Recuerdo aún el salón angosto y profundo de La Giralda, su chocolate espeso y los mozos de blanco con delantal negro. Los churros acompañando por obligación, el vapor de las máquinas, las bandejitas de metal sonando contra las mesas y girando. Recuerdo los cafés cortados de La Paz, en Montevideo y Corrientes, la nostalgia de las personas silenciosas que ocupaban las esquinas, los bigotes pintados de tabaco, cuando se podía. Recuerdo las mesas y las sillas recubiertas de bronce en las puntas de las patas. El maxikiosco de la entrada, que llegó en los últimos años y también se fue. Recuerdo haber comprado ahí mismo varias aguas antes de entrar a un teatro, o un paquete de chicles.
Recuerdo el bullicio de los restaurantes, el modo en que al entrar te aturdían las conversaciones ajenas y parecía que sería imposible conversar de nada ahí, pero pronto ocupabas una mesa y era como si el resto se callara. Recuerdo ser uno más en el bullicio de los otros. Recuerdo la destreza con que los mozos se movían entre las mesas, las formas sorprendentes de abrir una cerveza. Recuerdo volver a la calle como quien salta a un río caudaloso y se deja llevar por la corriente, esa otra corriente de Corrientes que ya no tira, que ya no abruma, que ya no agolpa personas a la puerta de El Palacio de la Papa Frita o de Banchero.
Los recuerdos enumerados -apenas algunos de los que vienen a la mente de un tirón- pueden corresponder a casi cualquiera que haya pasado algunas tardes o noches de su vida caminando por la avenida Corrientes. Pero hoy esa caminata es muy distinta a lo que era. La pandemia, en algunos rincones del mundo, instaló la sensación de que cierto pasado es irrecuperable. Las puertas cerradas de algunos bares, las mesas desiertas de otros restaurantes, ciertos teatros ya no solo cerrados sino abandonados, dando refugio a familias que dejan allí sus colchones para pasar la noche.
“Es poco habitual trabajar de esta manera, por supuesto. Ya ves cómo está el salón. Nada que ver a cómo trabajábamos. Antes de la pandemia a la hora del almuerzo esto estaba lleno. Teníamos 60 o 70 cubiertos en el turno. Hoy no sé si llegamos a los 20 cubiertos, y eso que se movió más que otros días”, dice Ramón Velázquez, empleado desde hace 20 años en El Palacio de la Papa Frita (Av. Corrientes 1612).
Durante el 2001 también trabajaba en el restaurante, pero dice que no era parecido a lo que se ve ahora porque había movimiento en la calle. “La gente entraba, salía, se movía el salón aunque hubiera crisis… Hoy no y la verdad que es triste”, dice.
“Hubo momentos más difíciles que ahora igual, sobre todo cuando estábamos cerrados, al comienzo de la cuarentena. Estuvimos muchos meses cerrados y no podíamos tener delivery porque no rendía, no cubría el costo de abrir porque solamente el gas, por ejemplo, es un gasto muy alto, porque acá se usa mucho gas por el modo en que hacemos las papas, que lleva distintos calores, es muy especial”, cuenta.
Orlando -mozo hace 37 años en el salón- lo mira y asiente. Es de pocas palabras y fue quien nos recibió apenas entramos, con la felicidad fugaz de pensar que éramos clientes. Le explicamos que estábamos recorriendo la zona para una nota y nos presentó a Ramón. Para Orlando el salón vacío no solo es triste sino también complicado: gran parte de su salario se completa con las propinas, pero al haber tan pocas mesas no son significativas.
A una cuadra de ahí está Lalo de Buenos Aires, que desde el 2015 se hizo cooperativa y se mudó de vereda. Hoy está dentro del complejo del Paseo La Plaza, en la esquina de Montevideo y Sarmiento. Luciano es uno de los mozos y miembros de la cooperativa. Nos recibe apenas entramos al lugar. Las mesas de afuera (al menos 8 mesas) están vacías. Tienen sus manteles, sus platos, sus copas, pero nadie sentado frente a ellas. Dentro del salón, solo un comensal, un médico ya jubilado fanático de los buñuelos de acelga del lugar.
“Lo que estamos haciendo por ahora es no retirar sueldos. Es decir, estamos viviendo de las propinas diarias porque todo lo que vamos facturando lo dejamos para pagar los gastos. Así que juntamos todas las propinas en un pozo por turno y se reparte. Además al ser cooperativa no podemos recibir el ATP que ofrece el gobierno a las empresas”, explica Luciano.
Durante un almuerzo en la vida habitual servían entre 50 y 60 cubiertos. Hoy en promedio no llegan a 15 cubiertos por turno. A la noche, el número sube un poco más, pero tampoco cubre las necesidades. “Somos 10 los trabajadores de la cooperativa. Éramos más, pero algunos querían que no se siga, que se cierre, y otros queríamos seguir. Los que pensaban que había que cerrar, se fueron. Y ahora estamos viendo qué hacemos, porque el alquiler es alto y encima los teatros están trabajando con la cantidad de gente muy limitada, entonces eso detiene el movimiento”, dice.
El gran problema de la zona es que las principales industrias que generan el movimiento están paradas o trabajando de manera remota. “La zona es de estudios jurídicos, abogados, contadores… Pero ahora Tribunales está cerrado. Los bancos no atienden al público salvo por turnos. Y los que viven en el barrio no son tanto de comer afuera. Además hay menos teatro y no hay cines, entonces circula menos gente a la noche. No hay turistas en lo absoluto. La zona está muy golpeada en general”, explica.
Justo frente a Lalo está el restaurante Chiquilín, otro histórico de la ciudad. Su encargado es Carlos, que dice que lo peor ya pasó y cree que tarde o temprano la situación va a mejorar “aunque conociendo la historia del país, seguramente sea más tarde que temprano”, dice.
El salón de Chiquilín está un poco más vivo que los otros. Se ven al menos cinco o seis mesas ocupadas, lo cual no es poco para el panorama, aunque su capacidad es mucho más alta. De hecho, tiene todo un segundo piso repleto de mesas vacías. “El salón lo tenemos todo abierto, las ventanas, las puertas, y esto genera cierta confianza en la gente. Algo se mueve, pero nosotros trabajamos mucho con Tribunales, con los teatros, y con turistas. Las tres ramas están muy golpeadas, entonces estamos a un 40% de lo habitual”, dice Carlos, en coincidencia con Luciano.
De vuelta sobre la avenida Corrientes un clásico ineludible es la pizzería Banchero, que tiene dos sedes (en la esquina de Talcahuano y la de Montevideo). El encargado de la segunda es Federico, que trabaja ahí hace nueve años.
“La situación es lógica para un cuadro de pandemia. Este negocio estuvo cerrado siete ocho meses. Y la estamos remando porque todo cuesta el doble, pero poco a poco vamos levantando. No hay tanto consumo, las cosas salen carísimo, suben los alimentos, sube el combustible… Y nosotros tratamos de mantener los precios, pero es complicado”, dice.
Una de las principales modificaciones que tuvieron es el cambio en el menú. “Nosotros trabajábamos con menú ejecutivo, pero ya no tenemos más eso. Estamos trabajando con pizzas, empanadas, y tenemos algunas minutas como milanesas y omelette, pero el menú de siempre no está más. Pasa que no está todo el plantel completo trabajando. Banchero es una estructura muy grande, estamos acostumbrados a trabajar con mucha gente, con muchos clientes y con un equipo que labura al palo todo el tiempo. Pero bueno, ahora toca esto”, explica.
Un poco más hacia el Obelisco está otro clásico de clásicos, y acaso el restaurante con más movimiento que encontramos en la recorrida. Se trata, por supuesto, de Güerrin, famosa no solo por la calidad de sus pizzas y por estar desde 1932 en la ciudad, sino también por su decisión contundente de no hacer delivery para no perder la calidad de sus pizzas.
“Estuvimos siete meses cerrados durante la pandemia sin usar ningún método de venta. Ni delivery ni nada. Y aprovechamos ese tiempo para hacer cositas que teníamos pendientes, remodelarnos un poco y hacer cosas que no se pueden hacer cuando esta casa está en movimiento, como cambiar el piso de un horno. Así que estuvimos cerrados pero no quietos”, cuenta Marcos, encargado del salón y empleado de la pizzería desde hace 12 años.
Mientras hablamos, recorremos el lugar. A un extremo del salón original un cartel indica la existencia de un patio. Caminamos por un larguísimos pasillo que parece conducir al núcleo del conventillo en el que se fundó la pizzería. Después de muchos metros, atravesamos una puerta y en efecto aparece un patio gigantesco en plena obra. Parece un lugar secreto y mágico, con las paredes a medio pintar, donde se ven las marcaciones del estacionamiento cruzadas con murales de ídolos populares.
“Durante el tiempo cerrados nos pusimos a pensar qué podíamos hacer y decidimos convertir el estacionamiento que teníamos atrás (que da a Sarmiento), en un patio napolitano al aire libre. Además estamos ahí haciendo un nuevo horno, el quinto horno a leña, para ya en marzo habilitar definitivamente este nuevo espacio y recibir a la gente en un espacio al aire libre en el corazón de Güerrin”, explica Marcos.
Son, sin embargo, una excepción. En el frente del salón, en la parte habilitada para comer parado, se acumula bastante gente. En el salón para sentarse hay al menos ocho mesas ocupadas. No está lleno ni remotamente (de hecho, según dicen están trabajando a un 30%), pero parece una industria pujante al lado de muchos otros lugares de la zona.
Uno de los más históricos también es Pippo, que tenía hasta la pandemia dos salones: uno en Montevideo al 300, y otro en Paraná 356. El salón de Paraná sigue abierto, y ofrece aún sus clásicas pastas (los vermiccelis con tuco y pesto siempre en el podio) y el menú de siempre. El de Montevideo cerró sus puertas durante la cuarentena. Mucha gente creyó con la noticia que los dos habían cerrado, pero los empleados del de Paraná piden por favor explicar que ellos siguen trabajando sin pausa. “A la crisis por la pandemia, a nosotros se nos sumó la crisis por la confusión que se generó con el cierre del otro local. Eso hizo que mucha gente deje de venir o que cuando nos encuentran abiertos se sorprendan”, dice uno de los encargados del lugar.
Más allá de los cierres o aperturas, de los salones vacíos, de la circunstancia, que pasará -porque pasará-, la calle Corrientes hoy es un lugar distinto al que era. Y el pasado, que es acaso su principal atractivo, parece haber desaparecido con el virus. Pero queda la esperanza -como sugieren las películas apocalípticas o la saga de Star Wars- de que el hombre recupere aquello que perdió si lo mantiene vivo en la memoria. Y entonces vuelve a ser fundamental el ejercicio:
Me acuerdo del chocolate caliente espeso en La Giralda, que cerró sus puertas allá por el 2018. Me acuerdo de pasar horas mirando los cuadros en las paredes de la pizzería Los Inmortales, que sigue abierta, y preguntar a mis padres quiénes eran esos hombres en blanco y negro que sonreían. Me acuerdo de la primera vez que entré a Edelweiss y vi actores y actrices sentados a la mesa, en esa suerte de barco transatlántico de lujo que es el salón del restaurante (que sigue abierto). Me acuerdo de los helados únicos en Cadore, que sigue abierto; y me acuerdo de comprar especias que no iba a saber usar en Gato Negro, que también sigue abierto. Me acuerdo de que, antes que yo, muchos otros me contaron -durante horas- las muchas cosas que se acordaban, y que tal vez sigan allí.
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