A veces se divierte haciendo listas de actitudes que ya no piensa tolerar: “Los que te dicen que te tocó porque sos más fuerte”, “Los que relativizan la carga diciendo que a todos nos puede pasar”, “Los que llaman a tu hijo una bendición, o un angelito de Dios”.
En un mundo de eufemismos, donde la gente suele buscar otras palabras para decir las cosas, como si eso las hiciera más fáciles, Cintia Fritz se convirtió en una referente para miles de madres de chicos con autismo en todo el mundo porque se atreve a llamar a las cosas por su nombre: la maternidad de un hijo discapacitado duele, es angustiante, intransferible, “es una mierda”, ¿por qué debería fingir que la vive con alegría? ¿para quién?
“Muchos ensayan cincuenta formas distintas para llamar desde el lenguaje a las personas con discapacidad, pero después te estacionan en la rampa”, dice en videollamada con Infobae mientras Lautaro, de siete años, juega con su iPad muy cerca de ella. Tal vez Cintia es tan directa porque, para entender a su hijo, tuvo que aprender de nuevo lo que era la comunicación.
“Lautaro no habla pero nos miramos y nos abrazamos. Y me señala una foto. Y ahí se creó el mundo entre los dos. Mi hijo me enseñó de la manera más brutal que estaba equivocada, que el enamoramiento con la palabra era incompleto y un poco banal. Ignoraba qué significa comunicarse”, escribe en su libro La aventura diferente, que publicó Ariel en mayo pasado. En realidad, ese libro empezó a escribirse mucho antes, con su primer posteo en el blog que abrió el día en que, después de once meses de peregrinar sin saber lo que le pasaba a su hijo, Lautaro fue diagnosticado con TEA.
–¿Cómo imaginabas la maternidad?
–¡No sé en qué estaba pensando! (se ríe) Con Edu nos conocimos y nos fuimos a vivir juntos enseguida. De inmediato sentimos esa necesidad del bebé: “Cocinemos algo nuestro”. Era una experiencia que quería transitar, pero no lo tenía muy en claro. Cuando lo encontré a Edu llegaron las ganas, hubo un primer intento que salió mal, y después llegó Lautaro. Pero ahora que lo pienso, yo empecé a tener problemas con la maternidad desde el embarazo, a mí el embarazo me descolocó un montón. No fue una experiencia placentera porque soy trombofílica, así que fue medio complicado, con reposo, inyecciones, controles a cada rato. La pasé mal. Por momentos me asustaba, me veía la panza y decía: “Ahora no puedo volver atrás, me mandé una cagada”. Me daba miedo. Tenía cesárea programada y, cuando me vinieron a buscar, le dije a la enfermera: “Disculpame, no estoy preparada para tener un hijo”. Pensaba: “Me van a sacar esto, ¿y después qué hago?”
–No estabas preparada, y llegó Lautaro.
–Me lo dieron todo envuelto y yo me hundí en él y lo olí. Las hormonas me enloquecieron, tenía miedo de hacer algo mal. No lo podía soltar. Y a la vez, Lautaro solo dejaba de llorar cuando estaba a upa: no dormía, no tomaba la teta... Estrenar maternidad y que no tuviera succión por su retraso madurativo y no saberlo fue muy difícil. Lo sensorial le habrá arruinado mucho tiempo su estadía en el planeta. Y a nosotros también.
–Hay un momento de incertidumbre antes del diagnóstico en que el entorno a veces pone la culpa en los padres, en la crianza... Vos contaste que es algo que te pasó hasta con una pediatra que, cuando le planteaste que Lautaro tenía autismo, te sugirió que era un bebé complicado por tus falencias como madre.
–Yo también me culpaba. No tener respuestas descoloca mucho. Cuando hablo con mamás que están en la misma situación a veces nos quejamos, y yo creo que hay que validar la queja. Cuento lo que me pasa porque, cuando viví la primera etapa sin diagnóstico fue tan dolorosa y de tanta soledad, que me ayudó mucho la compañía, incluso de gente que nunca conocí, y vincularme en las redes con mamás que estaban pasando lo mismo. Basta de culpar a la gente por tener sentimientos. Me siento como el orto. ¿Hay sentimientos que no se pueden tener? Cuando uno no se permite cierta honestidad no te hace bien. Te pasa factura. No digo que hay que andar gritando todo a los cuatro vientos, pero si tenés un espacio en donde podés entregar honestidad, podés recibir a cambio manos que te ayudan.
–Entiendo que recibir el diagnóstico es demoledor, pero ¿cambia en algo las cosas encontrarte con que del otro lado hay alguien que finalmente entiende por lo que estás pasando? En tu libro hablás por ejemplo de una fonoaudióloga que te miró y te preguntó: “¿Hace cuánto que no dormís?”
–El diagnóstico te destruye. Pero también por fin algo tiene un por qué, sino es enloquecedor. Una vez que nos dijeron “es autismo”, estuvimos casi un año repasando la historia desde el nacimiento de Lautaro y contestándonos preguntas con Edu, tratando de reconstruir todo lo que nos faltaba para entender por qué era todo tan difícil.
–Contás en Twitter de manera clara, y a veces cruda, lo que te pasa como madre de un chico diferente: tu angustia, las suyas… y las redes son un lugar cada vez más agresivo. ¿Cómo lidias con eso? ¿No te asusta que te juzguen?
–No me he encontrado con gente que me trate mal. Exponer algo de uno no implica que uno diga todo, ni que dé permiso para cualquier cosa. Uno puede exponer determinadas cosas con un propósito. Y se puede lograr un diálogo legítimo. Pido y recibo ayuda, es un intercambio permanente. Hay mamás a las que amo profundamente y no tengo idea de quiénes son. Estuvieron los primeros cinco años de la vida de Lautaro sosteniéndome a la madrugada por Whatsapp. Yo solo quería morirme y me sostenían mujeres con las que no nos encontramos jamás personalmente. Mujeres que estaban en otros países, pescaban el horario y me acompañaban: “Cintia, ¿estás bien? Bueno, yo dos horas me quedo acá con vos”.
–Hablás de mamás, de una red que es de mujeres. ¿Los padres están presentes?
–Padres hay algunos. Te diría que la proporción es 85/15 o 90/10. Pero no necesariamente porque estén ausentes, sino porque las mujeres nos conectamos con una intimidad determinada. Los hombres procesan los sentimientos de otra manera, tienen la necesidad de arreglar las cosas. Nosotras necesitamos quejarnos aunque no se arregle nada. Una terapeuta que tenía me contaba que una noche le gritó al marido: “Dejá de acosarme con tus soluciones”. A veces, una habla de cosas que no necesariamente tienen una solución, porque lo que necesita es transitar el momento.
–Te convertiste en referente para muchas otras madres de chicos con autismo. ¿Es una responsabilidad? ¿No es sumarte otra carga en una vida que ya está llena de demandas?
–No sé si soy una referente, pero para mí no es una carga hablar con nadie, solo pido paciencia para contestar. Es un intercambio, te pasan datos. Llega información, nunca es un peso. Tengo un alto sentido de la responsabilidad en mi vida desde que nací, nunca te diría: “Lo que tenés que hacer es esto”. Yo estoy contando la historia de Lautaro, no de los autismos del planeta. Sobre la de Lautaro sé todo. La vida nuestra es nuestra, y de nosotros tres o de Lautaro y yo, sé todo. A veces me expongo más porque estoy con necesidad de contar algo difícil que estoy transitando. Aprendí a los ponchazos. Me hubiese gustado que existiese algo así cuando recién empezaba con todo esto. Yo no soy la regla de nadie. No soy el sujeto que se usa como ejemplo. Nos encontramos un montón de mamás en un baile parecido. No es obligación llevarlo mal. A veces puedo más que otras. A veces estoy más entera. A veces puedo levantarme y desayunar, y otras no tengo resto. Hay días en que no tengo energía, ni claridad mental. A mi me dañaron los años sin dormir, la pasamos mal y no quedás bien después de eso. Estuve cinco años y medio sin dormir. No teníamos a nadie que pudiera poner el cuerpo: éramos nosotros y a la lona. No tengo idea de cómo carajo sobrevivimos, si tuviera que volver a pasarlo ahora, con casi 46 años, creo que ya no me daría el físico. Pero la verdad que le tengo bastante cariño, creo que me lo voy a quedar (se ríe).
“Los héroes son de las películas”
Cintia conoció a Eduardo hace doce años en el medio en el que los dos se formaron: la radio. El es operador, ella –que hoy escribe su segundo libro sobre su experiencia– dejó su trabajo de productora periodística cuando quedó embarazada “porque no quería vivir con tanto estrés”.
Se impresiona un poco cuando cuenta que con todo lo que pasó en el camino se siguen admirando: “Es mi punto de apoyo, el único que me saca los ataques de pánico”. Eduardo es también el que la hace reír y con el que encontró la manera de reivindicar algunos momentos “de liviandad” incluso aunque desde que nació Lautaro no hayan podido volver a salir solos más que algunas tardes: su hijo nunca durmió fuera de su casa, nunca tuvieron un fin de semana para ellos.
Así y todo, con el tiempo fueron armando una rutina casera en la que se amalgaman las terapias y los espacios para ver series o releer a Saramago en el sillón del living. Es imposible contar un día cualquiera en sus vidas, porque a veces los días duran mucho más de 24 horas.
“Son una sorpresa, y yo odio las sorpresas –se ríe–. Buscarle la ironía es un buen ejercicio. En situaciones dramáticas, con Eduardo nos empezamos a reír para salir adelante. Hay familias que son más atípicas que otras. No todo lo que nos pasa es responsabilidad de Lautaro”.
–¿Cómo enfrentaron como pareja el diagnóstico?
–Eduardo llegó más tarde que yo a comprender que teníamos un diagnóstico. Yo hablaba mucho con mi vieja, con mis amigas, con mi hermana. Evidentemente esto no es cuestión de voluntad sino de no poder. Tampoco es que yo tenía todo resuelto. Tener un hijo con discapacidad severa no se termina de resolver nunca. Es como una ruedita. Pasás varias veces. Hay cosas q vas cachando antes, se te olvidan y volvés a pasar después. La realidad a él lo embestía y lo hacía mierda. Yo también estaba hecha mierda. A veces estoy, estamos. Hay momentos en que estoy un cacho mejor. Los hijos van muy rápido. Cuando lo terminás de entender ya es otra persona. Me siento a darle un montón de respuestas a un hijo que no es más. Nunca llegás a tiempo. Me pasa con Lautaro que se me suma ese dolor. No tengo el sentimiento de “¿Por qué me tocó esto a mí?” La naturaleza es así, las cosas pasan. A veces salen bien al principio, después se derrumban. Y yo me vuelvo a reciclar en dolores. Me duele lo incierto. No soy lo mismo yo sola, que Lautaro que no habla y está dentro del espectro en un grado muy severo y no sabe explicar lo que le pasa, no es lo mismo. Si me decís: “A todos nos puede pasar”, me estás relativizando esa carga.
–La romantización de la tragedia ajena que tanto criticás en tus redes.
–Claro. Si “vos sos divino, y mirá qué divino el chiquito en la silla de ruedas”, entonces es todo amor, no me involucro, no tengo por qué, porque se ve que va muy bien. Y lo único que estás haciendo además de discriminar es esquivar el problema que tenemos todos de lidiar con lo difícil, lo feo, lo oscuro, lo triste. Todo siempre tiene que estar bien, en armonía. No es posible, no es exacto. Hay que rever eso. La inclusión social es una construcción de la familia humana que se da en el tiempo a partir de determinados cambios. Y hoy solo está relacionada a la discapacidad: hay 40% de pobres pero solo unimos inclusión a discapacidad. Es decir que hago 15 rampas y me saco el problema de encima. Lo hablamos mucho con Inés Estévez, de quien me hice muy amiga: en estos seis años y medio la mayoría de las madres que me escribieron fue para agradecerme que por leerme llegaron al diagnóstico. Entonces es un peligro, algo está muy mal si somos los padres los que nos estamos informando solos.
–Hay un tema muy difícil que es pensar en el futuro, más cuando hay que resolver cosas todos los días. ¿Te preocupa?
–Me angustia, obvio. Con Eduardo siempre pensamos esperar un poco y después irnos a algún lugar donde las cartas estén mejor barajadas para darle a Lautaro una certeza de un futuro cuidado cuando ya no nos tenga a nosotros dos. Hay países afuera que entienden que las personas con discapacidad crecen. Eso acá ya tendría que estar pensado, pero esas respuestas, que son obligación del Estado, hoy no están.
–Te leí hablando de que fantaseabas con escaparte, tomarte un colectivo e irte lejos. A mí me hablaste del tiempo en que pensabas en morirte.
–La fantasía de huida y la de la muerte son mecanismos de defensa de situaciones que te resultan imposibles de soportar. Yo hice terapia toda mi vida y en determinado momento tuve que buscar una psicóloga que supiera de discapacidad. Ser vulnerable parece un disvalor. No está mal animarse a la vulnerabilidad. Te podés encontrar con cosas buenas. La vida no es fácil para nadie. Hay un tema central que no solo se juega en las redes y es que uno dice cualquier cosa y está bien. En general la gente te juzga. La presunción siempre está. Hay una incapacidad para ponerse en el lugar del otro que hace que te pierdas esa forma de vincularse. Hay que mirar al otro en su contexto, con las herramientas que tiene, y callarse la boca.
–¿Te pasó que te juzgaran como madre?
–Cuando Lautaro era más chiquito, para el afuera era claramente un chico malcriado: “¿Cómo puede ser cuatro años y con chupete?” Ahora que es más grande, ya no se meten. Se dan cuenta de que hay algo mal y nos miran con pena. Con el correr de los años el mundo se desaparece también para mí, porque hago foco en lo que está pasando, porque estoy en la calle y Lautito tiene una crisis. Tengo que salvar la situación. La verdad es que cuando supieron el diagnóstico, no tuve una sola persona de mi entorno que me dijera algo fuera de lugar. Nuestros amigos entienden nuestros horarios trastocados. Soy muy afortunada. Agradezco las amigas que me dio la vida. Soy muy escuchada, las llamo desesperada y siempre están. Te salva irte a dormir sabiendo que sobreviviste un día más. Los héroes son para las películas.
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