Hace varios días estoy preguntándome si Stefan Thomas (@justmoon) finalmente habrá recordado su contraseña. Es un joven alemán que vive en Los Ángeles. Y le pasó lo mismo que suele sucedernos a muchos de nosotros: olvidó su pass.
La historia la contó Desirée Jaimovich aquí en infobae.
Resulta que el bueno de Stefan buscó y rebuscó en su computadora, en su escritorio, en los documentos, pero no pudo encontrar el archivo salvador. Me atrevo a pensar que también revisó el cajoncito de su mesa de luz. Y por qué no, hasta en los papelitos adheridos con imán en la puerta de su heladera.
Pero nada, la contraseña no apareció.
No crean que Stefan había olvidado la vía de acceso a Zoom, a DirecTV o a Cabify, que puede llegar a ser un trastorno pero que finalmente se soluciona.
No, la desmemoria de este muchacho tiene una magnitud infinitamente mayor.
Porque lo que olvidó es la contraseña de su billetera digital, en la que tiene 7.002 Bitcoin. Lo cual equivale a unos 220 millones de dólares.
Es un cataclismo económico, porque en el caso de que no se acceda con la clave correcta, los depósitos se encriptan a perpetuidad y ese ahorro digital se pierde para siempre.
Pese a estos riesgos, las criptomonedas, que pasan permanentemente de la cotización más alta de su historia a una caída récord, tienen miles de fanáticos. Son los nuevos inversores, que parecen inmunes a los altibajos de este medio digital de intercambio y a las recientes críticas que le propinó el multimillonario Warren Buffett.
El propio Stefan Thomas es un ejemplo de ese entusiasmo a prueba de saltos y burbujas. Él insiste en adherir a este sistema y repite:
-Hoy la tecnología te da absoluta libertad y te permite ser tu propio banco.
La estructura IronKey, a la que está adherido y donde tiene su depósito, le asigna 10 chances para acertar su contraseña correcta. Hasta ahora, Stefan utilizó 8 y en ningún caso acertó. Si llegase a fallar las últimas dos que le quedan, perdería para siempre 220 millones de dólares. A lo mejor se despierta una de estas madrugadas y recuerda la clave. O la encuentra en un papelito doblado en el botiquín del baño. Pero mientras tanto, no pierde la calma y aconseja:
-Espero que otros puedan aprender de mis errores. Comprueben sus copias de seguridad cada tanto, para asegurarse de que aún estén funcionando.
Y aseguró:
-Voy a seguir construyendo futuro en este sistema.
A la distancia, da la sensación de que Stefan goza de una buena situación económica. O como decimos en Argentina, “tiene canuto”.
Ya que hablamos de la Argentina, ¿nosotros tenemos el hábito de invertir en las criptomonedas?
No me parece que -al menos hasta ahora- sea una costumbre que comience en la infancia. Lo comprobé hace un par de semana, cuando Agustina cumplió 6 años. Entre otras cosas le regalaron una remera, zapatillas y un kit de protección para los rollers. Además, un tío agregó 500 pesos en un sobre. Al ver este último obsequio, la mamá dijo:
-¡Qué bueno Agus! Tenés que pensar en qué los vas a gastar…
Andaba yo por allí. Y sugerí que mejor sería que le abriesen una caja de ahorro, de las que autorizó el Banco Central. Y argumenté:
-Se ajustan por el índice UVA o por el índice de la construcción… Es una cuenta especial de inversión, el dinero no perdería su valor con el paso del tiempo y la nena puede disponer de los fondos cuando cumpla los 18 años…
La respuesta fue fría, tanto como el eco que el proyecto de esta cuenta ha tenido en la banca y en los usuarios:
-No, mejor que los gaste ahora… Si los guarda, después no le va a alcanzar para comprar nada.
Fue en ese momento, entre la torta y la canción de cumpleaños, que recordé el canuto de mi infancia: la libreta de la Caja Nacional de Ahorro Postal.
La libreta era como un pequeño librito, de tapas de color ocre y tipografía marrón. Tenía 37 páginas útiles, como un libro contable, con espacios destinados a pegar las estampillas que acreditaban los depósitos. ¿Qué depósitos? Los que hacíamos los alumnos de la escuela primaria mes a mes, cuando la maestra del grado preguntaba:
-¿Quién trajo para el ahorro?
Entonces pasábamos al frente. Entre emocionados y entusiasmados, le dábamos las monedas que habíamos reunido. ¡Estábamos ahorrando! A cambio de ese dinero, ella colocaba los valores en unas hojas grandes que luego se doblaban para llevar al Correo del barrio. Allí se canjeaba la hoja por el mismo valor de una estampilla, que finalmente se pegaba en la libreta. Eso se firmaba y se sellaba. Y el importe acreditado crecía, a medida que pasaban los meses.
En mi caso particular, llegué a tener $ 25. Esto era en 1954.
Desde entonces hasta hoy, pasaron 67 años.
¿Soy millonario, porque mis $ 25 se han valorizado exponencialmente? ¿O al contrario, ese ingenuo ahorro infantil se ha diluído a través de la penosa historia económica de Argentina?
La dolorosa respuesta es que hoy mi libreta de ahorro es apenas una curiosidad y sólo vale $ 2.500 en Marcado Libre.
Mis ahorros y los de los miles y miles de pibes se esfumaron. Aquella dulce ceremonia escolar de las monedas y la estampilla, la solemne responsabilidad de la maestra, nuestra fe en el futuro, todo eso estalló por el aire.
Nos estafaron.
¿A quién le reclamo? No me faltarían destinatarios para la queja, porque en esos 67 años hubo 67 ministros de Economía en el país.
Exactamente 67. Desde Pedro Bonanni a Martín Guzmán, pasando por Jorge Salimei, Celestino Rodrigo o Lorenzo Sigaut. Aquí tengo la lista completa, pero prefiero no copiarla para ahorrarle un bajón al lector.
Las estampillas tuvieron durante muchos años la imagen de una nena sentada y en actitud de depositar una moneda en la alcancía que sostenía entre sus piernas, en cuya base se leía “Infancia previsora, vejez tranquila.” Esa criatura se llamaba Aída Ferrari y era la hija del escultor italiano Nicolás Antonio Ferrari, para quien ella posó durante un mes. El artista modeló el original en arcilla, luego realizó la copa en yeso y finalizó la obra en cobre. Creemos que se conserva en alguna oficina financiera del país.
Luego de la muerte de Eva Perón, su imagen reemplazó a la niña de la alcancía y ocupó el costado derecho de las estampillas. En las libretas figuraban consejos referidos al ahorro, como por ejemplo:
-Ahorrar no es ser avariento; es sencillamente, reservar lo innecesario en lo presente para lo que puede ser indispensable en lo por venir.
-En la vida normal no hay más medios de prosperidad que el trabajo y el ahorro.
-Todos, chicos y grandes, deben ahorrar. Los que tienen muy subidas entradas como los que tienen exiguas.
-Para todos es necesario el ahorro. Y para todos es posible.
-Los países ricos deben su grandeza a la fecundidad de su suelo, a la actividad de sus habitantes y a sus hábitos de ahorro. Ese espíritu de previsión debe distinguir a todos los argentinos, para que puedan ser los banqueros de la Nación, y la Nación uno de los banqueros del mundo, y para que, cuando se gane menos por la producción, ello sea compensado por el ahorro.
Y el slogan que se repetía permanentemente era: “El ahorro es la base de la fortuna”.
Era el ambiente de la época, en los que predominaba el principio del trabajo y la consigna era la producción. Ahorrar, en consecuencia, era un hábito natural.
La Caja Nacional de Ahorro Postal cambió de nombre en 1973, cuando pasó a llamarse Caja Nacional de Ahorro y Seguro. Más tarde, en 1994 se privatizó y se denominó Caja de Ahorro y Seguro S.A. Posteriormente pasó a la órbita del grupo italiano Assicurazioni Generali y vivió otras alternativas societarias.
La idea de su creación la tuvo en 1915 el presidente Victorino de la Plaza, un salteño que había sido vicepresidente de Roque Sáenz Peña, quien falleció en el ejercicio del poder. De la Plaza completó el mandato hasta la asunción de Hipólito Yrigoyen en 1916. Su breve interinato -no suficientemente estudiado aún- se destaca porque respetó e hizo valer la Ley del voto universal, secreto y obligatorio, pese a que beneficiaba claramente a un opositor.
En cuanto a los 67 ministros de Economía que pasaron por el cargo desde que yo tuve mi libreta de ahorro, todos fueron alternativamente opositores y oficialistas. De todos los colores políticos. Más aún, presumiblemente alumnos en la misma Facultad, alumnos de idénticos profesores y abrevando en textos parecidos.
Es muy curioso que pese a esa pulida formación y sus innegables méritos académicos, hoy tengamos una moneda que ha perdido 13 ceros. Por favor, ayúdenme en la recapitulación:
- 2 en 1969, con la Ley 18.188
- 4 en 1983, con el Peso Argentino
- 3 en 1985 con el Austral
- 4 en 1991 con la convertibilidad
Al menos, esto es lo que dicen los historiadores. Aunque la realidad de la calle muestra con mayor precisión nuestras desventuras económicas: más de una vez han faltado monedas en el circulante, porque se las fundía, dado que el precio del metal superaba su valor nominal.
Obviamente, este cronista está muy pero muy lejos de la idoneidad de los economistas.
Y al modo de Arturo Jauretche, que decía que tenía tan mal oído musical para la política que confundía la marcha peronista con la marcha de la libertad, no sé muy bien qué representan Hayek, Marx, Friedman o Keynes. Y el único Smith que conozco es un pelirrojo que tocaba el banjo y cantaba “Es pecado mentir”.
Pero me consta -porque lo he vivido- que hemos pasado agio, especulación, rodrigazo, indexación, devaluación, hiperinflación, desabastecimiento, tablita, 1050, pseudo monedas, corralito, corralón, acaparamiento, cepo, control cambiario y varias penurias más.
Hoy, el billete de mil pesos es la más alta denominación circulante en la Argentina. Y apenas alcanza para comprar 5 euros, que es la la denominación más baja en Europa.
Es por eso que la mamá de Agustina la impulsa a gastar los $ 500 que le regalaron para su cumpleaños. Sencillamente, no confía en nuestra moneda.
Y se moriría de risa si en el cuaderno de comunicaciones de la escuela le anotasen: “Traer una alcancía para el 31 de octubre, es el Día del Ahorro.”
Como hemos dicho más de una vez. Argentina es un país empobrecido, pero no es un país pobre.
¿Cómo podría serlo teniendo aire puro, agua, extensión territorial, alimentos, energía y una generosa movilidad social?
Mi inolvidable amigo Jorge Sábato, científico y reo, me regaló una vez la frase que le escuchó decir a un colectivero de la línea 39: “Digo yo, ¿hasta cuando nos vamos a seguir engrupiendo?”
Nos estaba invitando a sincerarnos, a dejarnos de blablá, a tomar el toro por las astas.
Porque ya se sabe que es imposible armar un rompecabezas si alguien esconde una pieza.
Y la desventura de mi amada libreta de ahorro -donde conservo la caligrafía de mi papá- puede encontrar una explicación en estas cifras oficiales: según ha informado el INDEC hay u$s 330.024.000.000 fuera del país. Escrito de otra manera: 330.000 millones de dólares. A esto hay que sumarle el resto de los dólares que están fuera del sistema, ya sea en las cajas de seguridad o en el colchón.
Los sucesivos blanqueos que hay en la Argentina apenas son un retoque cosmético a esta asimetría.
¿Tiene arreglo?
La estampilla de Evita, la de la nena de la alcancía, ¿dejarán de ser una romántica evocación?
La idea de Victorino de la Plaza, ¿podría recuperar su fuerza y estimular la esperanza de un gran país?
Recurro la licenciada Lucía Aguilar, una especialista en temas de la economía personal y familiar. Ella sugiere:
-Ordenar las cuentas: no puede salir más de lo que entra.
-Guardar apenas entra, no al final, porque luego nunca sobra.
-Detectar los gastos hormiga. Esos micro gastos son superfluos.
Esta sencilla fórmula sería, sin duda, la que aplicaría Manolito -el cejudo amigo de Mafalda- si le tocase ocupar el sillón en el Palacio de Hacienda.
Estoy seguro que el rudimentario pero transparente hijo de don Manuel Gorleiro achicaría costos. El de la política, por ejemplo: limitar los mandatos y eliminar la reelección, bajar las dietas y reducir los asesores rentados.
Esa sería una medida revolucionaria, que ninguno de sus 67 antecesores se atrevió ni siquiera a insinuar.
Gallego al fin, Manolito resumiría su política económica en esta frase:
-O que garda sempre ten…
Y su fórmula práctica sería:
-Cando non hai non hai…
A Stefan Thomas le deseamos mucha suerte. Y que finalmente pueda memorizar la contraseña, para recobrar sus 220 millones de dólares.
Por nuestra parte, sería fantástico que también recuperáramos algo muy valioso: la ilusión.
Vale más, muchísimo más que 220 millones de dólares.
Y un país no puede vivir sin ella.
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