Cuando durante el reinado del emperador Filipo el Árabe se persiguió a los cristianos, cierta vez hubo una persecución en el caserío que entonces era Alejandría. Allí, bajo torturas, se intentó doblegar la fe a los cristianos. Se ensañaron con una mujer ya entrada en años, llamada Apolonia, a la que molieron a golpes y a la que le rompieron los dientes y otros se lo arrancaron. En un momento, ella logró arrojarse a una hoguera y antes de morir la liturgia cristiana asegura que advirtió a los presentes que invocasen su nombre cuando tuvieran un dolor de dientes. Con el correr de los siglos, se transformaría en la patrona de los odontólogos.
El nombre de Apolonia fue, por mucho tiempo, el más invocado en las oraciones por quienes debieron someterse a una extracción, en un tiempo en que en Buenos Aires no existían los dentistas, y en el que los barberos suplían esa falencia muñidos de una pinza.
Cómo serían las prácticas de la medicina que en 1780 el virrey Juan José Vértiz se vio en la necesidad de crear el Protomedicato, que buscó darle un orden institucional al ejercicio de la medicina, de la cirugía y de la farmacia además ejercer la docencia, formación de profesionales. A su frente, fue nombrado el irlandés Miguel O’Gorman.
Las especialidades relativas a la salud llevan nombres extraños en el mundo actual. Pensemos cuál sería nuestra reacción si en una cartilla de prestaciones médicas, leyéramos: Algebristas, que trataban quebraduras y luxaciones; sangradores y flebotomistas, que hacían cortes y sangrados y hasta usaban sanguijuelas; litotomistas, que eran los que quitaban las piedras; oculistas o batidores de la catarata; ventoseros, hernistas, lamparoneros que abrían abscesos ganglionares en el cuello y parteras, entre otros.
En la Buenos Aires de los primeros años del 1800 lo que escaseaban eran los médicos. En 1801 se abrió la primera escuela de medicina, que funcionó en Perú y Alsina cuyo plan de estudios duraba seis años. Si bien en los primeros años eran varios los que se anotaban, pocos eran los que se recibían, porque la mayoría era destinada al ejército.
Barberos y algo más
Los barberos eran los dentistas en la época de la colonia. Era el popular “sacamuelas”. Su negocio solía ser un punto de sociabilidad, donde la gente iba a hablar y donde el barbero, al estar permanentemente en contacto con personas, mantenía a todo el mundo enterado de las últimas noticias.
También solían encargarse de las sangrías, oficio que compartían con los llamados sangradores, que llevaban la práctica, arrastrada desde la Edad Media, de cortar la vena y así renovar la sangre. También solían usar sanguijuelas en este tratamiento.
A la hora de elegir barbero para someterse a lo peor, era fundamental dirigirse a aquellos que exhibían al público las piezas dentarias que habían extraído a lo largo del tiempo. Cuántas más se mostraban, era garantía que ese barbero tenía buena mano.
El paciente procuraba prepararse para la ocasión, con recetas caseras. Desde buches con aguardiente hasta mascar tabaco o retener el humo del cigarro en la boca se creía que eran métodos eficaces para adormecer la zona dolorida. Porque las primeras aplicaciones de anestesia fueron recién en 1844 con óxido nitroso. El éter comenzaría a usarse en 1846 y el cloroformo al año siguiente.
Por mucho tiempo, los barberos usaron una bacía que podía ser de cerámica, de cobre o de hojalata, que se colocaba en el cuello del paciente, y era donde iba a parar el diente extraído y la sangre. En los tiempos en que el analfabetismo era alto, se colgaba una bacía en la puerta de la barbería, y rápidamente referenciaba que allí se hacían extracciones. La bacía fue popularizada por Miguel de Cervantes, que la hizo lucir en la cabeza de Don Quijote.
Cuando para los barberos las extracciones habían quedado en la historia, la bacía la usó el barbero para colocar la espuma de afeitar. Hoy es un objeto de colección.
Los remedios eran caseros. Para blanquear los dientes, recomendaban frotarlos con harina de cebada y sal. Para el dolor de muelas, se prescribía la cebolla mojada en aceite, vinagre y sal. Y cuando se tenía un diente agujereado, se lavaba con aguardiente y se tapaba el orificio con apio. Pero se recurrían a todas prácticas imaginables, que llegaron a introducir un fino hierro caliente en el orificio producido por las caries.
Que los dientes se piquen se lo atribuyó al aumento en el consumo de azúcar, y especialmente a los dulces y los pasteles que elaboraban las negras, que así se las ingeniaban para mantener comestibles a diversos alimentos.
A partir de 1810 aparecieron en la ciudad los primeros curadores dentales, y fue cuando empezó a desarrollarse la restauración dental. Cuando el individuo perdía alguno o varios de sus dientes, una solución era la colocación de postizos. Uno de los que lo hacía era Benito Ramírez, que utilizaba dientes de animales, y no de cadáveres, como hacían otros. El caso más paradigmático en la historia es el de George Washington, que confeccionaban sus dentaduras postizas (a los 20 años le quedaba un solo diente) con dientes de esclavos.
Estudiar para ejercer
Los primeros antecedentes de enseñanza de la odontología en nuestro país datan de la implementación de un curso del “arte del dentista” en 1853 como una rama accesoria de la carrera de Medicina, seguido de la creación de la Escuela Dental, dependiente de la Facultad de Medicina de la UBA, en 1892.
Tomás Coquet fue el que recibió, el 5 de diciembre de 1837, el primer diploma de “Examinador dentista”, dado por la Facultad de Medicina. Unos años después, Coquet sería profesor de dentistas y fue el odontólogo del gobernador Juan Manuel de Rosas. Tenía su consultorio sobre la calle Piedad, hoy Perón y Florida. Luego se mudaría a la calle Perú.
En el Almanaque Político y de Comercio de la Ciudad de Buenos Aires para el año 1826 se anunciaba que “Poiron hace y pone toda clase de dentadura con corchetes y resortes; hace y pone toda clase de obturador o falso paladar, en su consultorio de Cangallo 89”. También se informaba que “Ristorini atiende en su consultorio de Florida 67”.
Hubo dentistas que hicieron historia en el país y no por el ejercicio de su profesión. Fue el caso del vasco francés Juan Etchepareborda quien, apasionado por temas técnicos, fue el primero que hizo una experiencia de alumbrado público con luz eléctrica el 3 de septiembre de 1853.
No solo los barberos colgaban los dientes o una bacía para anunciar que realizaban extracciones y sangrías. Solían colocar una especie de palo, sangrante. Como hubo quejas por el mal gusto, se atravesó el palo con bandas que simulaban vendas blancas para que el rojo no fuera tan chocante. Con el correr de los años, ese letrero derivó en el simpático cilindro -al que alguien le adosó también el color azul- que anuncia a la gente que hay una barbería. Para cortar o arreglar el cabello y la barba. Que para lo otro, por suerte, están los dentistas.
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