El cuerpo yacía en el silencio de la capilla de Sinsacate, una de las postas perdidas en el norte cordobés, a la vera del Camino Real, que llevaba al Alto Perú. El muerto, rescatado en camisa y calzoncillos, tenía un disparo en el ojo izquierdo y un corte profundo en la garganta. Lo habían degollado. Un golpe, inútil, hecho posiblemente con un palo en el cráneo, se lo hicieron cuando ya había pasado al otro mundo.
Juan Facundo Quiroga, de 46 años cumplidos en noviembre, no tenía el aspecto del bravo e implacable caudillo que aterrorizaba con su presencia, del que “no se detiene en ningún respeto, lo atropella todo”, como escribió el gobernador Estanislao López. Estaba irreconocible. Se había cortado el cabello y tenía el cuerpo demasiado maltratado por un reumatismo deformante que hacía tiempo sufría, que ya lo había obligado a conducir a sus tropas en la batalla del Chacón desde una carreta. El propio Juan Manuel de Rosas le había recomendado, para aliviar los dolores, frotarse las extremidades con ajo machacado, polvo dulce de mercurio y aceite.
Ahora era velado, casi en soledad, en una capilla perdida, levantada por los jesuitas, tal vez por no tomar en cuenta “los anticipados ruegos y convencimientos de sus mejores amigos”, como señaló el general José María Paz. Todos le advirtieron que iban a matarlo. Pero él, eterno supersticioso y creyéndose invencible, no hizo caso.
Conspiraciones aparte sobre si el propio Rosas ordenó su muerte, o si fue obra del santafecino Estanislao López, el papel de los hermanos Reinafé, ese cadáver sería el inicio de varias leyendas, entre las que se cuentan que fue enterrado de pie, que solo así un hombre puede presentarse ante su Creador; que le habían puesto un sable en sus manos, que junto a él estaban los restos de su esposa, y que todo estaba indicado en un testamento que nunca nadie vio pero que todos dicen que existe.
Pedro Luis Figueroa, juez de paz y dueño de la posta de Sinsacate, que funcionaba desde 1762, era un joven de 29 años acostumbrado a vivir en un lugar en el que poco ocurría. Esa misma tarde del 16 de febrero de 1835 supo de lo acontecido no muy lejos de allí, en Barranca Yaco, gracias al correo Agustín Marín y al puntano Santos Funes, asistente de Ortiz, que cabalgaban retrasados y presenciaron la tragedia amparados en la espesura del monte. Organizó una partida de ocho hombres e hizo traer los cuerpos de Juan Facundo Quiroga, de su acompañante, el coronel José Santos Ortiz, ex gobernador de San Luis y cuñado de Vélez Sarsfield, que murió de una herida de bala en el vientre, y del correo José María Lueges.
Al resto se lo enterró al día siguiente en el lugar donde fueron asesinados. Incluido al postillón José Luis Basualdo, de 12 años, hijo del maestro de la posta de Ojo de Agua, que lo habían subido para que fuera aprendiendo el oficio. No debían dejar testigos.
Los asesinos de Quiroga se llevaron todo su equipaje para simular un robo de salteadores de caminos: ropa, mantas, su cama, un jarro y cucharas de plata. También su reloj, cuatro bolsas con oro y plata, un par de pistolas y una carabina nueva. Con el resto hicieron lo mismo.
De la ciudad de Córdoba, llegó a Sinsacate el doctor Enrique Mackay Gordon, un médico escocés que hacía nueve años vivía en el país. Lo hizo acompañado de un escribano. Lavó con vinagre el cuerpo maltrecho del riojano, lo colocó en un ataúd construido en el lugar a las apuradas y lo cubrió con polvo de cal. Al día siguiente, con una custodia de 25 hombres, se lo llevó a la capital de la provincia.
Recibidos los despojos por las autoridades provinciales, cómplices intelectuales del crimen, fue enterrado al pie de una higuera en el cementerio de los Canónigos, que ya no existe, pegado a la iglesia catedral. Quiso el destino que su asesino, Santos Pérez, fuera encerrado en el ala sur del cabildo, justo frente a la tumba del riojano. Y que el tiempo en que permaneció allí, fueron frecuentes sus ataques de pánico para ser alejado de allí.
Su viuda, María de los Dolores Fernández, con quien se había casado en 1814 y le había dado cinco hijos – María del Corazón de Jesús, José Norberto, Juan Ramón, Mercedes y Juan Facundo- reclamó en 1836 los restos para ser inhumados en la ciudad de Buenos Aires.
El 7 de marzo de ese año, la urna forrada en plomo con sus huesos llegó a San José de Flores. Estuvo en la iglesia hasta que el 13 de diciembre fue enterrado en el Cementerio de la Recoleta, en un sitio que el paso del tiempo y la ausencia de registros no permite señalarlo con precisión. Así permaneció hasta 1869.
Ese año su hija Mercedes, casada con Antonio Demarchi, primer cónsul de Suiza en el país, mandó construir una bóveda, coronada por una Dolorosa, una escultura encargada al italiano Antonio Tartardini, cuyo rostro está inspirado en el de la esposa de Quiroga. La lápida decía: “Brigadier General Don Juan Facundo Quiroga. Q.E.P.D. Murió en Barranca Yaco el 16 de febrero de 1835. Su familia le dedica este recuerdo. Luchó toda su vida por la organización Federal de la República Argentina. La historia imparcial le hará la justicia debida”.
En 1870 fue depositado allí. ¿Fue enterrado de pie? ¿Está en un ataúd o en una urna? ¿Lo ocultaron detrás de una pared?
¿Qué pasó con los restos del Tigre de los Llanos?
Desde que se colocaron sus restos en 1870, la bóveda recién volvió a abrirse en 1920 para otro entierro. La inspección ocular que hizo el 26 de marzo de 2004 un equipo liderado por Daniel Schávelzon, un reconocido experto en arqueología en Buenos Aires, fue desalentadora: las cuatro urnas de madera y nueve ataúdes con que se encontraron convivían con insectos, gusanos, caracoles, agua, y huesos desparramados en el suelo, tal como señala en el libro “Las muertes del caudillo. La tumba de Facundo Quiroga”.
La leyenda dice que el féretro había sido ocultado tras una pared falsa. Cuando Juan Manuel de Rosas falleció en su exilio inglés de Southampton el 14 de marzo de 1877, viejos partidarios federales quisieron hacerle una misa. Sus opositores no habrían tenido mejor idea que ir a la Recoleta a tomársela con la bóveda de Quiroga y con todo lo que oliese a federal. Pero nada pudieron hacer tal vez porque los atacantes no tomar en cuenta que ese día la necrópolis estaba cerrada.
Aseguran que la escultura de la Dolorosa tiene marcas en su cuello, porque en una oportunidad intentaron enlazarla para derribarla.
Posiblemente eso motivara a la familia a tomar medidas para resguardar los restos del caudillo. Y que el único modo de ocultar el ataúd fuera colocarlo de pie, porque era la única posición en que se podía acomodar.
Los especialistas recurrieron a un geo radar, con el que revisaron paredes y pisos. Detectaron un posible hueco en una de las paredes. Y el 9 de diciembre de 2004 efectuaron un agujero de diez centímetros de diámetro. Como notaron que algo había, se hizo una abertura más grande.
Apareció un ataúd de cobre, verdoso, con las juntas soldadas con plomo, con una cruz que contenía a un Cristo. A su lado, parada, otra cruz, trabajada a mano, que los especialistas identificaron como perteneciente a la segunda mitad del siglo XIX, con un corazón de chapa de hierro en su centro.
Ese corazón tenía una leyenda, pero la profunda corrosión aún hace ilegible esa inscripción.
Cuando se rompió la pared, notaron que la mampostería correspondía al siglo veinte, lo que abre un amplio abanico de interrogantes. Quizás no fue colocado allí en el siglo XIX, sino en pleno siglo XX. ¿Qué motivó colocar ese ataúd ahí? ¿Quisieron resguardar los despojos ante la posibilidad de que fueran objeto de alguna represalia política? ¿Cuándo lo hicieron?
Schávelzon aventura que algún evento político por 1940 o quizás años después, haya alertado a algún familiar, que decidió emparedarlo, ocultarlo y alejarlo de posibles venganzas.
Y lo más importante: ¿los restos que contienen ese ataúd de cobre sin nombre son los de Facundo Quiroga? Falta el visto bueno de la familia para hacer estudios de ADN a esos restos y despejar cualquier duda.
Todo parece que sí, pero el arquitecto Schávelzon, según afirmó a Infobae, insiste en realizar las pruebas científicas para descartar cualquier duda. El corazón de chapa, luego de ser analizado, había quedado en custodia en Patrimonio Histórico del gobierno porteño y la familia lo reclamó. El arqueólogo desmiente que haya un corazón con la leyenda “Quiroga, muerto en febrero”.
Por años se mantuvo la costumbre de los viajeros que, al pasar por Barranca Yaco, se descubriesen y rezasen una plegaria en respeto a los que allí habían sido masacrados. Pobre Facundo, como si el tiempo no hubiese pasado: las divisiones políticas y esas insólitas antinomias demuestran que, en Argentina, es muy difícil descansar en paz.
Fuente: Las muertes de un caudillo. La tumba de Facundo Quiroga, de Daniel Schávelzon y Patricia Frazzi.
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