Las mañanas de Eduardo son siempre las mismas. Se levanta minutos después de las seis. Se lava los dientes y prepara el agua para el mate. El primer sorbo amargo del día es sagrado. Trabaja como vendedor y vive solo en el octavo piso de un departamento en Paraná, provincia de Entre Ríos. Tiene 65 años y, según la clasificación etaria del coronavirus, es paciente de riesgo. Se contagió. Padeció fiebre, dolor de cabeza y tos. Perdió el sabor y el olfato. Se recuperó. No del todo.
Se operó a principios de diciembre en el Hospital Italiano. Siete días después, empezó a padecer espasmos de frío, líneas de fiebre, tos seca. Un PCR positivo tradujo la sintomatología y reforzó las sospechas: la intervención quirúrgica y la internación como posible foco de contagio. Atravesó dos semanas de aislamiento defendiéndose con ibuprofeno por recomendación del médico que lo trató. Su curso por la enfermedad fue tolerable. Festejó el Año Nuevo sin sus hijas, sin su pareja, brindando con la televisión y los fuegos artificiales desde el balcón de su departamento.
Catorce días después, recibió el alta epidemiológica y la certificación de que ya no era un agente infeccioso. Lo que siguió es materia de estudio a nivel global: los papers de los investigadores y las consultas de los pacientes se multiplican al compás. El coronavirus se fue del organismo de Eduardo Minni, pero dejó su huella. “La tos perduró. De noche no me molestaba, no tenía catarro ni flema. Era una tos continua: hablaba y automáticamente empezaba a toser”. La visita a un neumonólogo le enseñó que el virus puede ceder, no así sus síntomas. Le recetó un jarabe que alivió en parte su martirio. La tos, además de raspar su garganta e interrumpir su pronunciación -es vendedor: necesita hablar-, comprometió su vida social.
El componente psicológico y la paranoia al contagio pueden maquillar discriminación: “En Paraná nos conocemos todos. Ya me había recuperado, pero iba al banco, tosía y la gente me empezaba a mirar y a alejarse. Ya sabían que yo había tenido el virus. También me daba vergüenza hacerlo enfrente de mis clientes. Cuando empezaba a toser, tenía que irme para que no se sintieran incómodos”. El jarabe resolvió su afección progresivamente. Lo que persiste es una secuela sensitiva: el coronavirus aún está neutralizando su sabor y su olfato.
El líquido para limpiar el piso es, de pronto, inoloro. El aroma solo lo reconoce cuando acerca el producto a la nariz. Y el mate amargo, ese primer sorbo sagrado de la mañana que solía penetrar como un sabor intenso y categórico, es solo agua caliente por bombilla. Para que las mañanas sigan siendo siempre las mismas, Eduardo procuró mantener la cronología. Se levanta, se lava los dientes y prepara el agua para el mate. Lo toma. No sabe a mate amargo, no sabe a mate, no sabe a nada. Lo sostiene porque su efecto diurético no sufrió alteraciones por el virus.
El relato de Eduardo es uno más en millones. La merma del sabor y del olfato es la secuela más evidente del coronavirus en pacientes recuperados. Es, según la infectóloga Isabel Cassetti, un capítulo más en la comprensión médica del covid-19. Es, según la infectóloga Fernanda Rombini, la ratificación de que heterogeneidad es la palabra que mejor define la infección. Están los asintomáticos, los leves, los severos, los de riesgo, los transmisores, los que se curan, los que se entuban, los que mueren, los que se vacunan, los que pierden sentidos, los que tosen, los afiebrados, los que sufren dolores de cabeza, de cuerpo, de pulmón, de corazón, los que no sufren. Están, también, los pacientes a largo plazo: los recuperados a los que el coronavirus no se les termina.
La idea del coronavirus perpetuo causa alarma. Las razones son múltiples y jóvenes. Las fases post virales de las enfermedades virales no son nuevas. Tampoco sorprenden las patologías respiratorias que persisten luego del alta clínica y que obedecen a daños secundarios relativos a una intubación duradera. Lo que preocupa es la permanencia y la gravedad de los síntomas de una enfermedad en estado de mutación y de averiguación.
“Sigue siendo mucho lo que ignoramos de esta enfermedad”, dijo Zijian Chen, director del Centro Post-Covid del Hospital Mount Sinaí, la primera institución estadounidense dedicada al tratamiento de las secuelas con atención para 1.600 pacientes. “Necesitamos pautas clínicas sobre cómo debería ser la atención de los sobrevivientes de covid-19”, precisó Nahid Bhadelia, médico especialista en enfermedades infecciosas de la Facultad de Medicina de la Universidad de Boston. “Durante la fase álgida de la epidemia, estábamos dando de alta a los pacientes a gran velocidad, tan pronto como podían ser enviados de regreso a casa sin fiebre y con dos pruebas negativas. Pero no estaban libres de síntomas. Muchas personas todavía necesitan atención médica y científica. Necesitamos comprender mucho más sobre esta enfermedad”, indicó Angelo Carfì, responsable del estudio Persistent symptoms in patients after acute covid-19 (Síntomas persistentes en pacientes después de superar el covid-19) publicado en la revista de la Asociación Médica de Estados Unidos (JAMA).
Es unánime: aún se desconocen todos los pormenores del covid-19. La radiografía del virus tiene todavía algunas caras ocultas. Pero el esfuerzo por descubrir su vasto universo existe. “Hay más de 100 mil publicaciones de estudios -contó el infectólogo Ricardo Teijeiro-. En la historia de la investigación médica nunca hubo tantos papers en un año como en 2020. Del coronavirus podemos encontrar de todo en los estudios”. En ese todo están los motivos por los que un paciente puede tener una evolución prolongada de la enfermedad. Teijeiro naturalizó el fenómeno: “El porcentaje de los pacientes con secuelas es bajo considerando la magnitud de esta patología. Porque no todos respondemos de la misma manera. Depende de la condición del paciente y del agente agresor, todos los padecimientos son así”.
Según algunas investigaciones, entre el 10 y el 15% de los afectados puede experimentar la persecución de la sintomatología luego de haber cursado la enfermedad. Eduardo Minni integra ese grupo. Su síntoma prolongado fue ganando validez en la consideración de los epidemiólogos. El 12 de abril el Ministerio de Salud de la Nación incorporó la anosmia, la pérdida del olfato, a la definición de caso sospechoso. Cinco meses después, el 11 de septiembre, la cartera de salud actualizó el método clínico-epidemiológico para confirmar contagios. A efectos de no desperdiciar test serológicos, facilitó el sistema: “Toda persona que presente pérdida repentina del gusto o del olfato en ausencia de cualquier otra causa identificada será considerada caso positivo de covid-19”. Se convirtió en el único síntoma en exclusividad que acredita la infección.
Stella Maris Cuevas repite ambas fechas de memoria. El coronavirus que perdura es hoy su causa. Médica otorrinolaringóloga, experta en olfato y alergista y ex presidenta de la Asociación de Otorrinolaringología de la Ciudad de Buenos Aires, restringió su semana laboral a tratar exclusivamente a personas con pérdida de olfato por la alta demanda: son casos típicos de coronavirus prolongado, coronavirus largo, coronavirus a largo plazo. Sus pacientes sufren una alteración cualitativa de lo que huelen: el diagnóstico es parosmia, la alteración en la percepción de los olores, o disosmia, la distorsión de los olores.
Evaluó pacientes que permanecieron hasta seis meses sin recuperar el olor, pacientes que fueron a recriminarle al comercio de la cuadra el mal estado del alimento congelado desconociendo sus deficiencias sensitivas, pacientes que comen asado y sienten que están masticando rabas sin sabor, pacientes que dicen que las comidas saben a “goma quemada”, pacientes que se bañan rápido porque le atribuyen al agua -un elemento inoloro- un olor feo (“eso se llama fantosmia: la presencia de un olor que no existe”, explicó Cuevas), pacientes que huelen ácido, pacientes que viven asqueados, pacientes que dejaron de comer y perdieron peso porque las alimentos tienen gusto a podrido, pacientes que abusan de la sal y los condimentos para hurgar el sabor, pacientes que recurrieron al champagne para estimular, a través de las burbujas, el sistema nervioso que interviene en el olfato.
Pacientes que son incapaces de identificar una pérdida de gas, pacientes a los que se les quema la cena, pacientes que se olvidan de sacar la basura o que no advierten que pisaron excremento de perro, pacientes que no saben cuándo cambiarle el pañal a un bebé o pacientes mujeres que maldicen no tener olfato para oler el perfume de sus hijos recién nacidos. “Son pacientes que sienten que perdieron su identidad. Porque cada uno de nosotros tiene un olor personal, distinguido y particular, como una huella digital que cometemos el error de enmascarar. Y ahora creen que viven en un mundo inoloro e insípido: todo les resulta feo. Es tanto el daño que empiezan a aislarse y a deprimirse”, reportó Cuevas.
“El olfato da el 80% del sabor”, asoció. Por eso la pérdida de ambos factores tiene la misma cura: el tratamiento es artesanal mediante neuroregeneradores o neuroprotectores, antioxidantes encargados de eliminar radicales libres y limpiar los conductos que transportan al olor. Es un medicamento vía oral que se complementa con un período de rehabilitación: el entrenamiento del olfato. “El ejercicio consiste en cuatro potes de, por ejemplo, café, cacao, limón y menta. El paciente tiene que oler cada frasco entre cinco segundos y cinco minutos cuatro veces por día. Y debe concentrarse en cada uno. No solo olerlo, también pensarlo, recordarlo. El cerebro tiene neuroplasticidad, vuelve a aprender”.
A Macarena Moris, 32 años y técnica en producción gráfica, el gusto y el olfato no le volvieron con el alta médica. El olor de su pelo y el aroma de su piel la abandonaron. Se cepilla los dientes y el dentífrico es una pasta insípida. Mordió un limón y la reacción fue neutra: de repente, se volvió inmune a su acidez. Comió alimentos a los que antes no les toleraba el sabor. La sensación es de pura extrañeza. Se contagió en Río Gallegos, Santa Cruz, donde fue a pasar las fiestas junto a su novia. Por contacto estrecho, cayeron quince. Se enteró cuando llegó a El Calafate, su celular recuperó la señal y la confirmación de un caso positivo explicó sus primeros síntomas: los tres días de vacaciones los pasó aislada en una cabaña. El Glaciar Perito Moreno tendrá que esperar.
Regresó a Buenos Aires dos semanas después del día de declaración de un sugestivo dolor de cabeza, con el alta clínica que le emitió un profesional del servicio de prepaga. A la tarde del día siguiente fue al supermercado. Se descompuso en la caja por el peso de las bolsas: sentía que el cuerpo no le respondía. Tiene náuseas, mareos, caída de presión. A veces ruega irse antes del trabajo porque el cansancio la abruma. “Me quedó una fatiga corporal que espero que no sea crónica. Siento que no me puedo exigir mucho, que el cuerpo me pide basta. Hasta tengo miedo todavía de volver a jugar a la pelota por que no sé cuánto lo voy a poder soportar”.
Lucas Patiño, 23 años y profesor de educación física, lleva 39 días sin coronavirus. Se contagió el 7 de diciembre. Se curó el 24. Su tránsito por la enfermedad fue grato. No padeció fiebre, tos, vómitos, diarrea, descompensaciones, mareos, no sabe qué es eso de perder el gusto y el olfato. Solo tuvo dos días de cansancio corporal y un dolor de cabeza que desapareció con medicación. Superado el contagio, regresó a sus funciones: profesor en un gimnasio. El primer día ya notó que algo no estaba bien.
“Me seguía cansando. Por la tarde me caía mucha fatiga de repente, me agarraba sueño. No bajé el peso ni las repeticiones en las máquinas, pero terminaba muchísimo más cansado que antes. Me costaban todos los ejercicios cardiorrespiratorios. Cuando salía a correr me agitaba”, enumeró. Descubrió el agotamiento y el síntoma post covid con un cronómetro: antes del alta corría a un ritmo de 5m20s el kilómetro, después del alta no podía bajar los seis minutos.
El cansancio lo derrumbaba. No sabe cómo ni por qué pero entre las cinco y las siete de la tarde todo le costaba el doble: “Cuando me bajaba el cansancio no podía ni siquiera subir las escaleras del gimnasio”. Por recomendación médica, dejó de entrenar. Ahora, de vacaciones por el sur del país, teme no poder tolerar las caminatas por los lagos patagónicos: sus amigos lo cargan. Los profesionales a los que consultó, preocupado, le informaron que los padecimientos posteriores al contagio pueden durar meses.
Tres, cuatro, cinco, seis meses. La infectóloga Isabel Cassetti estima ese plazo. Su lectura sobre la duración se completa con otras consideraciones: “Cuando se inició la pandemia, no conocíamos muchas de las cosas que hoy conocemos y que fuimos aprendiendo a través de la práctica, no solo en nuestro país sino también en todo el mundo. No hay una definición uniforme de lo que se llama síndrome post covid o efectos a largo plazo post covid, pero sí hay un consenso que establece que se ven signos y síntomas que persisten durante cinco semanas o más después de haber contraído covid. Y que esos signos y síntomas empiezan durante o al final de la enfermedad. Los estudios indican que pueden durar hasta tres meses y algunos síntomas hasta los seis meses”.
Dijo que no hay un concepto homogéneo o un protocolo de carácter oficial: lo que hay es una creencia científica compartida de que esto existe e importa. Los pacientes recuperados en los resultados de los test diagnósticos pero enfermos en la práctica forzaron una línea de investigación, hoy coral. “Es innegable: los pacientes lo refieren, los médicos lo registran. Tenemos que admitirlo tanto los médicos como los pacientes para tener un seguimiento adecuado porque estos síntomas impactan en la calidad de vida”.
Además de la fatiga y la pérdida del gusto y el olfato -los síntomas más reconocibles en casos de coronavirus prolongado-, Cassetti clasificó: “Hay tres situaciones clínicas: la respiratoria, la cardíaca y la neuropsiquiátrica. En la primera puede haber persistencia de tos pero fundamentalmente dificultad para respirar o limitación al caminar por esa sensación de falta de aire. Lo que podemos encontrar es alteraciones en la tomografía o en las pruebas funcionales respiratorias. Con respecto a lo cardíaco, puede presentarse hipotensión -baja de la presión arterial-, taquicardia, palpitaciones y sensación de dolor en el pecho. También se puede observar miocarditis, que es la inflamación de las fibras del corazón. Lo que hacemos los médicos es descartar que haya una arritmia o algún problema similar. Por último, sí pueden presentarse alteraciones neurológicas, desde lagunas en la memoria, dificultad en la concentración, polineuritis -dificultades en las piernas para caminar-, y psiquiátricas que tienen que ver con episodios de ansiedad y depresión”.
En algunas ciudades del mundo se fundaron centros de atención post covid. En hospitales públicos porteños como el Fernández, Álvarez, Argerich y Pirovano funcionan salas de rehabilitación intensiva post covid-19 desde junio del año pasado. El ministro de Salud de la Ciudad de Buenos Aires las creó para el tratamiento de pacientes que estuvieron internados en unidades de terapias intensivas a causa de un cuadro grave. El equipo se compone por enfermeros, médicos clínicos, kinesiólogos, fonoaudiólogos, nutricionistas, psicólogos, musicoterapeutas y trabajadores sociales.
El Sanatorio Finochietto, por su parte, abrió una unidad de tratamiento post covid-19 que “brinda atención integral a quienes padecieron el virus y aún continúan con síntomas o malestares”. Habilita la atención de cuadros graves y leves y lo conduce un equipo interdisciplinario de especialistas de las áreas de medicina clínica, cardiología y neumonología. Cassetti da fe de que hay en Buenos Aires varios equipos interdisciplinarios compuestos por neumonólogos, cardiólogos, infectólogos, psiquiatras, psicólogos y neurólogos para tratar las secuelas del virus. Comúnmente se trabaja a través de derivaciones de los mismos especialistas que trataron con el paciente durante la transición de la infección.
La infectóloga Rombini clasificó las diferencias en la atención de pacientes afectados con coronavirus a largo plazo: “En principio, los casos leves o moderados son habitualmente seguidos tras la fase aguda por los especialistas en medicina interna desde atención primaria; y aquellos más graves o con secuelas más relevantes (como fibrosis pulmonar, insuficiencia respiratoria crónica, insuficiencia renal, síndrome post-UCI, enfermedad tromboembólica o hipertensión pulmonar, miocarditis e insuficiencia cardiaca) pueden tener seguimiento en consultas post covid específicas multidisciplinares por infectólogos, neumólogos o cardiólogos en función de las necesidades del paciente”.
Advirtió, a su vez, que en la actualidad se debate la revisión de estas estrategias de seguimiento y la declaración de protocolos estandarizados. “Hasta el momento no tenemos nada que sea preventivo para combatir las secuelas. Lo mejor sigue siendo no tener covid nunca y respetar el uso del barbijo, la higiene frecuente de manos y el distanciamiento social”, insistió Cassetti. Como si hiciera falta repetirlo.
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