Para Hanka Dziubas lo peor de la vida es el hambre. En el bajo cero del invierno polaco, la despertaban a las cinco de la mañana y la hacían salir a un patio para numerarla. No tenía abrigo ni zapatos. En Auschwitz rogaba por un pedacito de pan y enloquecía de sed. Cuenta su historia para vencer al olvido. Desmenuza, detalla, enseña, aún a sus 90 años, hasta que se rinde: el diccionario no dispone de tantas palabras para ayudarla. “En ningún idioma se puede describir lo que pasó en el gueto; no existe”, asegura.
Cuenta, entonces, hasta lo que su vocabulario y su espanto le permiten. En su propósito por eternizar la memoria, incurre en contradicciones. Después de calificar al campo de concentración de Auschwitz como indescriptible, lo describe. Dice que la entrada estaba electrificada, que había un hombre colgado del cuello, que la pelaron, que su comida era un plato de sopa que tenía que compartir con otras cuatro personas, que no había cucharas cucharitas tenedores nada, que hacía sus necesidades en donde pudiera, que perdió su humanidad, que se sentía tratada como un animal. Tal vez lo indescriptible de su experiencia sean lo que el diccionario carece, las palabras que no encuentra, o las vejaciones más íntimas y terroríficas.
El testimonio de Hanka tiene el mismo tenor macabro que los de Sara Rus, David Galante, Eugenia Unger, Lea Zajac de Novera, Julius Hollander, Moisés Borowicz, Agnes Klein, Raquel Mazur Sznajderhaus, Bernardo Hirsch. El común denominador es el pavor, la idea de eventos inverosímiles, las oraciones desgarradoras. Infobae recopiló fragmentos de sus testimonios más crudos y descarnados. Sin pretender revolver el morbo de la crueldad, un repaso lineal y literal de las víctimas del Holocausto en los campos de concentración, ahí donde el nazismo inoculó su plan de exterminio judío.
Las intimidades, contadas a este medio, a otros y al Museo del Holocausto de Buenos Aires, pertenecen a sobrevivientes de la Shoá radicados en Argentina. Algunos ya murieron. Ninguno tiene menos de ochenta años. Sus voces se van apagando. Lo increíble -lo difícil de creer- de sus historias mantiene a flote la obligación de recordar. A 76 años de la liberación del campo de concentración y exterminio de Auschwitz-Birkenau, en el marco del Día Internacional de Conmemoración de las Víctimas del Holocausto, quince relatos en carne viva.
Sara Rus
“Al llegar nos hicieron desnudar a todas para controlarnos y ver nuestra higiene. En ese momento tenía pelo largo. Mi madre estaba al lado mío. Entramos a un lugar y vemos escrito en alemán ‘Eine Laus dein Tod’, ‘un piojo, tu muerte’. Yo pensaba que mi pelo debía tener miles de piojos. Mi madre creía que me iban a matar. Llegamos a la revisión. A mi madre con otras personas la llevaron a empujones no sabía hacia dónde. Con el pelo largo, me sacan de la fila, me sientan en una silla y me empiezan a revisar el pelo. No encuentran un piojo. Fue mi salvación. Me cortaron las trenzas, me dejaron el pelo cortito y me llevaron a empujones a un lugar lleno de vapor. Había mujeres desnudas y peladas. Ni me daba cuenta que las estaban pelando porque estaba muy ocupada con mi pelo corto. Entré y no sabía dónde estaba mi mamá. De repente no tenía más mamá. Empiezo a gritar ‘mamá, mamá’. Había una persona chiquitita, pelada, que parecía muy viejita, sentada en un escalón. Agarro a esta señora y le pregunto: ‘¿Usted no vio a mi mamá?’. La señora me dice: ‘Hija, te estaba esperando. Yo soy tu madre’”.
“Fueron momentos muy difíciles. Yo siempre quise tener un hermano. Justo mi mamá se quedó embarazada cuando estalló la guerra. Esas cosas que no debían haber pasado y pasaron. Mi mamá tuvo un nene en el gueto. Fue un varón hermoso. Vivió tres meses nada más. Falleció de desnutrición porque mi madre no tenía leche. Yo era chiquita y salía corriendo a buscar un poco de leche para él, porque la repartían en un jarrito a las mujeres embarazadas. Me ponía en la fila a las cinco de la mañana para que me dieran un poquito de leche para mi hermano y las mismas mujeres embarazadas me sacaban porque creían que la quería para mí. ‘Vos nena andate de acá’, me gritaban. El hambre hace cualquier cosa. Al año mi madre queda embarazada otra vez. Creo que fue un nene. Los alemanes lo mataron al nacer. Y ya no tuve más hermanos”.
David Galante
“Cuando llegabas al campo, te sacaban el nombre y te ponían un número. El mío era B7328. El nombre ya no existe más, desaparece y queda el número. Si te llaman, te llaman por número. Y es bravo porque vos no entendías el alemán. Yo no hablaba alemán, pero poco a poco te vas adaptando al sistema. Me acuerdo mi número en alemán porque necesitaba saberlo: B sieben drei zwei acht. En el campo, entre nosotros nos llamábamos por el nombre. Nunca pensé en quitarme el tatuaje. ¿Para qué? Es un recuerdo. No que no es feliz, pero es un recuerdo. La vida es así, uno no sabe sus idas y vueltas. Mis hijos me preguntaban por el tatuaje. Hablamos de lo que pasó. Hay que contar, seguir contando. Para que se sepan las cosas y las comprendan ellos también. Cuando una criatura pregunta por el tatuaje a veces es difícil explicarle qué significa esto, pero con el tiempo uno va creciendo”.
Raquel Mazur Sznajderhaus
“Después del levantamiento en el gueto de Vilna, la Gestapo decidió liquidarlo. El día 23 de septiembre de 1943 está inscripto en mi mente, mi corazón y en mi alma por siempre jamás. Era un día lluvioso y triste, hasta el cielo lloró. Por última vez traspasamos los portones del gueto. Éramos una humanidad convertida en nada, silenciosas lágrimas caían sobre nuestras caras. Nos llevaron al cementerio La Rosa. Lo primero que vimos fueron dos cuerpos colgando de tres sogas. ¿Por qué? ¿Por desobedecer? ¿Esto nos pasará a nosotros? Los nazis sabían muy bien como intimidarnos. En el aire el olor a muerte era difícil de describir. El llanto de bebés y niños al ser arrancados de los brazos de sus madres nos hizo temblar. El miedo nos paralizó. Entonces comenzó la selección. Derecha vida, izquierda muerte. Mi hermana Lila y yo fuimos seleccionadas a la derecha, aptas para trabajo forzoso. Mi padre, tía y demás familiares, personas mayores, bebes y niños a la izquierda, muerte. Fueron llevados integrando un grupo grande de gente a Ponary, un lugar cerca de Vilna, donde cavaron fosas comunes y fusilaron a todos. No los volvimos a ver nunca más”. (“Identidad” del Museo del Holocausto de Buenos Aires).
Eugenia Unger
“En el subsuelo de mi casa hicimos un búnker para escondernos. Allí las ratas nos comían; después, en el campo de concentración, nosotros las comíamos a ellas. Así es la vida… Estaba una amiga con su bebé, el nene empezó a llorar, ella le puso una almohadita para que no grite porque escuchamos a los nazis, y lo asfixió… Pasamos por muchos búnkers. El último fue el horno de una panadería. Éramos diez personas, no se cómo entramos. Alguien nos delató y los nazis nos descubrieron. Me pidieron que me saque la ropa, para violarme. Lo hice y me vino una hemorragia, porque Dios siempre estuvo conmigo. Yo había oído cómo unos polacos violaban a la hija de un rabino hasta matarla. Ella tenía mi edad”.
Julius Hollander
“El hambre es terrible. Hace que uno sueñe con comida, pero no con un manjar, sino simplemente con pan. En las “marchas de la muerte”, en cada pueblo que pasábamos, ellos buscaban lugares para encerrarnos a la noche y así poder irse a dormir. Una vez, nos metieron en una mina de piedra y arena medio abandonada. Antes, nos habían entregado a cada uno un pedacito de pan que nos dijeron que tenía que durarnos cuatro días. Corté una cuarta parte y la comí ese día. Después de una hora de estar en la mina, Goldstein me dijo que le faltaba el aire y que iba a tratar de salir, pero yo no tenía fuerzas y me quedé. No habían tirado gas adentro, pero estaba tan cerrado que con el mismo monóxido de carbono de la respiración, la gente se empezó a intoxicar. Todos querían salir, el portón no se abría, la gente se pisaba. Al rato, yo empecé a sentir también que me mareaba, pero estaba tan mal que en vez de salir, me metí más adentro. Pensé que me iba a morir, entonces agarré y me comí las tres raciones de pan, si total ya me moría. A la madrugada, abrieron los portones y había un montón de muertos, gente asfixiada, gente aplastada. Goldstein entró a buscarme, yo no estaba ni entre los vivos ni entre los muertos. Me encontró bien adentro, desmayado. Me sacó y cuando me llegó el aire, vomité. Lo primero que pensé fue ‘¿y ahora qué como?’. Es terrible ese hambre, sin esperanzas. Aun así, uno trataba de no perder la humanidad”.
“Una noche, mientras estábamos formando, por el altoparlante anunciaron que se iba a organizar un comando electricista. ‘Se va a tomar examen, que no se presente nadie que no sea electricista porque será sometido a serias medidas’, dijeron. Pero yo pensé: ‘Peor de lo que estoy, no puedo estar’. Y me presenté. Sabía que, si seguía ahí, me iban a matar. Ya no tenía más fuerzas, estaba quebrado, no daba más. No sabía nada de electricidad. El jefe era un austríaco que de profesión era electricista pero que había matado a no sé cuántas personas, era un asesino. En vez de mandarlo a la cárcel, lo mandaron ahí. Me vio llegar, y yo era muy joven, no me creyó que fuera electricista. Me mandó a agarrar un caño y doblarlo y yo no sabía ni por dónde empezar. Entonces, en ese momento, se me ocurrió una idea, le dije: ‘La verdad es que no soy electricista, pero si usted me deja, yo le voy a conseguir una botella de vodka todos los días’. No tenía la más mínima idea de cómo iba a hacer. El tipo no sé si me vio tan audaz y le pareció divertido o qué, pero me dijo que sí. ¿Cómo hice? Mi amigo Goldstein trabajaba en el lavadero del campo, donde había un montón de ropa de sobra, de gente que habían matado. La ropa tenía un sello, que decía ‘Auschwitz’, para evitar justamente que la sacaran de allí. Él buscaba camisas que tuvieran el sello bien abajo, las cortaba, les hacía un dobladillo –era sastre de profesión– y todos los días me llevaba puestas tres o cuatro camisas de esas. Dentro de la fábrica donde trabajaba había polacos que no eran presos, sino contratados. Nosotros teníamos prohibido hablar con ellos, pero me acerqué a uno y le dije: ‘Si me conseguís todos los días una botellita chiquita de vodka y un pan, yo todos los días te traigo tres o cuatro camisas, de las mejores’. Ellos también sufrían la escasez de ropa y de todo, así que me dijo que sí. Como no nos podíamos ver, yo las dejaba arriba del montacargas y él también me dejaba las cosas ahí. Así fue que, entre el vodka para el alemán y el pedazo de pan –la mitad para mí y la otra mitad para Goldstein–, pudimos sobrevivir los dos”.
Lea Zajac de Novera
“Soy sobreviviente de Auschwitz. Llevo tatuado en mi brazo izquierdo el número 33502 que me quitó mi adolescencia y mi identidad. Viví dos años en el gueto de Pruzany, cerca de Bialistok, Polonia, mi ciudad natal, donde padecimos miseria y hambre. Llegamos el 2 de febrero de 1943 luego de viajar cinco días hacinados en vagones de ganado, sin agua ni comida, haciendo nuestras necesidades en un rincón. En el viaje, mi tío pidió agua por la ventanilla y los nazis lo mataron de un tiro en la frente. Al llegar, llevaron a mis padres y mis dos hermanos a las cámaras de gas. Los menores de 18 estaban condenados a la muerte. Yo, con mis 16, y un tapado que me hacía parecer mayor me mezclé entre las mujeres destinadas al trabajo forzado. Nos levantaban a la madrugada, con un trapo como vestido, tiritábamos. Sólo tomábamos un brebaje como café y un trozo de pan que parecía arcilla. Los primeros meses fueron terribles. Una vez sentí un dolor en la pierna y debí ir a la enfermería, la antesala de la muerte. Una noche, Mengele me tomó del brazo con sus dedos largos de araña venenosa y dijo mi número para mandarme al día siguiente a la cámara de gas. Me salvó una doctora rusa, prisionera de guerra: me tachó de la lista y me reemplazó por un muerto. Su nombre era Lubov, que en ruso significa amor”. (Clarín, publicado en 2009).
“Era un día de primavera en Auschwitz. El año más terrible: 1943. El agua estaba contaminada. Tomar una gota significaba la muerte. Aquel día sentía que no aguantaría cargar los pesados escombros y, perdido por perdido, después del recuento, me escondí dentro de la barraca y no fui a trabajar. Acurrucada contra la pared de tablas en un rincón, tapada por los camastros, esperaba temblando. De pronto, a través de una rendija en la pared, vi un grupo de niños, alrededor de cien, custodiados por los esbirros nazis con sus metralletas. Adelante iban los más chiquitos, de 5 ó 6 años, con su mirada inocente y algún juguete en sus manos. Supongo que venían de algún orfanato o de Theresienstadt. Los de las filas de atrás, más grandecitos, de 10 a 12 años con miradas más inquietas y con miedo. Yo sabía bien que iban derecho a las cámaras de gas. En aquel momento, en mi desesperación, empecé a rogar a Dios: ‘Si existís, dame ahora mismo una señal. Que alguno de ellos quiera escapar, que aunque sea se nuble y que pase algo!’. ¡Y en un rato desaparecieron de la faz de la tierra cien inocentes niños! Pero nada pasó. El sol siguió brillando, el mundo siguió andando. Veinte minutos después se convirtieron en cenizas. En aquel momento tambaleó fuerte mi fe en Dios”. (“Identidad” del Museo del Holocausto de Buenos Aires).
Moisés Borowicz
“Un día salí a hacer mis necesidades detrás de un árbol y vi de lejos que venían los nazis con un montón de campesinos, entonces fui al bunker a avisarle a mi familia. Empezamos a correr pero nos rodearon. Un alemán levantó el fusil y disparó contra un árbol y cayó un pájaro. Luego, la miró a mi madre y le preguntó si yo era su hijo y dijo: ‘Este muchacho tiene destino de vivir porque cuando él se escapaba yo lo quería matar y se me trabó el fusil y ahora, para el pájaro, la bala salió’. Esa fue como una premonición, porque a toda mi familia la mataron y yo me salvé, sobreviví, para contar mi historia”. (Página 12, publicado en 2013).
“Cada semana teníamos que ir a hacer el service de cortarnos el pelo, para que no nos contagiáramos piojos y tuviéramos tifus. Cuando me tocaba a mí, el que me tenía que afeitar, en vez de tener una navaja, tenía un serrucho, ya estaba todo gastado. Me lastimó toda la cabeza y me estaba sangrando, entonces me dijeron que fuera a una barraca donde había primeros auxilios. Entré ahí y no había nada, sólo un hombre sentado que me vendó la cabeza con un rollo de papel higiénico y me dijo que volviera a donde estaba trabajando. Un día, vino el jefe y pronunció un discurso, dijo que nos tenían que trasladar y que los que estaban enfermos que dieran un paso al costado, que había que caminar mucho y que los iban a trasladar en camiones. Yo no salí porque yo no me sentía enfermo, pero vino un nazi, me agarró del cuello, me tiró y dijo que fuera para el otro lado, entonces yo estaba parado del otro lado, donde estaban los que iban a caminar. Había un hombre que era sastre de mi pueblo y él le agarraba las ropas a los nazis y parecía que sabía algo y me decía que pasara al otro lado, me hacía señas de que nos iban a matar ahí. Yo quería pasar pero estaba lleno de guardias, y yo pensaba: ‘¿Cómo hago, cómo hago?’. Al final parece que se me prendió una lamparita en la cabeza y me arranqué el turbante, lo tiré al piso, lo pisoteé y justo cuando pasó un nazi le dije: ‘Señor, yo no sé porque a mí me pusieron de este lado’. Yo hablaba alemán: ‘Se equivocaron, yo soy un hombre sano, soy fuerte, yo puedo caminar’, y me preguntó si yo podía caminar y empecé a caminar y a correr, parecía que llegaba a China o a Buenos Aires. Me dijo que estaba bien, que fuera al otro lado. A la noche, cuando empezamos a caminar, escuchamos que a todos los que llevaban en camiones los ametrallaron”. (Punto Convergente de la Universidad Católica Argentina, publicado en 2017).
Hanka Dziubas
“Auschwitz es indescriptible. Primero nos cargaron en camiones de carbón. Cuando llegamos a destino, en la puerta, la entrada estaba electrificada. Había colgado un hombre. Entramos, éramos negros, uno no conocía al otro. Nos pelaron de arriba abajo, nos bañamos y nos mandaron al Bloque 5. Nadie sabía que éramos hermanas porque corríamos peligro. En Auschwitz recibimos un plato de sopa para cinco, no había ni cucharas, ni cucharitas, ni tenedor ni nada. Una ollita y nos pusimos las cinco, la última nunca comió. Había una tristeza grande. Ahí nos sacamos la cosa de la humanidad para ir al baño. Tampoco se podría ir cuando uno quería.”
“Un día anunciaron por altoparlante que había sobrado un poco de comida y que fueran los que querían un poco más. Pero no había en qué ir a buscar eso, yo no podía llevarlo en las manos, así que rompí un pedazo de frazada y corrí para buscar un poco de sopa para mi hermana mayor, María, que se había quedado sin nada. Los piojos flotaban arriba de la sopa, pero nadie se fijó. Que sea comida, que sea lo que sea, en Auschwitz lo único que importaba era comer”. (Minuto Uno, publicado en 2014).
Agnes Klein
“En Auschwitz estaba Mengele. Cuando llegamos, él estaba esperando el tren. Recuerdo que era un tipo alto, buen mozo, de ojos celestes, pelo oscuro. Fue la única vez que lo volví a ver. Un asesino sin piedad. Estaba sentado delante de una mesa. Con un bastón ordenaba que los viejos y los niños fueran para un lado, y el resto para otro. De ahí nos enviaron a las barracas en el interior del campo. Había un baño donde nos pelaron y nos sacaron la ropa. Al día siguiente nos levantaron a las cuatro de la mañana. El campo estaba rodeado con alambre electrificado y con guardias armados. Todos los días nos contaban”. (El País de Uruguay, publicado en 2015).
Bernardo Hirsch
“Cuando llegamos a Auschwitz, luego de un largo viaje (compartiendo con más de un centenar de deportados por vagón, entre los que había enfermos, niños fallecidos y ancianos moribundos) nos formaron para una primera selección. Primero nos separaron a mi padre, a mi hermano y a mí, de mi hermana y de mi cuñada a quienes no volvería a ver. Luego llegaría el momento de seleccionar a los que eran aptos para los trabajos forzados de aquellos que por su edad o por su estado físico no lo eran. Mi padre fue elegido para ese segundo grupo. Su tierna mirada de ojos claros se clavó en los míos en una eterna despedida. No pudimos contener las lágrimas. Él posiblemente intuía su destino, yo comenzaba a sufrir su ausencia. Saqué un trozo de pan que traía en uno de mis bolsillos y se lo extendí, cuando lo tomó, su temblorosa mano se aferró a la mía. Nunca más lo volví a ver”. (“Identidad” del Museo del Holocausto de Buenos Aires).
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