“Yo estaba en mi local, eran las seis y media, siete de la tarde, después de las dos me iba para la cerrajería, todos los días. Veo entrar a tres compañeros y pensé en algo de rutina, que venían a encargarme un trabajo o a retirar algo. Me miran y me dicen: ‘Prepará el bolso, cerrá y vení’. ‘¿Adónde?’ ‘Vos prepará el bolso’. Pregunto: ‘¿Qué herramientas llevo?’ ‘El bolso con todo lo que tengas’, me dicen. ‘Tenés que viajar al Sur’. Le digo: ‘Vos me estás cargando’. ‘No -me dice-, vamos a la dependencia que te están esperando’. Cerré y me fui con ellos al Departamento Central, en la calle Moreno”. Así empieza su relato Alberto Iazurlo.
El cerrajero, hoy jubilado, recibió a Infobae en su casa para contar esta historia a la prensa por primera vez. Un episodio que hasta ahora había mantenido como anécdota familiar, de esas que se evocan una y otra vez en los almuerzos domingueros, y de la que conserva algunos recuerdos en el salón del dúplex de Villa Luro donde vive. Las paredes están llenas de testimonios de ese viaje y del oficio de cerrajero que dejó hace 15 años: entre otras cosas, una colección de llaves y candados, el diploma que le dio el Senado y una foto tomada en la gobernación de Malvinas junto al general Mario Benjamín Menéndez, que fue el gobernador de las islas desde el desembarco hasta el final de la guerra.
Aquel 10 de abril de 1982, cuando llegaron a Moreno, estaba toda la cúpula de la Policía Federal. “El jefe de policía, que entonces era un general del Ejército [N. de la R: Luis Santiago Martella], y los superiores que le seguían. Y ahí me informan que tenía que viajar a Malvinas”.
En ese momento conoció al que sería su compañero de viaje, también cerrajero en la Policía, pero que revistaba en otro sector: Julio José Derito.
¿Qué tenemos que hacer?, ¿qué hay que llevar?, ¿qué vamos a tener que abrir?, preguntaban los cerrajeros. Pero fue poco lo que les pudieron informar. “De allá no sabían qué decir, porque ellos no veían nada. Todo lo que había estaba adentro de una bóveda. Nos dijeron: ‘No podemos ver porque no podemos entrar’. La bóveda que querían abrir estaba en la casa del gobernador que era también la sede de la gobernación de la isla”.
Al día siguiente tenían que presentarse en Aeroparque. Cargaron dos o tres bolsos con todas las herramientas que podían llegar a necesitar.
Así empezó un viaje discreto cuyo destino y objeto no pudieron comunicar ni siquiera a sus familias. “Me voy a Bahía Blanca”, le dijo Alberto Iazurlo a su esposa. Sin embargo, ella se enteró de dónde estaba él realmente, de un modo casual, por una infidencia involuntaria.
Enfrente de la casa de los Iazurlo vivía un matrimonio cuyo hijo estudiaba en el Colegio Militar. “En una clase -cuenta Alberto- uno de los profesores anuncia que dos cerrajeros de la Policía habían viajado a la isla, que los estaban esperando porque nadie había podido abrir las cajas de seguridad de la gobernación. Dos cerrajeros de la Policía Federal están comprometidos para ir, contó el profesor. Ahí se entera mi señora por la vecina de que yo había viajado a la isla, no a Bahía Blanca”.
Era fácil deducirlo: Alberto Iazurlo era auxiliar superior de 4a de la Superintendencia de Interior de la Policía Federal; allí desempeñaba su oficio de cerrajero. Su inesperado viaje al sur no podía tener otro objeto más que ese.
Las comunicaciones con la isla se hacían mayormente por radio de modo que, durante su estadía en Malvinas, la familia casi no tuvo noticias. Eran otros tiempos, de llamadas mucho más esporádicas, cuando todavía los celulares no habían creado la costumbre -o la manía- de contactarse todo el tiempo.
Desde Aeroparque partieron en un avión de la Policía Federal hacia Bahía Blanca, donde hicieron una escala técnica de tres horas. “Ahí estaban todos los Pucará, que después vi allá en la isla, estaban todos ahí estacionados. Salimos de vuelta, volando sobre el océano, a lo largo de la costa hasta Comodoro Rivadavia. Allí fuimos a la delegación de la Federal a pasar la noche para salir hacia Malvinas al día siguiente”, recuerda Iazurlo.
El viaje de tres horas hasta la isla se hizo en un Fokker F-28 y de noche; un vuelo rasante para evitar ser detectados. El avión llevaba armas y otras pertrechos hacia las islas. Y también dos pasajeros insólitos considerando el contexto: una mujer de Malvinas que regresaba a la isla con su hijo, al que había traído para una consulta y asistencia médica. “Eran de la isla, pero se iban a curar a Comodoro”, dice Iazurlo.
Una cooperación hasta aquel momento frecuente del continente con Malvinas que la guerra dejó atrás y que lamentablemente no se ha podido reconstruir aún.
“De la base se comunican con el gobernador. ‘Llegó la gente que estaban esperando’. Nos vinieron a buscar con un jeep y nos llevaron a la gobernación. Ahí estaba Menéndez, charlamos con él a solas. Nos dio la instrucción de que solo debíamos reportarnos a él, exclusivamente. A nadie más. Nos llevaron al hotel. A la mañana siguiente, ocho y media, ya estábamos en la gobernación”.
Allí vieron finalmente lo que había que traspasar: un cuarto sellado, con paredes de concreto y puerta blindada como las de los tesoros de los bancos. “Era como si fuera esto -dice Iazurlo, abarcando con las manos el salón-, todo de cemento armado. Un cuarto blindado digamos. Empezamos a ver por dónde podríamos entrar porque la puerta no la podíamos abrir. Vimos que había una ventanita cerca del techo, como una ventilación, con rejas”.
Ni soplete había a disposición. A los kelpers no podían pedirles nada. Evidentemente los militares no habían previsto antes que iban a encontrarse con esa bóveda, reflexiona Iazurlo, “porque nos tuvieron que llamar después del desembarco, cuando ya toda la isla estaba controlada”.
“Me sorprendí, claro, cuando me vienen a buscar y me dicen ‘tenés que ir a abrir cerraduras’. ‘¿Cerraduras hasta la isla?’, les decía yo. ‘Y sí, te están esperando’. Palabra eh…”, comenta risueño.
“Nosotros habíamos llevado una sierra, una sierra común. Tras varias horas de trabajo, logramos limar tres o cuatro barrotes. Y ahí entra mi compañero, que era más delgado que yo. Sube, se tira y cae en un canasto que estaba lleno de papeles….” Eran los documentos sensibles que los ingleses alcanzaron a triturar en ese cuarto que albergaba varias cajas fuertes y armarios bajo llave, además de las máquinas teletipo y sus decodificadores.
Una vez adentro, Derito pudo abrir la puerta del cuarto que en su interior contenía otra bóveda. “Las cerraduras eran numéricas, como las que llevan las cajas fuertes, ese tipo de cerraduras. Y las puertas eran así [N. de la R: hace un gesto para ilustrar el grosor, de entre 20 y 30 centímetros]. Y al abrir esa había otra bóveda, pero ya estábamos adentro. Había una caja ahí, otra allá, otra acá, armarios, cajas, armarios, cajas, todo había que abrir”.
Durante los siguientes cinco a seis días, Iarzulo y Derito se dedicaron a abrir cada caja y cada armario y entregar el contenido al general Menéndez que ocupaba el despacho frente a la habitación secreta, separado apenas por un pasillo, y desde donde podía incluso supervisar el trabajo de los cerrajeros.
LA TRAMPA CAZABOBOS
“Un armario se nos complicó porque cuando mi compañero puso una tarjeta plástica entre la puerta y el marco, que se acostumbra a hacer eso, se dio cuenta de que había algo, era el hilo de una de esas trampas cazabobos… Se pone por dentro de la puerta un hilo o cable tensor que la atraviesa en diagonal y del que cuelga una granada. Cuando abrís la puerta, estalla”, explica Iarzulo.
De inmediato dieron aviso al gobernador que hizo venir a personal del equipo antiexplosivos del Ejército. “Ellos lo desactivan, mientras nosotros esperábamos afuera; efectivamente era un cazabobos. El único que encontramos”, agrega.
Algunas cajas estaban vacías, otras contenían casi exclusivamente documentación. Debía tratarse del archivo administrativo de la gobernación.
Durante el operativo, hubo un “acoso” de oficiales superiores que querían indagar sobre el contenido de las cajas abiertas.
“Había papeles, pero nosotros no nos poníamos a mirar -dice Iarzulo-. Todo lo que encontrábamos, al gobernador. Al gobernador. Exclusivamente a él”. Pero no faltaron los que quisieron hacer valer su influencia o sus jinetas para obtener información. “Venían, nos preguntaban… ‘Mire que soy el teniente tal’, ‘el coronel tal’. ‘Discúlpeme, pero nosotros sólo podemos informar al gobernador’...”, era el diálogo.
Finalmente, quedaba una última caja de dos puertas. De un metro y medio de ancho aproximadamente y dos de altura. “Con esa empezamos a las ocho de la mañana y terminamos de abrirla a las doce y media, una del mediodía. Todo con máquina de agujerear. Ya las mechas no daban más. No teníamos con qué afilarlas. No teníamos nada. Sólo las herramientas que habíamos llevado nosotros. Ahí encontramos un paquete envuelto en papel madera, atado. Vino el gobernador, lo abre en la oficina de él, nos lleva con él. Un almohadón de pana roja todo bordado con hilos de oro y el sello de la reina, por un aniversario que se cumplía ese año…”
“Un lunes nos volvimos para Comodoro. Ahí nos estaba esperando el Cessna que nos había llevado. Los tres pilotos que nos llevaron hasta ahí, que eran del Escuadrón Aéreo de Policía, querían viajar con nosotros, nos querían llevar con el Cessna, pero les dijeron que no, porque no iban a tener autonomía de vuelo. Porque el viento en contra arriba del océano era tremendo”.
El domingo previo al regreso, Alberto y su colega pudieron pasear un poco. “Nos pasamos el día recorriendo la base militar y otros lugares. El viento, sopla y sopla. En un sólo día se pueden tener las cuatro estaciones del año: amanece con lluvia, frío, levanta un poco de temperatura, vuelve a llover a la noche; al día siguiente es al revés. Y el frío se siente”.
El día del regreso, mientras esperaban para abordar el avión, empezaron a sonar las sirenas. Se apagaron las luces. “Los soldados corrían de un lado a otro. Carrera march, cuerpo a tierra, todo. Yo digo ‘la guerra’. Le digo a mi amigo ‘agarrá la máquina de agujerear’ -recuerda sonriendo- Era todo lo que teníamos. En eso veo que un oficial que estaba sentado enfrente escribiendo ni se movía. Seguía escribiendo, nos miraba a nosotros y se sonreía… Era un simulacro de combate… Y el oficial estaba escribiendo a su esposa. Me pidió el favor de llevarle en mano la carta, cosa que hice apenas volví”.
A Iazurlo le quedó la pena de no saber qué habrá sido de la vida de los cinco soldados que los asistían mientras trabajaban en la Gobernación. Se ocupaban también del correo que llegaba en forma incesante a la isla: pilas y pilas de cartas de aliento que los argentinos enviaban a los combatientes en Malvinas… Eran tantas, que en un momento decidieron que no podían procesarlas más, recuerda Alberto.
MUNDO POLICIAL Y UNA TUMBA PROFANADA
Les pidieron discreción sobre lo que habían hecho. De hecho, ni él ni Derito supieron qué contenían esos archivos. Disciplinadamente, remitían todo al Gobernador.
Pero años después, ya en democracia, la propia Policía rescató la historia. “Yo llego una mañana a la oficina, allá en Moreno, y me llaman los chicos de arriba, de la administración, y me dicen Beto, Beto, subí que saliste en la revista. Yo digo ¿qué revista?. Y resulta que era ésta, Mundo policial - recuerda entre risas- Y ahí publicaron la foto que nos habíamos sacado con Menéndez en la gobernación”.
Según el artículo, titulado “El rebelde tesoro colonial”, “algunos papeles que no habían llegado a ser destruidos” les revelaron a los militares argentinos que “los británicos tenían detectado perfectamente el potencial de nuestra flota y la ubicación de objetivos estratégicos”.
Tiempo después, a Julio José Derito lo volvió a cruzar la historia. Le tocó actuar como perito cerrajero en el caso de la profanación de la tumba y robo de las manos del general Juan Domingo Perón. Fue en 1987. En concreto, Derito tuvo que certificar la violación de uno de los portones del cementerio de la Chacarita, el que da a la calle Garmendia, por donde se presume escapó un vehículo sospechoso en la tarde del domingo 21 de junio.
El artículo en la revista policial sobre el viaje de los cerrajeros a las islas venía además con una sorpresiva reivindicación, algo que Iazurlo no se esperaba. De regreso de Malvinas, hizo el parte a sus superiores, y volvió a su trabajo de siempre, olvidándose del tema. “Ahí terminó todo”, dice. Pero no, faltaba un capítulo.
Señalando la fotocopia de la nota, enmarcada en la pared del comedor, explica: “Ahí hay un recuadro chiquito, donde dice que nosotros estábamos encuadrados como combatientes. La hija del comisario general, que es abogada, nos había hecho el trámite para certificar que estábamos encuadrados en esa ley (n° 23848), por haber estado trabajando dentro del teatro de operaciones”.
Se los consideró veteranos de guerra. En los años 90, el Senado de la Nación les otorgó dio un diploma y una medalla. Además de corresponderles la pensión como veteranos.
Cuando Derito y Iazurlo estuvieron en Malvinas, todavía no habían estallado las hostilidades. Fue el destino.
“Si en aquel momento, qué sé yo, se armaba revuelo - señala Alberto- me decían ‘dejá la máquina de agujerear, tomá el rifle’…. "
(FOTOS: FRANCO FAFASULI)
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