En febrero junto a los rigores de la canícula del hemisferio sur se asoma una fiesta muy tradicional para todos los países de sesgo católico: el carnaval.
Así es, el carnaval solo se festeja en los países mayoritariamente católicos dado que es una festividad unida a la cuaresma, el periodo de cuarenta días desde el miércoles de ceniza hasta la víspera del domingo de Resurrección, tiempo de ayuno y penitencia en memoria de los cuarenta días que ayunó Jesús en el desierto, y en preparación de la Semana Santa y la Pascua.
El carnaval dura cuatro días en algunos países que dan comienzo el sábado de carnaval. Y en otros seis días, comenzando el jueves anterior. Pero en todos los países termina el “miércoles de ceniza”. O en casi todos, porque últimamente se festeja durante todo febrero, vaciando de ese modo toda la significación antropológica y convirtiéndola en un mero hecho comercial.
En los Estado Unidos, sin ser un país mayoritariamente católico, también se festeja. Pero solo en Nueva Orleans, porque era una colonia francesa y católica.
Las fiestas religiosas están signadas por los cambios de estación en el hemisferio norte. Cada cambio, sobre todo invernal, traía consigo alguna festividad de ritos apotropaicos. Hay fuentes que aseguran que el origen del carnaval, tal y como lo conocemos ahora, se remonta a más de 5.000 años y algunos lo sitúan en el imperio romano, ya que está relacionado con las saturnales, unas festividades realizadas en honor al dios Saturno. Otros, lo sitúan en Grecia, ya que también celebraban unos festejos similares donde se veneraba a Dionisio.
Todas estas festividades tenían en común la época de su celebración: febrero, un tiempo de transición del invierno a la primavera y en la que tenían lugar ritos de purificación, coincidiendo con los últimos días del letargo invernal de la naturaleza ya que se creía que el dios Saturno vagaba por la tierra todo el invierno y que necesitaban los rituales y ofrendas para llevarlo, a los empujones al inframundo nuevamente para comenzar la primavera y el verano. Por ello con banquetes, bailes y vestidos con ropas de colores vivos y máscaras que personificaban a este dios, se provoca a Saturno a volver a su lugar de origen y se celebraba la abundancia de los frutos que la tierra iba a dar, dejando a un lado las obligaciones y las jerarquías. Curiosamente en la mitología griega aparece la figura de Momo, un dios menor el cual propiciaba la burla y el sarcasmo.
Al llegar al imperio romano el cristinismo adaptará muchas de sus celebraciones, dándole otro formato. Y las encuadrará dentro de su calendario litúrgico, resignificadas y reorientadas. Los rigores del tiempo de cuaresma eran muy terribles y difíciles, sobre todo en el tema alimentario y social: no se podían comer ni carne, ni huevos ni derivados de la leche. Los martes y los viernes el ayuno era estricto. No había ningún tipo de festejos ni litúrgicos ni privados. No se oficiaban casamientos ni bautismos (muchas iglesias orientales aún poseen este régimen de prohibiciones). Las ciudades en la cuaresma se revestían de penitencia. Por tanto, antes de estos días, había que dar un escape sociológico y psicológico. Por eso se readaptarán las festividades de las saturnales y los bacanales
La palabra carnaval proviene del latín “carnem levare”, lo que significa “quitar la carne”, que hace referencia a los rigores cuaresmales. En España y otras regiones la han traducido como “carne y vale” como que todo está permitido durante estos 4 días, pero no es así. Sin embargo, Jacob Burckhardt, propuso la idea de que el vocablo «carnaval» deriva de la expresión “carrus navalis”, usada para designar una procesión de máscaras que culminaba con la botadura de una nave de madera decorada con ofrendas florales en honor a la diosa Isis. Se realizaba todos los años a primeros de marzo como símbolo y apertura de la temporada de navegación. Esta celebración romana, quizás procedente de Egipto, formaba parte de las festividades de la “Navigium Isidis” (Nave de Isis) y habría quedado como resto de la antigüedad en el carnaval moderno.
Con tantas licencias para el desenfreno comenzaron los desbordes, y en la edad media la Iglesia no las veía con buenos ojos, por tanto prohibieron el festejo popular solo autorizando fiestas privadas. Y es así como el carnaval comenzó a ser representado por compañías de actores en máscaras que actuaron en las cortes de los nobles.
Las máscaras representan los vicios y las virtudes de los hombres. La palabra disfraz procede de la voz freza= huella, pista y la partícula negativa dis = borrar, quitar es decir: “Borrar las huellas”. Pero los disfraces saltaron del escenario a la vida del carnaval cuando éste volvió a ser autorizado. Y así, las clases sociales comenzaron a mezclarse para estas festividades. Ricos y pobres sin distinción. Fue Italia la cuna del disfraz en carnaval y donde alcanzó mayor importancia. Aún hoy podemos observarlo en ese país, sobre todo en Venecia. Pero una cosa es el disfraz y otra el arte de disfrazarse. Es aquí donde entra el sentido mágico de la fiesta. La disimulación, el engaño, la burla, el no ser de cada uno o si hormigueamos un poco más profundamente: el ser auténtico de cada uno.
En Alemania aparecieron las máscaras de carnaval, más que para ocultarse para representar piezas burlescas y pretenciosas, mofándose a través de la máscara del orden establecido, tanto civil como religioso.
Durante el reinado del Carlos III se introdujeron en España los bailes de máscaras. Fernando VII no los permitió por las calles, y la reina María Cristina los volvió a autorizar durante su regencia.
Por el anonimato y el misterioso aire que rodea al enmascarado, miles de personas buscan todos los años esta transformación como válvula de escape a sus más escondidos deseos. También con la máscara se da rienda suelta a la creatividad y fantasía de cada uno. Cambiar esa máscara que llevamos puesta todo el año por una más acorde con nosotros mismos. Dentro del disfraz carnavalesco no existe un orden establecido en el modo y en la forma de disfrazarse, pero sí surgen con el paso del tiempo una serie de figuras y personajes que en cada lugar adquieren personalidad propia.
La celebración del carnaval, aunque parezca lo contrario al unirse a la religión, no solo fue una válvula de escape para soportar los rigores de la antigua forma de la cuaresma, sino que también comenzó a tener un claro símbolo de la finitud de la vida y con ella el día terrible de la justificación. Una especie de “memento mori” social. Por eso era tan importante la culminación de todo festejo el miércoles de ceniza. Durante cuatro o seis días -dependiendo de la región-, eran los festejos continuos.
El martes de carnaval es la gran celebración y punto máximo, el clímax de la celebración es el día “de la fiesta de la fiesta” y cuando todos creen que la alegría es sin fin. Al otro día es miércoles de ceniza. Las campanas de los templos convocarán a penitencia y mortificación, las plazas se vaciarán de música y de bailes, ya no habrá desfiles ni cantos, todo terminará.
Será un paso simbólico con mucha fuerza para demostrar la vacuidad y lo efímero del existir. Ayer estábamos disfrazados y nos divertíamos, y hoy concurrimos al templo penitentemente y nos dicen: “Recuerda hombre, tú eres polvo y en polvo te convertirás”.
Está claro que los que concurren a estos rituales son católicos y algunas iglesias de oriente y reformadas, por tanto, la penitencia de los cuarenta días de la cuaresma, podrán purificar su espíritu para comprender la semana santa y la preparación para el día más glorioso de la fe cristiana que es el domingo de Resurrección.
SEGUÍ LEYENDO: