Hay una araucana, mestiza pampa,
Mestiza extraña, piel de color,
Mapuche de alma, color dolor…
Rodolfo Casaquimela
Una calle lleva su nombre. Su gigantografía viste el Salón de las Mujeres, en Casa de Gobierno. Una escultura corona el ingreso a Ingeniero Huergo, su ciudad natal. Aimé Paine, la cantante araucana, la luchadora incansable por los derechos de su pueblo, trascendió a la historia como una de las mujeres notables de Argentina. Sin embargo, su vida personal siempre fue una incógnita. Pero la reciente aparición de un antiguo archivo, con correspondencia, fotografías, documentos y algunos pocos objetos de su pertenencia, revela una historia no contada sobre el abandono, el dolor, el amor prohibido y la soledad que marcaron su corta y trascendente existencia para siempre.
Las marcas indelebles
Bella como pocas, con una personalidad arrolladora, capaz de conquistar el mundo entero con esos ojos negros, la pequeña Olga Elisa Painé llevaba en su sangre una fuerza irresistible de tehuelche y mapuche. Pero esa alegría que tanto la caracterizaba comenzó a extinguirse el día en que fue abandonada por primera vez: su madre, Gertudris, se fue para nunca más volver. Con solo tres años de edad inició un largo peregrinaje, de rechazos, discriminación, encuentros y desencuentros. Primero el Hogar Saturnino Enrique Unzué, de la ciudad de Mar del Plata, luego el prestigioso colegio María Auxiliadora, de la misma ciudad y finalmente la adopción por parte de la familia LLan de Rosos, que le brindó un hogar y una educación que una niña indígena y huérfana nunca hubiera recibido.
No obstante, fue el descubrimiento de la música lo que le devolvió a Aimé las ganas de vivir y saber quien era, una incógnita que la acechó durante toda su infancia. Tanto en el hogar de huérfanos, como en el colegio de monjas, cantaba y muy bien. Hasta formó parte del coro de niñas como soprano.
Cuando Aimé terminó el colegio, quiso independizarse de sus padres adoptivos y partió sola a la ciudad de Buenos Aires en busca de su libertad. Esa etapa no fue nada fácil tampoco y tuvo que rebuscárselas como pudo para poder sobrevivir: trabajó en peluquería y estética, tejía, pintaba cuadros y hasta fue asistente del artista plástico Roberto Ramaugé. Mientras tanto, ya había empezado a investigar sobre sus orígenes, y sobre la vida y las costumbres de los aborígenes de Argentina. Su principal motivación era llegar a ser una cantante reconocida para lo cual comenzó a estudiar con Blanca Peralta, foniatría con Alba Gayer y guitarra con Roberto Lara.
Pero antes de transformarse en solista y alcanzar notoriedad, la puerta de ingreso a su carrera profesional fue el Coro Polifónico Nacional donde ingresó por concurso y disfrutó de 5 hermosos años como coreuta. La experiencia de cantar en grupo la alejó de ese sentimiento de soledad y vacío que la acechaba como un fantasma. Finalmente, en el año 1976, deja el coro para dedicarse profesionalmente al canto mapuche.
Maldito amor
Según las cartas encontradas, que datan de los años sesenta, Aimé comienza una intensa relación con un hombre 24 años mayor que ella. El 48, ella 24.
Ángel Lovezano, no fue el único en la vida de Aimé. Su personalidad y belleza cautivante hicieron que el listado de amistades se extendiera por Argentina y también por América Latina y Europa. Pero Ángel no era una amistad cualquiera. Ese vínculo significó para la cantante un amor único e irrepetible que, en los inicios, le dio inmensa felicidad pero con el tiempo le dejó un sabor amargo que la precipitó por un laberinto de soledad y dolor inesperados. Lo conoció a través de su padre adoptivo en Mar del Plata. Angel era dueño de una empresa en Cañada de Gómez. Tenía esposa e hijos pero Aimé no lo sabía. Cuando lo supo, ya era demasiado tarde para escapar del hechizo.
28 de marzo de 1967, once de la noche en la provincia de Santa Fe: “Qué lindo es el amor, ese amor tuyo, tan suave (…) Qué deleite, que placer cuando se ama así (…) Me siento tu dueño por haberte hecho mujer y por haberte enseñado a amar así (…) no quiero que sufras, quiero que ames y vivas contenta y feliz ese amor…”, escribió Ángel en una de las cientos de cartas enviadas a Aimé con el afán de sentirse más cerca, de no extrañarla, de no perderla.
Sin embargo los largos años de relación que mantuvieron, estuvieron plagados de pocas luces, muchas sombras y reiterados abandonos que no hicieron más que quebrar el corazón de Aimé hasta llevarla al abismo. Vivía sola, en un departamento, ubicado en Barrio Norte, que él le prestó y que en el año 1984, según consta en la escritura, puso a su nombre.
Los días se le hacían largos y los meses eternos hasta el próximo encuentro, quien sabe dónde o cuando. Solo la visitaba un par de veces por mes y siempre procuró ocultar la relación que tenía con ella. Así fue como de a poco Olga Painé, aquella niña de tres años que fue abandonada por su madre, volvió a experimentar el abandono una vez más. Tanta fue la tristeza, que precisó de medicación y hasta tuvo que pasar por un par de estadías en una clínica siquiátrica para recuperarse de los episodios de crisis nerviosas que la afectaban. La última internación fue un mes antes de su prematura e inesperada muerte.
La última carta del amante santafesino, un poco más fría y despojada que la primera, fue una tarjeta de augurios por las fiestas que data del 5 de diciembre de 1986: “Con la figura del frío del sur pero con el calor del amor: felices fiestas y un tierno cariño. Éxitos en la sagrada misión de la amistad y el amor al prójimo. Dios se lo pague. Hasta siempre, tu Ángel.”
Desenlace fatal
El año 1987 había sido un buen año profesional para la “princesa mapuche”. Había viajado a Europa, invitada por el Comité Exterior Mapuche para participar de diferentes eventos en Suiza e Inglaterra. Y le había ido muy bien. Estaba feliz. Por fin todo su trabajo y sacrificio daba sus frutos. Se había transformado en la “voz del pueblo mapuche”.
Ese mismo año, tenía en agenda un viaje a Paraguay para dar algunas entrevistas y realizar una performance acompañada de su cultrún (el instrumento más importante de la cultura mapuche). El 3 de septiembre, mientras la estaban entrevistando para la televisión paraguaya, se desmayó en cámara y tuvo que ser hospitalizada de inmediato. Fue durante un tramo de la entrevista que Aimé cantó en mapuche y sufrió una hemorragia cerebral producto de una aneurisma.
Fue intervenida de urgencia en el Sanatorio Migone Battilana, cuyo director, en ese entonces, era el Dr. Martínez Trovato. Si bien pudo salir de la operación, Aimé quedó atrapada en un cuadro de salud crítico que luego evolucionó a un estado de coma cuatro irreversible. Falleció a las 11:45 del jueves 10 de septiembre de 1987, en presencia de los médicos y de su más fiel amigo, el Dr. José María Bensadon Carbonell, a quien conoció en el Coro Polifónico Nacional, y que había viajado especialmente, desde Buenos Aires, para acompañarla durante la intervención quirúrgica. De hecho fue el único de sus allegados que la vió con vida por última vez.
José María se encargó de realizar todo lo necesario para repatriar sus restos a Buenos Aires, donde le organizó un íntimo velatorio en la prestigiosa casa de sepelios Perissé Laffue, antes de que sus familiares de Ingeniero Huergo, trasladaran sus restos de regreso a su tierra natal.
Su Ángel no viajo para el velatorio. Nunca pudieron despedirse.
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