El vestido de novia que nunca pudo usar Alicia Giúdice cubre hoy su ataúd. Lo colocó allí su madre, Nicolina Ivanoff, después de que el fuego le arrebatara a su hija el 21 de enero de 1994. Faltaban apenas 15 días para su boda con Cristian Meriño. Ella tenía 22 años. Él, 21. Y estaban pintando su casa, ubicada a la vuelta del cuartel de Puerto Madryn, cuando escucharon la sirena. Dejaron todo y allá partieron… Son parte de los 25 bomberos que murieron el 21 de enero de 1994, envueltos en llamas, viento y humo.
El incendio se inició en horas del mediodía, probablemente alrededor de una ermita ubicada junto a la ruta 3, lindera al campo que en aquel momento pertenecía a Ana Gallastegui, cerca de la rotonda sur de acceso a la ciudad y a unos 15 kilómetros de esta. El primero que vio el humo fue un adolescente, que dio aviso a la policía. Cuenta la pericia que firmaron los comisarios Evaristo León y Antonio Ruscelli y el subcomisario Guillermo Schanz -entregada el 2 de febrero de ese año- que a las 14:30 los bomberos recibieron un llamado de la Seccional Primera.
Dos grupos de bomberos, uno a cargo de Meriño y otro de Daniel Zárate, se internaron unos 3.000 metros dentro del campo en dos móviles, hacia la zona nombrada como Puesto Gallastegui, en rigor una construcción abandonada. De allí continuaron a pie para combatir las llamas. A las 16:15, un tercer grupo, comandado por el suboficial principal José Luis Manchula, llegó a ese lugar. En el mismo había varios menores. Bajaron del móvil número 8 y él decidió que caminaran 400 metros con dirección oeste. Su equipo de protección era precario: overoles y botas de goma. Manchula era, entre todo el personal de bomberos, el que tenía el grado más alto aquella jornada. Ricardo Vera, el jefe del cuerpo de Madryn, se encontraba en la localidad de Rawson.
A esa hora, la velocidad del viento se incrementó un 36%, llegando a los 25 kilómetros por hora. La temperatura era de 28,8°. Las llamas avanzaban hacia el sur a 3 km/h y hacia el oeste a 6 km/h. El grupo de bomberos llevaba cinco radiotransmisores. A las 17:15, el viento amainó: era de 18 km/h.
A las 17:20, el alerta: el sargento Julio Laportilla le advierte a la avanzada que combate el fuego que el viento cambió de dirección y aumentó su velocidad. Le responde Cristian Meriño, dice que están bien y ve, a unos 300 metros, el Puesto Gallastegui. En ese momento, el viento alcanzó unos 40 km/h: un 122% más que apenas minutos antes. La temperatura sube a 32°, la máxima del día.
A las 17:25, Laportilla llama con más urgencia al grupo. Advirtió, además, que, por obra del viento y la vegetación propia de la árida meseta patagónica (jarilla, piquillín, coirón, algarrobitos y moye) las llamas incrementan su tamaño. No hay respuesta, solo silencio. Diez minutos después, insiste, y esta vez hay respuesta: Manchula le pide que los auxilie, que las llamas los están rodeando.
A las 17:38, Laportilla intenta llegar donde supone que estará el grupo, pero las llamas se lo impiden. 17.40: logra atravesar el fuego, avanza hasta una tranquera, pero no ve a nadie, y los llamados de radio no tienen respuesta. Supone que sus compañeros buscaron una vía de escape hacia el sur o el oeste. A las 17:55 se comunica con el Cuartel Central y pide que se haga sonar la sirena de alarma general.
La letra fría del informe pericial señala que entre las 18:00 y las 18:15 se reciben pedidos de ayuda del grupo, “siendo el último que captan probablemente la voz de un menor, que lo hacía con bastante desesperación”.
El fotógrafo de fauna José Luis Lazarte llegó a las 18 horas. De él son las fotos de los bomberos luchando contra el fuego que ilustran esta nota. “Yo estaba cubriendo la botadura de un catamarán para el diario Jornada, y de ahí fui para el campo. Entré con los bomberos un tramo, unos 300 metros, hice fotos y volví. Por el humo, era como de noche. Para mí, en ese momento, era un incendio de campo más, algo que ocurría día por medio. Después supimos lo que pasó. Muchos padres ya fallecieron, y un par se suicidaron…”
Para entonces, se presume que los 25 bomberos habían muerto.
Recién los encontraron a las 7:30 del día siguiente. Una patrulla de búsqueda halló herramientas de zapa y algunos cascos. Unos metros más adelante -se consignó- encontraron los primeros cadáveres. Más adelante, el resto. Desde el aire, un avión de reconocimiento también vio el horrible panorama. A bordo iba Vera, que al comprobar la muerte de sus subalternos tuvo un ataque de nervios y debió ser internado en la Clínica San Jorge de Madryn. Fue relevado del mando, y aunque sigue viviendo en Puerto Madryn, no pudo volver a dirigir el cuartel. El incendio tardó 40 horas en ser extinguido en su totalidad.
El sábado 22, todo Madryn se unió en un llanto. En el Gimnasio Municipal fueron velados 23 bomberitos. Por razones religiosas, Ramiro Cabrera (16) y Marcelo Miranda (el más chico, de apenas 11 años) tuvieron una despedida aparte. El domingo 23, a las 18:15 de la tarde, los féretros fueron llevados al cementerio sobre un camión que encabezaba una caravana doliente de interminables cuadras. Veinticinco nichos -del 268 al 293- los esperaban.
La boda que no fue
En 1994 decían que los cuerpos de Alicia y Cristian habían sido hallados uno junto al otro. Hoy, 27 años después, Nicolina descree de eso. “Ellos eran muy respetuosos dentro del cuartel, se trataban de usted, para ella ahí era el señor Meriño. En la desesperación por salir no creo que se hayan encontrado. Se habían elegido para vivir juntos, no para morir…”.
Para la madre de Alicia (que era Técnica en Administración de Empresas y trabajaba en un negocio de artículos para el hogar) el tiempo no pasó. Vive en una casa detrás del cementerio, tiene las mismas lágrimas y habla de ella con el mismo amor y el mismo dolor que dos días después de la tragedia: “Mi hija era una chica de mucho carácter, siempre ayudaba a la gente. Tocaba la guitarra y el órgano, era estudiosa. Me acuerdo cuando hizo las invitaciones para su casamiento, le dije que las había hecho mal, que no invitaban los novios, sino los padres. Me miró y me dijo: ‘No, mami, la que se casa soy yo”’. Quedaron hace 27 años, a un costado, los cascos de telgopor que había encargado para el carnaval carioca, el ramo de gladiolos color salmón y la torta que les iba a hacer Silvana, la hermana Cristian, que trabajaba en una panadería.
“Alicia era chiquita cuando entró a los boy scouts, todos mis hijos fueron -recuerda Nicolina-. Ella llegó al máximo eslabón. Y me dijo: ‘Acá cumplí… Cuando el cuartel incorpore mujeres me voy a anotar para bombera voluntaria’. Mucho no me gustó, pero tenía 17 cuando entró. No le podía decir no… Era casi mayor de edad. Un día la vi pasar colgada de la autobomba. Manejaba hasta el camión”.
La tarde que su hija murió, Nicolina estaba en su casa, escuchando la radio para ver si llegaban novedades. A la noche fue hasta el cuartel. “Me quedé hasta las 2 de la mañana. Me dijeron que estaban bien y que necesitaban agua y fruta. Me crucé a una verdulería y le insistí al sereno que por favor me vendiera una bolsa de naranjas… Al otro día me enteré por un chico vecino, que en un ataque de nervios empezó a hablar fuerte y a nombrar a los dos… Ni siquiera le pregunté… Salí corriendo. Y alguien paró y me llevó al cuartel. Antes de entrar, mis compañeras del hospital me agarraron y me lo dijeron. Me quería morir, no quería seguir viviendo”.
“La pérdida de un hijo es lo peor que le puede pasar a un ser humano -dice Nicolina a Infobae-. La vida se hace muy dura. Recuperarse cuesta un montón… bah, no te recuperás nunca. Pero todos los días ponés un granito de arena para seguir. Tengo dos hijos más. Uno, Nahuel, está en Valeria del Mar y trabaja en el hospital de Mar del Plata, se casó con una chica de La Plata y se quedó allá. Era bombero también, y se salvó porque estaba jugando al fútbol. Tiene dos hijos, y lo afectó mucho la muerte de su hermana. ‘A Madryn, a vivir, nunca más… Paso por la Politécnica y veo a Alicia, voy a la playa y también…’, me dijo”.
Dice Nicolina que Nahuel siempre llevó muy profundo el dolor y no podía sacarlo afuera. Sin embargo, le dejó unas palabras a Infobae para recordar a su hermana: “Puedo hablar de Alicia como persona, como hermana, hija, amiga, también como un ser con proyectos y un montón de cosas para dar, por eso se brindaba a la sociedad siendo bombero voluntario... También puedo decir que el destino quiso que un grupo de personas de bien, brindadas a la sociedad se fuera de manera abrupta. Pero también que una provincia abandonó a esos bomberos y que aún sigue abandonado a los padres con una irresponsabilidad poca veces vista, olvidando que son ellos quienes se quedaron sin los hijos... Pero seguimos adelante y nos alimentamos de las alegrías, la sonrisa y el esfuerzo, sabiendo que cumplimos y no nos dejamos caer. Yo sé que desde algún lugar esas almas nos siguen dando cosas y nos alumbran...”
Su otra hija se llama Marisa y, para Nicolina, “fue un regalo de Alicia. Como yo trabajaba, soy radióloga, tenían niñera. Estaba embarazada, y con 5 meses se fue de casa. Un día me avisaron que había tenido una nena y que la pensaba dejar en el hospital porque no la podía criar. Se los comenté a Alicia y Nahuel. Y ella me dijo: ‘Yo quiero que traigas a esa nena’ Así que fui al hospital y la adopté”
Desde aquel 1994, para Navidad, Nicolina arma un arbolito aparte, solo para Alicia. Y en el cementerio, además del vestido de novia, pidió su uniforme de bombera y también lo colocó en el nicho que guarda sus restos.
El hijo que no vio
Juan Carlos “Cocalo” Zárate y Marcela Alejandra Molina eran una pareja feliz. En febrero del 94 iban a cumplir cuatro años de convivencia, y ella tenía un embarazo de siete meses. El mismo 21 de enero, él había terminado el curso de enfermería. Había estudiado en el Colegio Militar de la Nación y ya era técnico mecánico. Pero sonó la sirena, y él dejó el festejo para después. Ser bombero era su pasión. Hasta había escrito una canción: “Bombero voluntario quiero ser, para eso me entrené, corro de día y de noche, no me canso de correr. Bombero voluntario quiero ser…”
“Cuando éramos novios me llevó a tomar un helado. De golpe sonó la sirena y salió corriendo. Me dejó así, corriéndolo con dos helados en las manos…”, recuerda Marcela, que hasta el embarazo también era bombera.
Cuando Cocalo -que tenía 22 años- llegó al cuartel aquel viernes 21, ya estaban allí sus dos hermanos varones. Daniel, el del medio, fue con una cuadrilla. Cristian, el más chico, de 14 años, el que siempre imitaba lo que hacían los mayores, se prendió de Juan Carlos para que lo llevara con él. Tampoco volvió. Contaba Daniel que ellos eran muy unidos: “Lo que hacía uno lo hacía el otro. Cuando íbamos a jugar al básquet al Sporting, los dos nos pusimos a jugar también. Y así nos hicimos bomberos. El cuartel era como una familia”.
Marcela -que contaba con 25 años en aquel momento- tuvo a su hijo. Como prometió en 1994, le puso de nombre Juan Carlos. “Así lo quería el padre, que era un tipo muy optimista, el más chistoso del cuartel, el que vivía haciendo bromas…”.
Hoy Marcela es docente. Ahora que está de vacaciones, habla desde la playa de Madryn. Le gusta ir por la mañana, cuando hay menos gente. “Cada año te acordás todo, aunque haya cosas que la memoria va borrando”, le dice a Infobae. “‘Cocalo’ estaba feliz porque el 21 terminaba el curso de primer auxiliar de enfermería. El 22, cuando hubo que reconocer los cuerpos, tenía la esperanza de que estuviera en el hospital o, al menos, todavía trabajando como bombero en el incendio, porque nos dijeron que había un grupo ahí… Eran mentiras que nos decían. Pero lo iba asumiendo de a poco, iba a todos lados con mi embarazo de siete meses. A las 10 me dijeron que ‘Cocalo’ estaba entre los muertos… Y ahí no hubo más fe ni esperanza…”
“Lo que más deseaba él era ser padre -sigue Marcela-. Mi hijo supo desde chiquito que su papá falleció en un incendio. Yo lo llevaba al panteón cada 21 de enero, cuando se los recuerda. Hace diez años, cuando tenía 16, me dijo: “Ya no quiero participar más de esto”. Empecé a entenderlo, así que cuando quiere participar lo hace”.
Después de mucho tiempo en que su vida quedó detenida en el tiempo, ella dice “Hace tres años empecé a soñar, a tener proyectos, a viajar… Comencé a correr, también, y ya hice tres carreras, la última fue en 2019, Destino Madryn, de 15 kilómetros, y salí segunda… En lo íntimo no rehíce mi vida, pero como te digo, empecé a ocuparme más de mí. Lo único que sé es que ya no voy a tener una familia completa”.
Marcela -que era bombera, al fin de cuentas- cuenta que “cuando murieron los 25 el cuartel tuvo una escuela, se empezaron a capacitar. La muerte de ellos no fue en vano, sirvió para algo. Pero bueno, siempre es un antes y un después en este país”. Hoy, para ingresar a prestar servicio hay que hacer un curso de 12 meses. Y los niños no pueden formar parte del cuerpo.
Miriam Battistesa era cuñada de “Cocalo” y de Cristian. Está casada con Daniel. Y también era bombera. “Mi marido estaba en el campo apagando el incendio, volvió a buscar provisiones y personal. En ese momento entró Manchula con todos los chicos”.
Ella cuenta que la causa judicial “terminó en nada, literalmente. Si lo miro como bombero, el que llevó a los chicos falleció con ellos. Del primero al último murió ahí. Penalmente la justicia fue divina, se los llevó a todos”, ironiza.
Y continúa: “El Estado no se hizo cargo. Cuando se inició la causa, dos personas cobraron un seguro de vida de cincuenta mil pesos, a cambio de no hacerle juicio a la provincia. Fueron mi cuñada, que estaba embarazada, y la mamá de Alexis Salinas. que tenía dos chicos. Fijate ahora: mi cuñada, que es docente, hace tres meses que no cobra ni su salario ni la pensión por la muerte de su esposo. Durante el gobierno de Das Neves, después de 15 años, se hizo una compensación, cobraron en Bonos provinciales (BOPRO) alrededor de 500 mil pesos, el 10% de lo que se pedía. Hubo un padre que no aceptó. Él le ganó el juicio al Estado por 5 millones de pesos y por eso la causa sigue, pero ya nadie quiere seguir peleando. La mayoría de los padres está en malas condiciones psíquicas. Muchos también fallecieron, hubo suicidios”.
Niños frente al fuego
¿A quién se le podría ocurrir ir con niños a apagar un incendio? Parece una locura, pero eso sucedió. Hay muchas historias de ejércitos que, antes de la derrota reclutan chicos: el caso más tremendo es, probablemente, el de los paraguayos de hasta 6 y 8 años que en la batalla de Acosta Ñu se pintaron bigotes con corchos para parecer mayores. La historia es impiadosa: fueron masacrados por las tropas brasileñas que integraban la Triple Alianza.
En Puerto Madryn sucedió lo mismo. ¿Qué podrían hacer, armados con una pala, frente a llamas de siete metros de altura? Fue un verdadero crimen. Tampoco estaban comandados por personal de demasiada experiencia: Manchula, el que los dirigía, tenía solo 23 años. Pero el listado de menores que murieron entre el fuego estremece. Paola Romero tenía 17 años. Juan Manuel Passerini y Ramiro Cabrera, 16. Lorena Jones, Alejandra López, Néstor Danco y Juan Moccio, 15. Cristian Zárate, 14. Mauricio Arcajo y Carlos Hegui, 12. Y el más pequeño, Marcelo Miranda, contaba con apenas 11 años.
Marcelo, el más chico de los bomberitos, era adoptado. Su papá era chileno, se llamaba Santiago Fierro, y en 1986 había dejado la isla de Castro y mudado de océano. Con él llegó su esposa, Alicia, y sus seis hijos. “A Marcelito me lo dio la mamá cuando tenía dos años, porque no lo podía cuidar”, decía su madre del corazón. Santiago -que murió en el 2018- decía en el 94: “Siempre hacía lo mismo, señor. En cuanto oía la sirena, agarraba su bicicleta y se iba volando para el cuartel. Nunca tuvo miedo mi hijo”. Al papá le quedó un regalo sorpresa que no pudo entregarle jamás: le había comprado un ciclomotor, ahorrando peso sobre peso, “para que el Chelito fuera más rápido a la escuela, porque quería ser médico”.
Contó la familia: “No sabíamos que él iba al lugar del incendio. Le firmábamos una autorización, pero para que se quede ayudando en el cuartel. A veces hasta se quedaba a dormir ahí, con los bomberos más grandes”. El último que lo con vida fue su hermano Fernando, mientras Marcelo corría hacia el cuartel. Como si hubiera presentido algo, le gritó: “¡Chelito, dejá, no vayas!”. Pero no le hizo caso.
Daniel, uno de sus hermanos, el más locuaz, recordaba que “a Marcelo le gustaba viajar. Se hacía amigo de los camioneros y se iba cada dos por tres hasta Villa Regina. Ahí, lo primero que hacía, era visitar el cuartel de bomberos. Y se presentaba como bombero de Puerto Madryn”.
Esta vez, por la pandemia, el homenaje será más acotado, distinto. Pero cada aniversario, el Cuerpo de Bomberos les rinde honores. Por la mañana se pone una ofrenda floral en el monumento que honra su muerte. Luego, en el Panteón, también se los conmemora. Y luego se los recuerda en las cuatro tumbas de quienes no están en el Panteón. La última ofrenda se hace en el barrio Mapu Ngefu, donde las calles circulares llevan los nombres de los bomberos caídos el 21 de enero. Es que la memoria, siempre, es la mejor forma que los errores -aún los más trágicos- no se repitan.
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