Cuando los policías de la Comisaría 14° de la Ciudad de Buenos Aires ingresaron a la casa de la Bignollo, el panorama era tétrico. Allí, en la vivienda de Cochabamba 113, toda la familia estaba muerta. Recién entonces, aquel 21 de enero de 1871, las autoridades se convencieron que la epidemia de fiebre amarilla hacía estragos en los porteños. No obstante, el certificado de defunción de la familia malograda decía que habían fallecido por “gastroenteritis”.
Sólo por esa razón, por la obstinación de los entes de salud de la época para no aceptar lo que ya era evidente, se tiene el 27 de enero de ese año como fecha de inicio de la epidemia del “vómito negro”, como se lo llamaba, con tres muertos hallados en San Telmo. Pero lejos estaban aún los porteños y las autoridades en modificar la vida normal del país: los carnavales, con sus bailes callejeros se harían como de costumbre, y en la Casa de Gobierno ultimaban los detalles para la inauguración en marzo, de la Primera Exposición Nacional de Córdoba, donde se mostraría el potencial productor, tecnológico y científico del país.
Solo algunos de los barcos provenientes del norte, donde la epidemia se había declarado en Brasil e incluso en la provincia de Corrientes, serían obligados a someterse a la cuarentena. En una ocasión, cuando el médico del puerto quiso evitar el desembarco del pasaje de dos buques y mandarlos a cuarentena, se lo llevaron preso. Los soldados que venían de combatir en la Guerra de la Triple Alianza traían la enfermedad.
En un principio confundieron la fiebre amarilla con una tifoidea especialmente agresiva. El pico comenzó el 27 de marzo y el mayor número de muertos en un solo día se registró el 13 de abril, con 501 defunciones.
Nada de Buenos Aires
La salubridad era casi nula. Las calles sin pavimentar, terrenos y paseos se rellenaban con basura. Casi ni existía el servicio de aguas corrientes y la población consumía el agua de aljibes y pozos contaminada con sustancias orgánicas. La fruta permanecía días al rayo del sol y muchos obreros, que trabajaban en labores del puerto, vivían hacinados con sus familias en precarias barracas de madera. A este panorama se sumaban los conventillos, con sus piezas atestadas de inmigrantes.
Recién para el último día del carnaval se prohibieron los bailes de disfraces y tanto las escuelas como la Universidad de Buenos Aires cerraron sus puertas. Los vecinos de Barracas, barrio que tuvo su primer caso el 17 de febrero de una mujer que se había mudado de San Telmo, destruyeron los elementos que se iban a usar para levantar -por precaución- un lazareto, ya que no querían “apestados” que viniesen del centro.
La ciudad, tierra de nadie
El panorama en la ciudad era desolador. En la propagación de la enfermedad para el norte y el oeste, mucha gente dejaba sus viviendas, algunas con las puertas sin llave, abandonándolo todo. Las que tenían recursos, se instalaban en la zona norte; otras se fueron al campo, donde se encontraron con que los alquileres habían subido notoriamente.
El gobernador bonaerense Emilio Castro anunció que habilitaría alojamientos especiales fuera de la ciudad para la gente de escasos recursos que quisiesen dejar la ciudad. Y un buen número de inmigrantes -especialmente apuntados los italianos como los causantes de la epidemia y donde se registraron la mayor cantidad de muertos- se subieron a los barcos y regresaron a sus países. Las autoridades también debieron atender otro grave problema, que fue el alto número de huérfanos que provocó el flagelo.
La fiebre amarilla fue implacable en el barrio de La Boca, donde hubo 30 muertos por día. Todo el mundo apuntaba al Riachuelo y a sus pestilentes aguas contaminadas con los desechos de los saladeros, que funcionaban desde los tiempos del virrey Vértiz. “¿Hasta cuándo respiraremos el aliento y beberemos la podredumbre de ese gran cadáver tendido a espaldas de nuestra ciudad?”, se preguntaba el diario La Nación. Es que muchos atribuían la expansión de la epidemia a causas atmosféricas y hasta telúricas.
Los 160 médicos que se quedaron en Buenos Aires no daban abasto para una ciudad de 200 mil habitantes. Se dispuso que cada uno de ellos cobrasen 10 mil pesos por mes, fondos que salieron de la Cuenta Especial de Gastos de la Epidemia. Cuando el número de afectados disminuyó, percibieron la mitad, y a partir del 1 de julio no les pagaron más. Entre los médicos que fallecieron figuran Francisco Javier Muñiz, Adolfo Argerich, Caupolicán Molina y José Pereyra Lucena.
A mediados de marzo el presidente Domingo Faustino Sarmiento y su vice Adolfo Alsina, debieron dejar la ciudad, así como el gabinete, los senadores y diputados, y la Corte Suprema de Justicia. Algunas figuras prominentes se quedaron, como fue el caso de Bartolomé Mitre que, junto a uno de sus hijos, terminaría enfermo. La iglesia también se quedó, oficiando misas despobladas, ya que se recomendaba evitar la reunión de muchas personas en un mismo lugar. Todos los días se rezaba para que se terminase la epidemia, que se cobraría la vida de 67 curas, de un total de 292.
A partir del 10 de abril se decretó feriado hasta fin de ese mes y se prohibieron la celebración de fiestas religiosas. Se cerraron oficinas públicas nacionales y provinciales, además de los comercios. Pronto comenzaron los problemas de abastecimiento.
Miserias humanas
En una ciudad casi despoblada, con muertos en las calles, hizo que ladrones disfrazados de enfermeros saquearan casas abandonadas o aún con sus habitantes moribundos. Aparecieron abogados y escribanos que confeccionaban testamentos y escrituras falsas para apropiarse de viviendas abandonadas o donde sabían que todos sus ocupantes habían fallecido.
La policía ponía candados a las viviendas, mientras que integrantes de la Comisión Popular de Salud Pública, que se había creado en la Plaza de la Victoria el 14 de marzo por presión popular, recorría especialmente el barrio de San Telmo, echando a la calle a los infectados y haciendo fogatas para ahuyentar el mal que se creía se transmitía por el aire. Otros, con soluciones más radicales, querían incendiar los conventillos donde habitaba gente enferma.
¿Qué hacer con los muertos?
La ciudad disponía de 40 coches fúnebres, que no daban abasto. Era común escuchar, a lo largo de las noches, su paso incesante rumbo al cementerio. Cuando éstos ya eran insuficientes, se pusieron a disposición los que se usaban para recolectar basura. Y hasta se debió convocar para esa ingrata tarea a los mateos, usados para paseos. Estos, rápidamente, subieron las tarifas de traslados.
Esos mismos carros se cruzaban con otros que llevaban ropas, sábanas y camas de los muertos para ser quemados.
Como muchos de los fabricantes de ataúdes también morían, los féretros comenzaron a escasear. Los fallecidos eran envueltos en sábanas y en lonas y se los dejaba en las esquinas.
Todo aumentaba. Hasta los pocos remedios que tenían las farmacias, que no servían para atacar a la fiebre amarilla, la gente igual los compraba. El gobierno había dispuesto que determinadas boticas permaneciesen siempre abiertas, con algunos remedios para distribuir entre los pobres.
La Chacarita
La mayoría de los muertos se los llevaba al Cementerio del Sud, en el actual Parque Ameghino, en Parque Patricios. Antiguamente en ese lugar estaba la quinta de los Escalada, donde falleció Remedios, la esposa de San Martín. En 1867, cuando los terrenos fueron comprados por el Estado, se abrió un cementerio. Cuando enterraron a 10.044 personas por la fiebre amarilla, colapsó.
Así nació el 14 de abril el Cementerio de la Chacarita, en terrenos donde actualmente está el Parque Los Andes y que hasta algunos años atrás era el lugar de vacaciones de los alumnos del Colegio Nacional de Buenos Aires.
El primer inhumado fue el albañil Manuel Rodríguez. Mientras duró la epidemia, los féretros se acumulaban en la puerta del cementerio, esperando su turno. Esa espera podía durar hasta una semana.
A fin de abril Munilla, el primer administrador del nuevo cementerio, alertó que no daban abasto en las inhumaciones. Tenía más de 600 aún sin enterrar, a los que se sumaron una docena de peones, que cayeron víctimas de la epidemia. En ese primer cementerio de la Chacarita -que se dejaría de enterrar en 1886- fue el destino final de 3423 personas.
El tren de la muerte
Le encomendaron al Ferrocarril del Oeste tender una vía que desde el centro de la ciudad recorriese los 6 kilómetros por la calle Corrientes hasta el cementerio. Así nació el “tranvía fúnebre” o el “tren fúnebre”, que salía de Corrientes y Ecuador y tenía dos paradas, una en Medrano y la otra en Ministro Inglés, hoy Scalabrini Ortiz, donde estaba la quinta de Alsina. En cada una de ellas, levantaba una carga de cadáveres.
El tendido de las vías estuvo a cargo del ingeniero francés Augusto Ringuelet quien, en tiempo récord, finalizó la obra el martes 11 de abril, dos días después de Pascua, en los que hubo 72 muertos. Para el Viernes Santo había quedado colmado el Cementerio del Sud.
La locomotora usada fue “La Porteña”, que arrastraba vagones con cuerpos apilados y tapados por una lona negra. Cerraba la formación un vagón de pasajeros, donde iban los familiares de los muertos, para darles el último adiós. Hacía dos viajes diarios a Chacarita, solo de ida.
El maquinista se llamaba John Allan, un inglés nacido en Liverpool quien, junto a su hermano Thomas, había sido el primero en conducir La Porteña en su viaje inaugural en 1857. Al tercer día como conductor del tren fúnebre, también cayó víctima de la fiebre amarilla. Tenía 36 años.
El 24 de mayo de ese mismo año, la enfermedad se cobró su última vida. Fue la del español Pedro García, de 50 años, que habitaba el barrio de San Telmo, igual que la familia Bignollo. La tasa de mortalidad en la ciudad fue del 7%. Fue una epidemia que dejó una profunda huella en toda la sociedad.
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