrazaron para sellar uno de los vínculos más necesario que pueda existir entre dos persona., la amistad.
Ese nexo tan puro entre dos generaciones surgió llamada tras llamada. Y luego de largas horas de charla una tarde supieron que, además del afecto naciente, algo más las unía: las dos nacieron un 28 de febrero en el Hospital Israelita, en el barrio porteño de Flores.
“Pudiendo nacer cualquier otro día del año y en cualquier otro lugar de la ciudad, las dos nacimos el mismo día y en el mismo lugar. ¡Me parece una coincidencia fantástica!”, le dice asombrada Juana a Infobae.
Para ella -confiando en lo grato de las coincidencias- fue otra buena obra del destino que entre la cantidad de voluntarias de Lebaker (el programa de acompañamiento, contención y apoyo telefónico que se brinda a la gente mayor con el asesoramiento profesional del Departamento de Programas Sociales de la AMIA) fuera Edith la mujer seleccionada para acompañarla en un momento crítico, como sintió la cuarentena, y que ella se hubiera enterado de ese programa por casualidad.
“En medio de la pandemia sentí la necesidad de hacer algo solidario que haga sentir bien a los demás y a mí, y no sabía qué. Hasta que vi en una revista una nota sobre el voluntariado de la AMIA y me pareció una propuesta interesante porque había que llamar a personas mayores que estaban solas y acompañarlas. Sin pensarlo, me comuniqué con la coordinadora del proyecto y me ofrecí de voluntaria”, cuenta Edith sobre cómo supo de esa iniciativa y el deseo que tuvo de ser parte.
Pensando a futuro, Juana y Edith coinciden en el primer deseo del próximo cumpleaños: “Cuando pase todo esto, ojalá algún día podamos festejar nuestro cumpleaños juntas y podamos hacer un lindo encuentro”.
Juana y Edith se conocieron por teléfono durante la cuarentena y se hicieron amigas. Este jueves, las mujeres que cumplen años el 28 de febrero, se vieron las caras por primera vez.
Amistad en tiempos de pandemia
El programa Lebaker se realizó gracias a la ayuda voluntaria a cambio de tiempo y compromiso, y sobre todo, ganas de escuchar. “La tarea es sencilla, pero esencial. Se realiza un llamado diario o cada dos días, con una duración de diez minutos, con el objetivo de establecer un vínculo directo que ayude a alentar, motivar y también prevenir situaciones de riesgo derivadas del aislamiento y la soledad”, explicó la coordinadora de voluntariado Eliana Epelbaum sobre el programa que antes de la pandemia se realizaba de manera presencial y que en este contexto logró canalizar el interés de muchas personas que sintieron, ante la emergencia, la necesidad de hacer algo por los demás. La iniciativa solidaria se convirtió en una gran red de apoyo que permitió a las personas mayores sentirse acompañadas a pesar de la distancia física.
Así lo hizo Edith que apenas cortó el llamado en el que le contaron de qué trataba el programa supo que era eso lo que haría. Lo fundamental, le pidieron, era estar predispuesta a escuchar y comprometerse con el proyecto y cuando se sumó no pasó mucho tiempo para que se produjera el primer llamado.
Juana ya estaba en contacto con un grupo de asistencia integrado por psicólogas y fueron ellas quienes entendieron que, al vivir sola, tenía la necesidad de hablar y contar todo lo que sentía. “Yo estaba muy bajoneada porque me aumentaron el alquiler y, cobrando la jubilación mínima, todo se hizo cuesta arriba. Se lo comenté a la licenciada que me asiste, le conté que me sentía muy triste y me recomendó hablar con Edith, diciendo que era una señora muy amable y buena. Así comenzamos a hablar”, recuerda la mujer que a sus casi 83 años siente la vida la premió con una nueva amiga.
“Con Edith hablamos dos veces por semana y durante la cuarentena fue un gran apoyo”, reconoce Juana al tiempo que lamenta: “Estuve nueve meses sin abrir la puerta de casa, sin salir... ¡En un momento me asusté mucho porque la cabeza me volaba! Hasta ahora me quedó un resabio y cuando estoy mucho tiempo adentro siento que la cabeza me pesa, pero cuando hablaba con Edith era distinto... ¡pasamos horas hablando! Ella me cuenta sus cosas y yo las mías. De entrada me cayó bien y se ve que yo también a ella”.
En tono de broma, Juana -confesa defensora de las charlas cara a cara o, al menos, por teléfono- admite: “Yo no tengo de esos teléfonos modernos ni nada de eso, a mi me gusta sentarme con la persona y conversar, mirar a los ojos o escuchar la voz y saber qué siente cuando habla, eso es lo que más valoro”.
Para Edith, que siempre la escucha con atención y no evita ver en esa amiga a su propia madre, dice: “En el primer llamado la escuché: me contó lo que sentía, cómo estaba y traté de contenerla. Mi tarea era, a la vez, hacer de nexo con la AMIA e informarles en caso de que ella necesitara otro tipo de asistencia. Con el tiempo establecimos un buen vínculo, de mucha confianza, y se animó a contarme cosas de su vida como a pedirme ayuda para resolver pequeños conflictos que se le presentaban, como con la tecnología, pero que son cosas muy complejas para las personas mayores”.
Así comenzaron a generar el vínculo. Las llamadas pactadas por el programa eran dos por semana, pero a medida que el interés de una por la otra nació se convirtió en una charla de amigas.
“Cuando la notaba muy triste trataba de mostrarle la parte positiva de su vida y ella se mostraba receptiva. Creo que alguna vez logré sacarla de esa situación y hacerla ver todo el potencial que tiene”, asegura Edith que siempre dejó que su amiga fuera la primera en tomar la palabra. Ella trabajó como coordinadora de una escuela de nivel inicial y le falta poco para terminar la carrera de coaching. Además es licenciada en gestión educativa. “Siempre estuve en el vínculo con el otro, es algo que tengo afinado y creo que lo importante es saber escuchar para saber responder. Doy gracias porque siento que aporté un granito en esta etapa tan dura en su vida”.
“Mi vida es para escribir un libro”: la historia de Juana Leszcz
“¡No fue nada fácil! Tuve una vida muy sacrificada, con momentos lindos, pero la mayoría fueron de sacrificio. Llegué a tener hasta tres trabajos y desde muy jovencita, y aún así nunca pude comprarme nada... Como siempre digo ‘Ni la cuchita para el perro pude tener’”.
Con la voz entrecortada, Juana repasa su vida y no puede evitar emocionarse al saberse vencedora de tantas adversidades. “Trabajé 45 años rodeada de personas. No me gusta estar sola, por eso me costó tanto pasar la cuarentena”, admite y envuelta en su melancolía, cuenta: “Empecé a trabajar a los 9 años cosiendo botones de camisas; a los 13 trabajé en una metalúrgica con unas chicas del barrio donde levantábamos bolsas de remaches de unos 100 kilos, trabajábamos con balancines y teníamos que cortar mil remaches por hora... Después trabajé con elementos navales y más tarde entré a una fábrica textil que hacía billeteras finas. Y mientras hacía esos trabajos, por la noche estudiaba corte y confección”.
Mientras cursaba y aprendía el oficio de la costura, sus manos llamaron la atención de una de sus docentes: “¿Por qué tenés grasa en los dedos?, me preguntó una de las profesoras y le conté el trabajo que hacía y que todo lo que manipulaba tenía grasa... Y viendo mis habilidades con el bordado y la costura me llevó a la textil... Yo le decía que tenía que trabajar porque era miembro de una familia humilde y trabajar era la única manera de ayudar en casa. Durante muchos años fui tallerista, pero cuando empezaron a entrar esos productos importados por $2 el taller se fundió”, recuerda.
Cuando ese taller de billeteras cerró, Juana (ya casada y con su hija) compró su propia máquina de coser. “Empecé a hacer lencería fina y pude tener mi propia clientela, pero a los 42 años mi hija me convenció para estudiar la carrera de Podología porque se apenaba de verme cosiendo pasadas las 2 de la mañana, así que le hice caso y me anoté en la UBA donde me recibí. Trabajé de eso mucho tiempo hasta que un día ¡zaz! ¡Se me quebró la cadera!... Desde entonces todo se fue complicado: quedé sola y como pude me jubilé”.
El dolor que siente Juana es por sentir que perdió su independencia económica y que su cuerpo ya no es el mismo. “Tengo achaques”, admite con pena y reitera: “Ahora necesito ayuda, pero no sé a quién recurrir. Tengo que tomar remedios que son caros, algunos los cubre PAMI, eso más los gastos del alquiler suma mucho”.
Edith la escucha atenta y reflexiona: “A veces con una pequeña acción se ayuda mucho a otra persona aunque uno crea que no y sentir que estás realmente ayudando genera una gran satisfacción y no implica mucho: es un llamado, dedicarle media hora o 10 minutos o el tiempo que la otra persona necesite, dos tres veces por semana, nada más. Uno no sabe lo que puede evitar y generar con solo un llamado”.
Seguí leyendo: