Pablo, el cirujano, no le decía nada. Solo escuchaba que le repetía la palabra “tranquilo”. En la vorágine del quirófano, también capturó la definición “rescate”. Luego comprendió que hablaban de morfina. Él, envuelto en un dolor extremo, exigía que le respondiera algo más. “¡Decime si me voy a morir!”, le gritó, fuera de sí. El médico no contestaba. “Pablo, Pablo, hablame”, pedía Carlos, mientras esbozaba un sosiego: agonizar diciendo el nombre de su hermano no era una forma tan penosa de morir. Él ya había aceptado su final. Era la noche del sábado 2 de enero en la clínica Los Arcos.
Dos días después, Carlos Strione, periodista de 45 años, ya estaba de nuevo en su casa. 24 días después, la noche del martes 26 de enero, publicaba en su cuenta de Facebook el texto que le había dedicado a un amigo. Lo hizo extensivo porque interpretó que su experiencia íntima con la muerte podía servirles a otros. “Lo comparto porque necesito que la mierda que viví le pueda ayudar a alguien más”, escribió.
Eran las ocho de la noche del primer sábado del año. Con Mariana, su pareja, y Turbo, su perro, caminaban por el barrio de Colegiales. “Era una noche típica de verano”, describió. “Dolor en el pecho. Raro. Cada vez más fuerte. ¿Infarto? Raro”, escribió. Lo primero que hizo fue naturalizarlo. Siguió caminando a ver si se le pasaba. Seguramente será algo muscular, pensó. El dolor conquistó el pecho, el estómago, la espalda, el brazo. Ya era hora de avisarle a su pareja. La idea del preinfarto ganaba entidad. Estaban a cuatro cuadras de su casa.
No llegó a entrar. Se sentó en la puerta. “107, SAME, ambulancia, Pirovano”, redactó. Los primeros estudios dieron valores estables: presión, signos vitales, placa y electrocardiograma bien. El dolor lo asustaba. Lo trasladaron a la Clínica Los Arcos. Eran las once de la noche cuando el cirujano Pablo entra corriendo con el resultado de una tomografía y el diagnóstico: neumotórax, el pulmón izquierdo desinflado se desprende de la pleura y deja filtrar exceso de aire. Intervención urgente con anestesia local.
“Empieza y ya no siento nada -escribió-. De repente, un fuego indescriptible me quema por dentro toda la espalda y el pecho. No puedo respirar. Un dolor antinatural. No existe otro así. Me empiezan a temblar las piernas y me repiquetean los dientes. Todo por el dolor insoportable. El tiempo se convierte en un presente continuo porque nunca termina, nunca pasa. Miro a la enfermera y sé que mi cara expresa desconcierto: ¿qué está pasando? No puedo razonar. No me sirve el cerebro para procesar lo que estoy viviendo”.
Intentó, con analogías, describir su suplicio: “Un dolor interno como si me estuviesen arrancando los pulmones. Hoy todavía me sigo despertando a la madrugada con esa sensación y no me puedo volver a dormir”. Copió la teoría del tiempo detenido de una persona que estuvo secuestrada. “Ahí entendí lo que me decía: el tiempo no pasaba. Para mí fueron horas”. Fueron quince minutos en los que perdió el razonamiento. “El dolor me anuló todo pensamiento. No podía procesar ni dónde estaba ni lo que me estaba pasando”.
En un momento, su agonía se dispensó cuando una corriente fría caminó por su espalda. La gelidez extendiéndose a su cuerpo lo despabiló: “Dije ‘listo, acá la quedo’. Empecé a increpar al médico. Le pedí que me dijera si me estaba muriendo. Se me viene, automáticamente, la imagen de mis hijos. Y me largo a llorar en medio de todo ese dolor”. No cuestionó nunca su suerte: ya había asumido la muerte y hasta la aceptaba como la solución al martirio.
“Vuelvo a mirar a la enfermera y le digo ‘necesito ver a mi mujer, no me quiero morir solo’ y como si su invocación hubiera sido mi último pedido de ayuda, el dolor comenzó a ceder. Seguía pero ya no me estaba matando”, escribió. La narración de su historia aún lo conmueve. Cuando repasa la secuencia, vuelve a emocionarse. Le habían hecho una punción: un tubo empezó a drenar el aire alrededor de su pulmón izquierdo responsable del dolor, que regresó a estándares tolerables. Pasó dos días con molestias severas y la incomodidad de dormir con un tubo enchufado en la espalda. “Pero nada parecido a lo que viví”, escribió.
Cuando volvió a ver a sus hijos Bianca, de quince años, y Juan, de doce, rompió en llanto. A ellos, desde las secuelas del susto, le creció un brote de felicidad. La mayor ya lo sabía. Entendió que su papá, cuando decía que iba a hablar por teléfono afuera, en verdad iba a fumarse un cigarrillo. El menor, cuando su papá se lo confesó, se enojó. “Les pedí perdón, le expliqué por qué lo hacía y que estaba intentando dejarlo. Estaban tristes por lo que pasé pero también contentos. Siempre vieron al cigarrillo como un veneno que me podía matar”, relató.
Carlos empezó a fumar cuando tenía 20 años. Lleva 25 de fumador: consumía más de un paquete por día. “Lo quise dejar un montón de veces. Estuve dos años sin fumar y la pasé pésimo”. El 2 de enero en el hospital, a su pareja le entregaron sus pertenencias: llaves, celular, billetera y un atado de puchos. Los médicos le explicaron que el neumotórax puede ser genético, hereditario o espontáneo. En su caso, el cuadro se agravó por el cigarrillo. Su vida nunca corrió peligro. Pero la profundidad y la intensidad del dolor hizo mella: “Tengo tan presente el calvario que sentí que no me está costando no fumar”.
Dijo que es preferible volverse loco de ansiedad, engordar como un chancho o agarrarse a las piñas con cualquiera que volver a fumar un cigarrillo. “No vale la pena ningún pucho. Es una maldita adicción, un mal aceptado por la sociedad. Publicidad en los kioscos, en todos lados. Me preguntabas el primero de enero y te respondía algo más cool, pero ahora, después de haber vivido lo que viví, no puedo aceptarlo”.
Sus sensaciones son, también, de impotencia: solo la cercanía con la muerte y el dolor tortuoso pudieron hacerlo entrar en razón. Tuvieron que pasar más de tres semanas para que el shock, la sensibilidad y el impacto se disiparan. “Si con esto logro que una o dos personas dejen de fumar, ya está, me doy por hecho”, expresó. Mientras tanto, el amigo al que le dedicó el texto que después hizo público sigue fumando.
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