Un sol enorme, de fuego, se encendió en la media sombra que cubría la mitad posterior del salón de República de Cromañón. Comenzaron a llover pequeñas gotas de plástico incandescente. Un panel de goma espuma, en una danza macabra, crepitante, cayó lentamente, envuelto en un vaivén de llamas. La fiesta de los tres mil chicos que estaban allí para ver a la banda de rock Callejeros, sin embargo, continuó unos segundos más. Pocos se dieron cuenta de inmediato y quisieron apagar el incipiente incendio saltando sobre la tea. Parecía un pogo inconsciente, delirante. Hicieron un círculo para ver cómo caía el rectángulo flameante. Pero el verdadero horror descendía desde el techo como una niebla negra dispuesta a asfixiarlos.
En ese momento, la banda dejó de tocar. Casi al unísono, se apagaron los sonidos de las guitarras, del bajo, de la batería, y de la voz de Patricio Santos Fontanet, cantante e ideólogo del grupo de Villa Celina. Y los gritos de pánico, los pedidos de socorro, los ruegos y los ‘no quiero morir’ desesperados, reemplazaron a la música. El saxofonista Juancho Carbone señaló el lugar exacto donde había quedado colgada una de las tres pequeñas bolitas ardientes de una candela. Ahí, pendiendo, anidaba el vórtice del infierno. La génesis del horror. La guadaña que cercenó 194 vidas. Algunas en minutos. Otras, en horas y en días. La última, seis meses después de aquel 30 de diciembre de 2004. Aunque más adelante existieron otras cuatro víctimas relacionadas, y en dos de esos casos, por suicidios. Eran aproximadamente las 22.50 de esa trágica noche, y los que saltaban con los acordes de “Distinto”, el tema que abría el concierto, dejaron de mirar al escenario, a Callejeros que daba el recital que despediría el año, a los siete músicos que en ese mismo momento abandonaban sus instrumentos, y corrieron a salvar sus vidas entre el humo de las bengalas y el otro, el mortal, el oscuro, el que bajó del cielorraso del boliche y tiznó de negro sus pieles, bocas, narices y pulmones, hasta dejarlos sin oxígeno.
Y entonces, cuando todo debía funcionar para que fueran evacuados; cuando tendría que haber salido a relucir la responsabilidad de los organizadores del espectáculo –para la justicia fueron Omar Chabán, Rafael Levy y Callejeros-, del Estado y sus instituciones, todo falló. Dejaron a miles de chicos indefensos. Expuestos y solos frente a un monstruo que se los devoraba de a uno.
La noche vibraba con cierta tensión desde el comienzo. Las luces de los fuegos de artificio en el show de Ojos Locos, la banda soporte, arrojados por el público en el ámbito cerrado del boliche, presagiaban el oscuro final.
Habló Chabán para alertar sobre el riesgo, y recibió un coro de chiflidos e insultos. Lo hizo en forma brutal, sin medias tintas. El efecto fue el contrario. Fontanet tomó la posta para alertar. Tenía cierto ascendiente sobre esa masa. Pero no fue suficiente, o no lo tomaron en serio, o creyeron que era un guiño, una ironía más, como usaba en las entrevistas para referirse a la pirotecnia. Eran parte de la cultura juvenil: no había recital sin bengalas. Pocos advirtieron seriamente su peligrosidad. Esa noche, Fontanet lo intentó: él es asmático, le molestaba el humo que producían, llevaba un broncodilatador a cada uno de sus shows.
Cristian Siles, alias Lombriz, un muchacho flaco, de pelo largo y cara filosa que había alcanzado una modesta fama como reidor en el programa Mar de Fondo, de TyC Sports, se había convertido en una suerte de presentador de la banda. Después de que el cantante hiciera su advertencia, subió al escenario. Como si se tratara de una pelea de box, con una elegancia impostada, Lombriz tomó el micrófono y gritó: “Buenas noches, Cromañón, bienvenidos a la última velada del año. Gracias a este hermoso y distinguido público, esta fiesta es posible. ¡Damos comienzo al show… con ustedes y para ustedes, Callejeros!”.
Nuevamente Fontanet se apoderó del centro de la escena. “¿Se van a portar bien?”, gritó el cantante. Desde la multitud sudorosa llegaron los “no” mezclados con los mayoritarios “sí”. Como un conductor de tevé arengando a su público, insistió más fuerte: “¿¡Se van a portar bien!?”. La respuesta fue similar, pero el volumen más alto. Vázquez ensayó el comienzo del tema, y se detuvo. “¿Estamos en condiciones de comenzar, estimado baterola?”, preguntó Fontanet, estirando la “a” final.
Entonces, con un break de batería, el rock atronó Cromañón. La fiesta duró apenas un minuto y cincuenta y ocho segundos.
Sonaron cuatro petardos como disparos. Luego del último, Fontanet cantó:
“… a ser distinto a lo que parece.
A terminar con el cuento más oscuro, a derribar los muros de mi mente, a ser un poco menos consciente.
A acabar con mis pensamientos decentes…”.
Justo ahí, Carbone señaló el techo. La estrofa quedó inconclusa. La música se apagó como quien baja la palanca de una central eléctrica. Por un instante, el mundo se detuvo. El silencio de las guitarras, el bajo y la batería dieron paso a la melodía desafinada de los alaridos. Un coro atonal, horrorizado, apenas roto por algunas órdenes sueltas, dichas al vacío: “¡Saquen a la gente!”… “¡Che, la puerta, cheee!”…
El saxofonista Carbone fue el primero, dijimos, en notar cómo se diseminaba el fuego por el techo. No bien lo hizo, quiso advertirle a la gente que saliera por el escenario, pero el micrófono no funcionaba. Chabán ya había cortado el sonido. Caminó por las tablas y vio como el cuadrado encendido caía a dos metros de distancia y hacía un ruido “como a brasas”. Tomó a Fontanet para salir hacia los camarines, pero éste se zafó de sus manos.
El cantante, en medio del caos que se iniciaba, saltó desde el escenario, sorteó la valla ubicada frente a él para que los chicos no subieran al mismo, e intentó apagar el panel que se incendiaba. Luego lo vieron entrar y salir varias veces para ayudar a rescatar gente. Buscó a su novia, Mariana Sirota, y a su mamá, Susana. Terminó, en cambio, salvando de la muerte a otros. Entró y salió de Cromañón varias veces, hasta que no pudo más y fue trasladado al hospital Francés. Su madre, Susana, con quemaduras en el 60 por ciento del cuerpo, resultó afortunada: se salvó. Su novia, de 21 años, peleó once días por su vida, pero murió en el Sanatorio de la Trinidad.
Carbone, mientras tanto, corrió por el estacionamiento, arrojó el saxo en la recepción del hotel, salió a la calle y volvió a ingresar por donde lo hacía el público. Vio como alguien blandía un matafuego y arrojaba su contenido a la cara de otra persona. Lorenzo “Lolo” Bussi, quien ejercía el rol de seguridad de Callejeros, increpó a este sujeto. El músico se dedicó a levantar a la gente que se desmayaba apenas salía por la puerta principal, y llevarla hasta las ambulancias que comenzaban a llegar por Bartolomé Mitre y Jean Jaures. “La primera chica era flaquita –contó Carbone-. Cuando llegué se desvaneció, le dije a dos pibes, ‘¡loco, levántenla!’, y me respondieron, ‘Juancho, mirá’, y tenían las manos como quemadas. Volví, subí a un muchacho a un colectivo… Era un caos”. Ingresó, esta vez, por el estacionamiento. Encontró a quienes intentaban abrir el portón de doble hoja. Apareció un bombero con una barreta… “¡Vamos, somos veinte, lo tenemos que abrir!”, escuchó.
El escenógrafo Daniel Cardell, que había llegado temprano a bordo de su Fiat Spazio azul y lo había estacionado en el garaje del hotel Central Park, observaba desde la escalera del escenario en el momento del impacto ígneo sobre la media sombra. En la habitación 317 había dejado una cámara fotográfica, una mochila azul y blanca, y en los camarines un bolso negro Black & Decker con elementos para trabajar en la escenografía, que colgaba detrás de la batería: un cerebro de colores, como la portada del último trabajo de la banda. En realidad, Cardell buscaba con la mirada a su novia, que estaba en el Vip, en el sector izquierdo de la bandeja superior del local, cuando comenzó el caos.
Cromañón era un rectángulo de 30,62 por 34 metros en su parte más ancha, paralelo a la calle Bartolomé Mitre, encajado en el centro de la manzana, a 21 metros de la acera. Tenía dos escaleras de tipo imperial. Cada una constaba en dos hileras de escalones que, en el medio, se fundían en una escalera perpendicular. Una estaba a pocos pasos de la entrada, y llevaba al Vip; y la otra, colocada en forma simétrica atravesando el salón, en el sector que daba a los baños de caballeros y de damas, uno junto al otro. Al principio, el Vip también poseía baños, pero habían sido tapiados por orden de Levy para ser destinados a oficinas del hotel.
Cardell pidió que corrieran la valla y salió para el garaje, seguido por varios chicos que intentaban escapar por allí. Llegó al hotel, y vio que algunos salían por detrás de la conserjería. Avisó allí del fuego, y luego, dando un rodeo, se acercó al portón de doble hoja. Vio a Argañaraz y Carbone, junto a otras personas del público, forcejeando para abrirlo. Quedó en estado de shock. Quiso regresar al camarín, pero no pudo porque el humo había invadido cada rincón del boliche.
Como sus compañeros, Vázquez chequeó sonido a las cinco de la tarde, luego subió a su habitación del tercer piso del hotel y bajó para cenar aproximadamente a las ocho de la noche. Hicieron un ejercicio de relajación y respiración, y entraron al local. Dejó una bolsa con varias remeras, unas zapatillas blancas con vivos rojos y azules, parches de batería y palillos en el camarín. Así narró el momento del incendio: “… Soy una persona de sacarme fácilmente, calentón, de carácter podrido, visceral. Trataba de observar detrás de esas bengalas a ver quién las había prendido, pero para mirarlos con bronca como diciéndoles ‘boludo’, algo… Más atrás, en el fondo, vi un chispazo en el techo, como algo eléctrico. Quedó como una pequeña llamita, como una vela, un encendedor en el techo, encendido. Me calentó mucho. Me paré de la batería. Nunca paré una canción así. … Le pegué al tambor y a un platillo en simultáneo. Volaron al carajo los palillos. Agarré mi riñonera y me bajé del escenario”.
Elio Delgado estaba muy concentrado en su guitarra, y apenas divisó que Vázquez abandonaba el escenario, pensó que “estaba limado”, según le refirió a éste dos días después. Habría sido, así, el último en darse cuenta que el techo se quemaba. Vázquez, en su salida hacia el estacionamiento, se cruzó con Lombriz, que se asomaba desde el camarín, adonde había ido a quitarse el moño y la galera. Al baterista le agarraron palpitaciones. “Me quedé solo. Pensé que ya iban a venir a decirme ‘tranquilizate, ya lo apagaron, no pasa nada…’. Pero no venía nadie, y empezó a salir gente gritando, ‘¡se prende fuego!’, gente con la cara negra, con la remera rota. De adentro salían gritos que no había escuchado nunca, ni en las películas de terror”.
Delgado, mientras tanto, había rescatado a su novia, que escupía una sustancia negruzca. “La subimos como pudimos, creo que al segundo piso, donde estábamos. La metimos a la ducha, con ropa y todo, y la piba se ahogaba y se ahogaba. La apantallaba con dos toallones. En la riñonera tenía la llave de mi pieza, fui a buscar el celular -relató Vázquez-. Me tiré debajo de una cama y me tapé los oídos. Yo no sabía lo que era un ataque de pánico, pero me agarró como un tembleque muy fuerte y no podía parar de llorar”. Cristian Torrejón, el bajista, lo encontró así, refirió.
El relato de una ex novia suya, Laura Fernández, difiere en forma sustancial. Ella, también sobreviviente de Cromañón, dice que subió por la puerta del hotel para ver cómo estaba, y lo encontró en su habitación del tercer piso, pero junto al manager de Callejeros, Diego Argañaraz, y su madre, llorando. La primera pregunta que -según ella- le hizo Vázquez fue: “No me digas que hubo algún muerto...”
A la madre de Vázquez la encontró su hija, Dilva Lorena, que esa noche llegó tarde al recital “por cuestiones laborales”. En ambulancia arribaron al hospital Ramos Mejía, y desde entonces hasta las seis de la madrugada del 31 no tuvo más novedades. A esa hora, un médico de quien no precisó la identidad le comunicó que su mamá había fallecido. Eduardo Vázquez es el único de todos los involucrados en el caso que permanece en prisión, pero condenado por el femicidio de su mujer, Wanda Taddei, a quien prendió fuego el 10 de febrero de 2010.
Emir Omar Chabán juró que después de cortar el sonido, abalanzándose sobre la consola ubicada en el primer piso y de frente al escenario, buscó una manguera, la encontró desenrollada y apuró a alguien que intentaba mover la manivela para accionarla. Fue en el momento exacto, señaló, cuando sintió una explosión que cortó la luz. “En ese instante me sentí morir”, aseguró. Salió por una de las dos puertas vaivén de la entrada y se dirigió, por la salida de Bartolomé Mitre 3060, hacia la entrada contigua, el garaje del hotel. En la puerta alternativa de emergencia vio a Argañaraz, que intentaba abrirla, y le indicó hacia dónde debía hacerlo. Maximiliano Djerfy, uno de los dos guitarristas, que estaba en el lugar esforzándose por desbloquear esa salida, también vio allí a Chabán, pero paralizado.
“Caminaba y tenía una gran opresión en el corazón. Me movía como un autómata. Entré al lugar tres veces. En una me dirigí cerca del kiosco y saqué a tres chicos. Pasando la escalera no se podía respirar. Hice dos metros y no podía pasar. Estuve shockeado y paralizado. En un momento, a las doce y cinco de la noche, llamé a Cemento. Y luego volví a entrar. Toda esa sensación de que un gran peso se me vino arriba del cuerpo”, relató Chabán, que murió el 17 de noviembre de 2014.
Djerfy, por su parte, ingresó al boliche y rescató entre diez y quince personas, arrastrándolas hacia la salida. Hasta que, debajo de la escalera, percibió de repente una figura familiar. Era su propio padre, Jorge, el mismo a quien había saludado momentos antes del show desde el escenario hacia el Vip. Estaba a punto de desfallecer, y solo atinó a decirle “necesito aire”. Lo llevó hasta la salida y lo introdujo en una ambulancia. Momentos después, en la plaza, vio a un primo suyo que intentaba infructuosamente reanimar a su tío Osvaldo. “Fue el primer muerto que vi… -dijo luego Djerfy-. Había nueve personas de mi familia allí. Mi primo golpeaba las paredes, y en eso me doy vuelta y veo que la primera de la fila de muertos que había en la calle era mi ahijada Belén”.
Esa noche, Cromañón desbordaba de gente. El aforo del boliche, según su habilitación –y pese a que la misma se consiguió de forma irregular-, era de 1031 concurrentes. Según Daniel Vicente Giménez, el empleado que Sadaic envió al lugar, su “cuenta ganado” arribó a la cifra de 2811 personas. Los empleados de los locales de Locuras también entregaron un detalle de los tickets que vendieron para el recital del 30 de diciembre. Martín Alejandro Hasmat precisó que en su comercio de Cabildo 2606 tenía 500 entradas para comercializar. De ellas, expendió 300 y devolvió las restantes 200. Ezequiel Martín Orlandi reveló que en el negocio de Flores la venta ascendió a 700 tickets, mientras que 50 –dijo- eran para invitados, que en la boca de expendio que la cadena tiene en Once se vendieron poco más de 1200, y que, en el local de Morón, unas 500. Aclaró, también, que lo contrataron para expender entradas en la boletería de Cromañón, donde vendieron las 347 que no comercializaron en forma anticipada. El total da 3097 tickets. Por su parte, Diego Argañaraz, manager de Callejeros, admitió que para cada uno de los recitales pusieron a la venta 3500 localidades.
Cabe aclarar una falencia más: el certificado de prevención contra incendios se encontraba vencido desde hacía casi dos meses. Su fecha de emisión era del 24 de noviembre de 2003, y debía ser renovado el 24 de noviembre de 2004. Cuando fueron cuestionados, los organismos de control adujeron que, al ir a revisar, el boliche estaba cerrado.
Nada funcionó aquella noche. De los quince matafuegos que había en Cromañón, trece eran a base de polvo químico seco, uno a base de agua y el restante a base de anhídrido carbónico. Ninguno de ellos tenía tarjeta de identificación. Los del primer tipo –la mayoría- poseían cargas que iban de los 4946 gramos de polvo, hasta los 181 gramos, cuando la capacidad total es de 5 kilogramos de material extintor. Según las normas IRAM, deben expulsar un 85 por ciento de esa carga para actuar correctamente. Solo cuatro estaban en condiciones de hacerlo. Los nueve restantes no servían. El que era a base de agua tenía un desperfecto, por lo tanto, era inútil. Y el que era a base de anhídrido carbónico, cuando fue sometido a pruebas, perdió su masa extintora en cuatro segundos, cuando las normas IRAM indican que lo correcto es que ese tiempo no sea inferior a los ocho segundos.
Lo que parecía idílico, en Cromañón mutaba en tétrico. Al mirar hacia arriba, se veía cómo de la media sombra pendían lucecitas que semejaban estrellas. Un cielo nocturno, sin nubes, maravilloso. Esa ilusión escondía el hacha que decapitó cientos de sueños.
Pegadas al hormigón se encontraban las planchas de espuma de poliuretano, de color beige y 2,5 centímetros de espesor, similar a la que se usan en la fabricación de colchones, a base de isocianato y polioxipropileno. Sobre ésta se había colocado guata blanca, de 6 centímetros de espesor, una resina poliéster de la familia del polietilentereftalato. Y por debajo, la media sombra en red, cuyo material es el polietileno, muy inflamable.
La media sombra, al quemarse, desprendió dióxido de carbono, monóxido de carbono y acroleína. El poliuretano expulsó cianuro de hidrógeno (ácido cianhídrico), dióxido de carbono, monóxido de carbono, óxidos de nitrógeno y vapores de isocianato. Y la guata exhaló dióxido de carbono y monóxido de carbono. Es decir, el principal causante de la muerte de los chicos de Cromañón fue el poliuretano, la goma espuma que estaba pegada a la pared como forma de insonorizar al boliche, que se quemó en una superficie total de 177 metros cuadrados. Pero no todas las placas de poliuretano son iguales: para no ser tóxicas, muchas llevan el agregado de óxido de cobre, que disminuye la producción del letal ácido cianhídrico. Los análisis de los paneles indicaron que carecían de ese metal. Sin cobre son más baratos.
Según la pericia del INTI (Instituto Nacional de Tecnología Industrial), “si no hubiera estado colocada la media sombra, y la bengala o fuego de artificio hubiera impactado en el centro de un cuadrado de espuma de poliuretano de 177 metros cúbicos de superficie, éste hubiera tardado aproximadamente 13 minutos en incendiarse. Como en el local estaba colocada la media sombra, ésta se incendió y propagó el fuego en múltiples focos a la espuma de poliuretano. Por ello el tiempo real de propagación del fuego afectando la espuma de poliuretano podría haber sido considerablemente menor que el calculado”.
Hubo una falla más que se agregó al espanto: de los cuatro extractores de aire del lugar, solo dos funcionaban. Luego se supo que habían sido anulados para que el ruido no se filtrara hacia el hotel Central Park. Tampoco el humo fue expulsado dentro del recinto, sino que, en medio de la oscuridad, llenó el ambiente hasta pocos centímetros sobre el piso. Las autopsias revelaron que todos los cadáveres poseían indicios de la presencia de monóxido de carbono. Este gas, quedó establecido, se halló en una concentración de 4350 partes por millón, solo calculando lo desprendido por la goma espuma, y sin contar lo que pudo haber resultado del incendio de la media sombra. Según estudios, una concentración superior a los 4000 ppm resulta fatal en menos de una hora. En las autopsias, quedó expresado que la mayoría de los muertos tenían entre un veinte y un treinta por ciento de monóxido de carbono en la sangre.
Sin embargo, fue el ácido cianhídrico lo que provocó el coma y la muerte de los chicos. Es letal para los seres vivos ya que inhibe el uso de oxígeno por las células vivas de los tejidos corporales. La conclusión de los expertos del INTI, que analizaron los elementos que entraron en combustión, fue que la concentración de ácido cianhídrico dentro del local, contando a los presentes (que ocupaban una quinta parte del volumen total del mismo, que es –según calculó la División Siniestros de la Superintendencia de Bomberos de la Policía Federal Argentina- de 6880 metros cúbicos) fue de 225 ppm (partes de ácido cianhídrico por un millón de partes de aire). Un total de cinco miligramos de cianuro por cada gramo de espuma de poliestireno, hasta llegar a la escalofriante cifra de 1,45 kilogramos liberados en el boliche. Son valores peligrosos y que, en pruebas de laboratorio hechas con ratas, se indicaron como letales si se hallan entre 150 y 200 ppm.
Para explicarlo claramente, el umbral toxicológico al que responde un ser humano es de 10 ppm; si la concentración es de 20 a 40 ppm, después de varias horas de exposición se sienten leves síntomas; la máxima concentración en aire que puede ser inhalado durante una hora sin perturbaciones serias se da entre 50 y 60 ppm; entre 120 y 150 ppm se torna peligroso si uno se expone entre 30 minutos y una hora. Y si es de 300 ppm o más, se vuelve fatal rápidamente.
Como vimos, según el INTI los 177 metros de espuma de poliuretano se quemaron en menos de 13 minutos. Con la concentración de 225 ppm que calcularon, para quienes quedaron atrapados o entraron varias veces para rescatar gente, resultó mortal.
Sin embargo, aún con la toxicidad del humo que los chicos respiraron, de no haberse conjugado otras irregularidades, un gran porcentaje de ellos se hubiera salvado.
El plano de habilitación –según el expediente 42.855/97- aseguraba que el ancho del pasillo principal de acceso al vestíbulo del boliche era de 6,51 metros, cuando según las pericias, en su parte más angosta (que es la que se debe utilizar para tal fin) era de 5,51 metros, uno menos. Desde la calle se accedía mediante dos portones, de dos hojas cada uno, con barral antipánico en uno de ellos. Ambos abrían hacia adentro, en sentido inverso al flujo de salida de gente. En caso de emergencia, como esa noche, hizo más difícil el escape.
El pasillo de la salida de emergencia hacia la calle, según el plano, tiene tres metros, pero los peritos midieron 2,90 metros, que en el acceso a la línea municipal se reduce a 2,62. Y concluía en una cortina enrollable.
El ancho de cada una de las seis puertas que comunican el vestíbulo con el interior era, según el plano aprobado por los Bomberos, de 1,50 metros. En el papel oficial se consigna que el total da 9,50 metros, lo que es inexacto con un simple cálculo: 6 por 1,50 da 9. Pero no es todo: los peritos midieron las puertas, y tenían 1,26 metros en promedio. El Código de Edificación exige que “el ancho libre de una puerta de salida exigida no será inferior a 1,50 metros”. Entonces, de 9,50 metros que decía el plano aprobado, la medición real lo redujo a 7,56. Además, las doce hojas baten sobre la que se encuentra al lado, haciendo aún más pequeño el espacio por donde pasar. Desde allí, hasta la calle, había que transitar todavía 17 metros. Esas puertas carecían de barrales antipánico ni cierra puertas, pero en cambio poseían pasadores que impidieron su normal apertura desde el vestíbulo en el momento de la tragedia. Además, como se dijo, solo dos estaban abiertas.
El local, además, tenía conexión con otros edificios linderos. Por ejemplo, desde el vestíbulo se podía llegar al hall del hotel Central Park a través de un ambiente intermedio. Una puerta recubierta por material acústico estaba ubicada en el paso del escenario hacia el camarín, los baños de éstos y algunos depósitos y el garaje aledaño.
A través del portón que debía ser la salida alternativa se llegaba al pasillo de la entrada de vehículos que da a Bartolomé Mitre 3046. Desde allí se podía llegar al hall del hotel y a una cabina de control. Ese portón de doble hoja no figuraba como salida de emergencia, sino como una salida alternativa. Supuestamente, tenía una activación electromecánica que no existía y fue declarada en el expediente de habilitación. Medía cinco metros de ancho por 3,60 de altura. Pero en el momento del siniestro, cuando más se lo necesitó, estaba cerrado por un candado, un cerrojo con pasador y alambres.
A metros de allí existían otro portón de seguridad contra incendios, de color rojo, que daba al garaje, la confitería, el bar y restaurante, las canchas de papi fútbol y la salida que daba a Jean Jaures. Esas vías de comunicación entre el Cromañón y otras dependencias del hotel deberían haber impedido su habilitación, ya que el Código que rige a los boliches clase C señala: “No contarán con comunicación de ninguna naturaleza con otros locales”.
Pero más allá de eso, y aunque Cromañón no debería haber existido jamás en estas condiciones irregulares, todavía los chicos habrían podido salvarse con solo una simple precaución: que todas las puertas de salida (las seis del vestíbulo al salón principal; la de emergencia contigua a los portones que daban sobre Bartolomé Mitre; y el enorme portón que comunicaba al salón con el acceso al garaje) hubiesen estado abiertas.
Pero no fue así: solo dos de las puertas más pequeñas fueron la vía de escape para los chicos. Otros sí pudieron huir por puertas que no figuraban en los planos, como las que usaron los músicos por detrás del camarín. Según calcularon los peritos, por los únicos 2,52 metros de las puertas abiertas hacia el vestíbulo, podrían haber salido sin consecuencias solo 252 personas, cuando en realidad lo hicieron entre 2800 y 3000. Este número de asistentes lo hizo –sostuvieron- en poco más de 18 minutos. Si la cantidad de personas dentro de Cromañón hubieran sido las 1031 para las que fue habilitado, y las seis puertas hubieran estado abiertas, el tiempo de evacuación se habría reducido a 2,14 minutos. Aun con dos puertas, el escape total habría durado 6,44 minutos.
(sobre párrafos extractados del libro Cromañón, la República del dolor y la impunidad. Corrupción, rock y 194 muertos, de Editorial Letras del Sur, escrito por el autor de esta nota)
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