“¡Guerra a la mafia!” El grito de Alfredo Villegas Oromí, un integrante de la Legión 25 de Mayo, se escuchó en medio del imponente silencio de la multitud reunida en la estación de Retiro para recibir los restos de Abel Ayerza. Era el 23 de febrero de 1933 y después de cuatro meses de incertidumbre el misterio que tenía en vilo a la Argentina alcanzaba un trágico esclarecimiento: el joven secuestrado por un grupo de mafiosos sicilianos había sido asesinado a pesar del pago del rescate exigido a su familia.
Abel Ayerza tenía 24 años, estudiaba medicina y pertenecía a una familia tradicional de Buenos Aires. “La Providencia le había otorgado la plenitud de sus dones: alma pura, sangre limpia, nombre ilustre, mente clara”, según el discurso que le dedicó el escritor Enrique Loncán en el cementerio de la Recoleta. La indignación ante su asesinato fue potenciada por un contexto político marcado por el auge del nacionalismo xenófobo y el consenso respecto a que las leyes eran insuficientes para reprimir el delito.
“El caso Ayerza constituye un momento importante en la historia de la relación entre opinión pública y mundo jurídico”, dice la historiadora Lila Caimari en Mientras la ciudad duerme, un ensayo sobre el orden social en Argentina entre 1920 y 1945. Fue el suceso que impulsó el proyecto de incorporar la pena de muerte al código penal, con la aprobación del Senado y el apoyo de Manuel Iriondo, ministro de Justicia del entonces presidente Agustín P. Justo.
La “guerra” que exigió Villegas Oromí, simpatizante del fascismo como el propio Ayerza, no fue una declaración aislada: al día siguiente, el jefe de policía de Buenos Aires, Luis García, anunció “una campaña de limpieza de mafiosos” que entre otras derivaciones provocó la expulsión del país de Juan Galiffi, Chicho Grande, “el Al Capone criollo”, según la prensa de la época.
El secuestro y la negociación
Ayerza pasaba unas vacaciones en El Calchaquí, la estancia que su familia tenía a 20 kilómetros del pueblo de Marcos Juárez. Había viajado con dos amigos, Alberto Malaver y Santiago Hueyo, hijo de Alberto Hueyo, ministro del interior del presidente Justo.
En las primeras horas del 23 de octubre de 1932, cuando volvían de Marcos Juárez junto con el mayordomo Juan Andrés Bonetto, los jóvenes observaron un vehículo estacionado contra la tranquera y un hombre en el camino que les hacía señas con una linterna. Al detenerse fueron reducidos por un grupo integrado por los sicilianos Santos Gerardi, Romeo Capuani, Juan Vinti y José Frenda, los tres primeros radicados en Rosario y el último en el pequeño pueblo de Chilibroste.
Gerardi llevaba la voz de mando. “Mañana llegará una carta a la estancia donde se exigirá el precio por el rescate, que deberá ser entregado en el lugar indicado”, anunció, antes de dejar maniatados al mayordomo Bonetto y a Malaver y de llevarse a Ayerza junto con Hueyo hacia Corral de Bustos, donde los esperaban otros cómplices, Vicente y Pablo Di Grado.
Los Di Grado tenían una verdulería y eran conocidos en el pueblo como trabajadores honestos, aunque habían llegado a la Argentina en 1924 escapando de la policía de Italia que los perseguía como mafiosos. La reputación local los volvía insospechables para la misión que les asignó Gerardi: esconder a Ayerza mientras negociaban el pago del rescate.
En la madrugada del 24 de octubre, los mafiosos liberaron a Hueyo cerca de Rosario. El hijo del ministro llevaba una carta redactada por Ayerza para su madre, Adela Arning, más tarde incorporada por el expediente judicial. “Un consejo que les doy encarecidamente es que en ningún momento se olviden de ponerse en el caso nuestro. Lo que hay que hacer es pagar sin titubeos y no dar absolutamente ninguna publicidad ni a la gente ni a la policía pues eso podría costarnos muy caro. No se dejen influenciar por los entendidos que dicen que no se debe pagar. Paguen enseguida, inmediatamente, no se metan con la policía”, suplicó Ayerza.
Pero el secuestro trascendió de inmediato a la prensa y a las policías de Córdoba, Santa Fe y Buenos Aires. Los mafiosos pidieron 120 mil pesos como rescate y exigieron que el encargado del pago viajara durante cuatro días consecutivos entre Rosario y Marcos Juárez en un auto distinguido con una bandera argentina en el radiador. La repercusión periodística, los procedimientos policiales tan espectaculares como inútiles y también el mal tiempo -una fuerte lluvia dejó intransitable el camino- frustraron el encuentro y obligaron a un cambio de planes.
El 27 de octubre Ayerza redactó otra carta en el sótano de la verdulería de los Di Grado, donde lo mantenían cautivo. Esta vez se dirigió a un amigo, Horacio Zorraquín, para evitar la vigilancia policial que rodeaba a la madre y a sus tres hermanos. Si en la nota anterior trataba de llevar tranquilidad a su familia, ahora confesaba su desesperación: “Hace 4 días que estoy secuestrado en un lugar donde nadie sabe ni sabrá nunca adonde estoy. Es inútil que trabaje toda la policía pues no me encontrará. (…) Ahora vamos a cambiar el sitio adonde se entregará la plata. Cumple todo esto al pie de la letra y ten en cuenta que peligra seriamente mi vida. Si no hubiera sido por el escándalo que han metido con la policía ya estaría en casa. Por favor Horacio querido hacé que salga de este lío pues me vuelvo loco”.
A continuación transcribió las instrucciones de los mafiosos. El rescate debía ser pagado por dos personas en Rosario, el 30 de octubre. Los encargados de llevar el dinero tenían que salir a pie a la una de la tarde desde la esquina de San Martín y Ayolas, en la zona sur de la ciudad, “hasta el punto donde termina el adoquinado” y volver al punto de partida; a las siete de la tarde repetirían el recorrido. “Llevarán en el bolsillo del saco pañuelo blanco de seda bien a la vista. Los secuestradores se les acercarán y preguntarán ¿ustedes deben entregar algo? A esta pregunta, ustedes entregan el dinero y se van tranquilos a casa”, escribió Ayerza. Fueron sus últimas palabras.
Un crimen secreto
El 29 de octubre llegó a Marcos Juárez una brigada de la policía porteña encabezada por el comisario Víctor Fernández Bazán para colaborar en la investigación. La única pista era que los secuestradores hablaban un castellano atravesado con acento italiano, “probablemente siciliano”, por lo que los procedimientos apuntaron hacia la población de ese origen. Entre los detenidos cayeron los chacareros Anselmo Dallera y Pedro Gianni y el peón Carlos Rampello, cómplices de los secuestradores.
Vecino de la estancia El Calchaquí, Pedro Gianni había aportado la información para el secuestro y aconsejado la elección de Ayerza antes que las de unos comerciantes de Marcos Juárez y de Leones que también estaban en la mira, además de alojar en su chacra al grupo de Rosario la noche anterior al secuestro. Tanto él como Dallera, sin embargo, fueron descartados como sospechosos por falta de antecedentes, mientras que Carlos Rampello, cuñado de José Frenda, fue sometido a torturas e hizo una declaración en que mezcló datos ciertos sobre el secuestro con otros inventados, o agregados por la policía, lo que terminó por invalidar su testimonio.
Mientras crecían las dudas y las críticas hacia la intervención policial, el 30 de octubre Horacio Zorraquín y Mario Peluffo, otro amigo de Ayerza, entregaron el rescate según las instrucciones recibidas a Salvador Rinaldi, también siciliano y parte de la banda. Los 120 mil pesos fueron pagados en billetes de a cien, cuya numeración fue aportada más tarde a la policía y permitió rastrear parte del botín.
Graciela Marino, ahijada de Rinaldi, envió un telegrama a Anselmo Dallera, en Corral de Bustos, con el mensaje en clave “mandeme el chancho urgentemente”. Era la orden para liberar a Ayerza. Pero Dallera estaba todavía preso y el telegrama fue recibido por su mujer, quién no entendió qué quería decir.
Una versión popular sostiene que en algún punto de la cadena el mensaje cambió a “maten el chancho” y el crimen se habría debido a ese equívoco. Según la reconstrucción judicial, los Di Grado temían ser descubiertos después de la captura de Dallera (quien sin embargo no habló y se perdió definitivamente de vista al ser liberado) y además estaban convencidos de que Ayerza identificaría el lugar.
Ayerza fue asesinado el 1° de noviembre de 1932 en el mismo sótano donde lo tenían cautivo. Los Di Grado lo enterraron primero en zona rural de Corral de Bustos y después trasladaron sus restos a un paraje cercano a Chañar Ladeado, en la provincia de Santa Fe.
El crimen quedó por el momento en el secreto. Los secuestradores no volvieron a comunicarse y hacia fines de año el caso empezó a perder espacio en la prensa y en la atención pública ante la falta de novedades.
Una investigación de incógnito
Los secuestros extorsivos no eran una novedad. Los antecedentes se remontaban a principios de siglo, pero adquirieron creciente intensidad a principios de la Década Infame, con los casos del comerciante Florencio Andueza (Venado Tuerto, 1930), los jóvenes Carlos Nannini y Julio Gironacci (Arroyo Seco, 1931) y el médico Jaime Favelukes (Buenos Aires, 1932). El 1º de febrero de 1933, en Rosario, fue liberado Marcelo Martin, hijo de un empresario yerbatero y presidente de la Bolsa de Comercio local, y el episodio reabrió los interrogantes sobre la suerte de Ayerza.
Marcelo Martin había sido secuestrado un día antes por otro grupo mafioso que respondía a órdenes de Juan Galiffi y que embolsó cien mil pesos por su liberación. Adela Arning, la madre de Ayerza, hizo su primera declaración pública y reveló entonces el pago del rescate y la falta de noticias sobre su hijo.
La investigación estaba paralizada por los recelos entre las policías provinciales. La policía y sectores políticos de Santa Fe, en particular, estaban sospechados de proteger a los mafiosos y en poco tiempo, entre otros datos comprometedores, saldrían a la luz los contactos de Galiffi en el radicalismo alvearista y el vínculo de mutua colaboración entre José La Torre -mano derecha del capo Francisco Marrone, alias Chicho Chico- y Félix De la Fuente, jefe de la división de investigaciones de la policía de Rosario.
La familia Ayerza acudió a la policía porteña y a sus contactos en el gobierno nacional. En la primera semana de febrero de 1931 se conformó una comisión secreta, integrada por Fernández Bazán, su auxiliar Cayetano Bruno y Miguel Ángel Tentorio, un civil vinculado a grupos de choque de la Liga Patriótica. Los tres viajaron a Rosario, “la principal sede mafiosa”, según la definición de Simón Samburgo, colaborador de Galiffi que terminó por aportar datos a la justicia.
Los tres investigadores viajaron a Rosario junto con Horacio Ayerza, hermano mayor de Abel, y a través de un contacto de la policía local se reunieron con Carmelo Vinti -hermano de Juan Vinti- y José La Torre. Se trataba de personajes con influencia en el ambiente de la mafia: Carmelo Vinti era custodio del abogado Claudio Newell, intendente de Rosario en 1921 y diputado nacional entre 1924 y 1928, quien más tarde asumió la defensa de Juan Vinti y Romeo Capuani en el proceso; La Torre había visitado a Rampello mientras estaba detenido, para que no hiciera más declaraciones, y se había encargado de repartir el rescate del secuestro.
La Torre y Vinti fueron detenidos de manera ilegal -sin orden judicial y sin que su captura quedara registrada-, trasladados al Departamento Central de Policía, en Buenos Aires y sometidos a torturas durante una semana. Vinti murió a causa de los apremios, pero antes reveló que Ayerza había sido asesinado y estaba enterrado “en unos maizales” cerca de Corral de Bustos.
El 21 de febrero la policía detuvo a los hermanos Di Grado y al día siguiente halló el cadáver de Ayerza. Los responsables del secuestro se habían dispersado con diversos rumbos: Santos Gerardi fue apresado en Bahía Blanca; Romeo Capuani, Juan Vinti y José Frenda en la casa de José Ruggenini, un periodista rosarino que oficiaba de soplón de la policía; Salvador Rinaldi, su pareja María Sabella de Marino y su ahijada Graciela Marino, llamada “la flor de la mafia”, en Rosario; Pedro Gianni, en Marcos Juárez.
La indignación y el morbo
“El verano argentino de 1932-1933 es el verano del caso Ayerza. De todos los episodios cubiertos hasta entonces por el periodismo policial, ninguno ha capturado la atención del público por tanto tiempo como la del joven aristócrata secuestrado y asesinado por las mafias sicilianas establecidas en Rosario”, recuerda Lila Caimari en Mientras la ciudad duerme. El interés y la incertidumbre no excluyeron referencias bizarras, como la consulta a médiums y videntes, la “investigación” de la carta natal de Ayerza en busca de pistas y el anuncio en la portada del diario Crítica de que “Júpiter salvará al joven secuestrado”, dicho por un astrólogo.
En Retiro, según una crónica del diario La Nación, “representantes oficiales, personalidades de nuestros círculos sociales, universitarios y deportivos, altos jefes del ejército, amigos del extinto, mujeres y hombres del pueblo” recibieron los restos de Ayerza. El velatorio congregó a otra multitud y los discursos durante la inhumación en el cementerio de la Recoleta tuvieron un alto contenido político: los oradores exigieron la expulsión de “extranjeros indeseables” –un rótulo que incluía tanto a delincuentes como a militantes anarquistas y comunistas- y el endurecimiento de las penas.
El Congreso Nacional ya debatía una reforma del Código Penal para incluir la expulsión de extranjeros “en estado peligroso” y la pena de muerte. El proyecto era una consecuencia de la indignación pública y si bien alcanzado a ser aprobado por la Senado, en la cresta de ese clamor, se diluyó durante su tratamiento en la Cámara de Diputados y quedó sin aprobar. Por su impacto y sus efectos sociales, el secuestro y crimen de Ayerza puede ser visto como una prefiguración del caso de Axel Blumberg, en 2004; a partir de su trágica historia, por otra parte, la palabra chancho se incorporó al argot del hampa para designar a la víctima de un secuestro.
Si bien no obtuvo sanción legislativa, la práctica judicial y policial de la época legalizó de hecho las expulsiones de “indeseables”, iniciadas en la Década Infame con muchos de los acusados en el proceso a la Zwi Migdal, la organización prostibularia, en 1930, y continuadas, entre otros casos, con Juan Galiffi, deportado a Italia en 1935. También las ejecuciones y muertes en interrogatorios bajo torturas resultaban corrientes, como ocurrió con Carmelo Vinti, cuyo cuerpo no fue entregado a sus familiares.
La unidad del grupo mafioso estalló mientras tanto bajo la presión de la investigación judicial y del clamor público. Los Di Grado le atribuyeron el asesinato a Juan Vinti y trataron de reducir su rol al de simples custodios. Los careos en los tribunales de Villa María terminaron literalmente a las trompadas. Las peleas siguieron en la cárcel de Córdoba, donde Vinti mató a cuchilladas a José Frenda, el 8 de febrero de 1937.
Los testimonios comprometieron particularmente a Vicente Di Grado: “Si no tenemos éxito hay que matar a Ayerza, para que no se rían los de la otra barra”, habría dicho en alusión a un grupo mafioso rival; “hay que amasarlo”, insistió ante Vinti; la esposa de Dallera le mostró el telegrama con el mensaje “manden el chancho”, pero no le hizo caso.
En 1937 el juez Luis Agüero Pacheco condenó a prisión perpetua a La Torre, los hermanos Di Grado, Gianni, Vinti, Capuani y Gerardi; Salvador Rinaldi fue expulsado del país; María Sabella recibió 20 años de prisión y Graciela Marino 12 años; Carlos Rampello terminó absuelto. El fallo ordenó además el embargo de los bienes de los condenados y la confiscación de los peculios que percibían en la cárcel, como indemnización a la madre de Ayerza. El golpe más audaz de los mafiosos de origen siciliano en Argentina significó también su final.
La indignación pública, sin embargo, no excluyó la curiosidad morbosa y una insólita explotación comercial: “Los familiares de los mafiosos Di Grado -informó el diario La Capital, de Rosario, el 4 de marzo de 1933- cobran 20 centavos para visitar el sótano donde estuvo encerrado Abel Ayerza. Acompañan también al público a la quinta donde se enterró la ropa. Ha desfilado ya todo el pueblo por la casa de los Di Grado”.
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